lunes, 8 de diciembre de 2008

CONCEJO DE CARAVIA, ASTURIAS, VERANO 2007

Este es un fragmento del tomo de mi diario del año pasado. Marián ha regresado de su fin de semana en Asturias. Quizá por ello, porque no la he acompañado, he recordado uno de los momentos que más me impresionó del verano pasado. He buscado, he buscado y aquí está. Quizá sea muy largo, pero acaso se lo deba a ella, a mí mismo y a cuantos portamos este apellido.
El viaje en dirección a Cantabria, fue veloz, con prolongados descensos muy rápidos que anunciaban nuestro destino marítimo, costero.
Digo que durante el viaje es cuando nos anunciaste que nuestro destino era el concejo de Caravia, donde reside el origen ancestral de nuestro linaje, de este apellido del que estoy tan orgulloso, no por él en sí mismo, obviamente, si no por los antepasados que he conocido, aquellos hombres y mujeres que se asentaron en Chañe, Segovia, donde afrontaron con gallarda alegría los embates de la miseria. Éste es el mejor blasón de mi apellido, éste es mi mejor tesoro, saber que contra la adversidad o por mucho que las preocupaciones atoren el corazón, se puede vivir de cara, sin perder ni un ápice del optimismo, aunque a veces se pierda la sonrisa. A lo sumo, y a pesar del escudo que tenemos en casa de mis padres, ésta es la mayor señal de hidalguía que poseo, quizá lo mejor que pueda darte de mí mismo, si es que algo de ese valor sereno y bien humorado ha heredado este escribidor que te adora… Me emocioné al escuchar el anuncio de tus labios, y ya estaba deseoso de llegar hasta allí, aunque aún faltaban más de treinta kilómetros. (…)
Comenzaron a aparecer en los indicadores las alusiones a Caravia. Cuando definitivamente tomamos el desvío, no me creía que el mar nos esperase tan cerca, pues la cima de la montaña estaba ahí mismo, casi al alcance de las yemas de los dedos. Las flores, sobre todo hortensias, estallaban en felices colores a nuestro alrededor, en la mayoría de los casos eran suaves sonrisas de tonos pasteles: amarillos, azules, rosas…, pero no faltaban intensos cromatismos de otras flores de las que desconozco, para mi humillación, su nombre… Cuando dejamos la autovía, entramos en una carretera estrecha, pina, revirada, con muy buen asfalto.
Caravia (Alta y Baja) son dos pueblos muy coquetos, muy pequeños, que, sin embargo, están creciendo deprisa, probablemente la proximidad de la autovía haya abierto expectativas antes insospechadas para la zona.
Por lo que vi, es un concejo que vive entorno a la carretera, donde el sabor de lo tradicional se conserva muy poco afectado (dentro de lo que cabe, puesto que estamos en el siglo XXI). Todavía se ven hórreos de buena factura. Pero lo que abunda y llama la atención son las casas lujosas, señoriales, las casas de los nuevos ricos de finales del siglo XIX, los edificios de los indianos. Aquellos hombres a los que la escasez de su tierra natal obligó a emigrar hacia las Américas donde se hicieron un buen patrimonio. (…)
Son casas amplias de varios estilos, de diversos colores, con jardín la mayoría, enclavadas en esta ladera continua y pina que son los dos pueblos del mismo nombre. Salvo la cima de Caravia Alta, Caravia es un pueblo construido sobre la ladera de un monte que se yergue poderoso desde el mar, o se arrodilla sumiso ante él, esto no tengo muy claro aún, o, más probablemente, que lo busca para romper la melancolía de sus brumosas cimas. (…)
Allá íbamos nosotros, deslizándonos en una suave bajada que concluimos en la playa de La Espasa, que toma el nombre del río, riachuelo, que allí mismo desemboca.
Accedimos a un aparcamiento muy próximo a la desembocadura de tal río que, con la pleamar que comenzaba a esas horas, más bien parecía una ría, o una niña asustada que no quería salir a la vida y retornaba al seno materno: la tierra del interior. Es un aparcamiento que se camufla con el entorno sin hacerle mucho daño. (...)
Una vez que cargamos, los cuatro, con todos los utensilios necesarios para pasar un par de horas junto al mar, nos dispusimos a ingresar en un lugar que termina por explicarme. (…)
Hay algo en mí que me empuja a apreciar cosas en apariencia dispares, cuando no contradictorias, e incluso que se repelen para la mayoría: el fútbol y la música de Bach, los toros y la contemplación de un atardecer, la montaña agreste y la placidez del mar en calma, la poesía de san Juan de la Cruz y un texto de Ionesco, conversar sobre política y hablar del tiempo, charlar sin tasa y permanecer callado durante horas, disfrutar de una tarde hialina de brisa tibia y pasear bajo la tormenta tempestuosa, necesitar con urgencia la presencia de otros seres humanos y ansiar la soledad, no moverme durante mucho tiempo (o muchos años) de un lugar y viajar sin tasa, sin medida, pasar las tardes sentado con un libro entre las manos y pasear horas y horas, tatarear una canción de los Beatles o cantar una del Nuevo Mester… Podría seguir casi hasta el infinito… Quizá el mejor resumen es la frase de Terencio que encontré en una de las hojas del calendario que me guarda mi padre y que he puesto ahí al lado, en este cuadernillo, y antes situé como encabezamiento en el libro Azul de ocaso que por estas fechas hace un año me obsesionaba, pues estaba a punto de llegar a su final: Soy un ser humano y nada que sea humano me es ajeno. (…)
Hoy, desde ayer, creo que he dado con la clave de todo el asunto y en la playa de La Espasa puede estar la clave: la piedra ‘rossetta’ de mi alma. En el mismo lugar crece la hierba verde y fresca y la arena rubia del desierto; el sol calienta y las nubes desfilan, leves cendales blancos que humedecen los rayos de oro; las montañas contemplan al mar que, a veces, parece en calma pero nunca se sosiega del todo; desemboca el río, el regato más bien, a la vez que en la pleamar el agua del Cantábrico se introduce por su cauce, cual aprendiz de ría; la suave arena rubia que permite el paseo en apariencia tranquilo pero que presenta la suficiente resistencia a los pies y a las piernas para que sus músculos se ejerciten; la roca basáltica y oscura imposible de hollar sin correr serios peligros de descalabro para el osado que lo intente, rocas que muestran alucinantes y oníricas formas caprichosas, eso sí siempre curvilíneas, siempre dionisiacas, frente al horizonte plano e infinito de lejanía inasible.
Ahí mismo una concha pintada de amarillo sobre un cuadrado morado en señal de que estábamos en plena senda del Camino de Santiago, o sea que el lugar tiene su carga simbólica, su correspondiente sinfonía de espiritualidad. Como si fuera poca la religiosidad que se escapa de la presencia de las montañas, casi sumergiéndose en las mismas aguas o como si el sonido de la mar no fuera suficientemente espiritual para elevar al estado de contemplación a una mente mínimamente serena, mínimamente observadora, mínimamente adiestrada en descubrir los rastros de la mano divina en cualquiera de las manifestaciones de la naturaleza… ¿O es al contrario? ¿No será que toda esa conjunción de elementos en un punto tan concreto es la que hace que el ser humano busque, y termine encontrando la acción divina en toda esta maravilla?
La playa de La Espasa, que tendrá un kilómetro y medio, aproximadamente, a lo sumo un par de ellos, está jalonada a oriente y poniente por dos promontorios rocosos que la protegen de la acción de los vientos. No obstante, y esto es lo más significativo, no se trata de esos paisajes casi desérticos del Mediterráneo turístico y sureño, casi amurallado por la excesiva presión del ser humano, sino que es un paisaje en el que el verde abunda desde el primer instante, a penas a veinticinco metros del mar, del agua salada, por tanto. El verde como color que desafía a la gama de los ocres y marrones, de los montes y la rubia arena de la playa… Hasta una mariposa blanca voló, Marián, a nuestra vera.
Por alguna razón que no soy capaz de explicar, la visión hacia el levante, esa inmensa roca, como un bulbo retorcido y caprichoso, me recordó a la playa de la última escena de El planeta de los simios, cuando Charlton Heston descubre la Estatua de la Libertad como un simple busto derrumbado, metáfora inquietante del destino que espera la libertad humana si seguimos por la senda por la que nos hemos adentrado. Quizá esta comparación aterrizó en mi corazón por mi escasez viajera, por mi falta de conocimiento del mundo o porque no recuerde con precisión la escena…, o también pudiera ser que se parezca.(…)
Antes de guardar el móvil en un lugar conveniente, llamé a mis padres (a mi padre realmente) para notificarle el lugar donde nos encontrábamos. Sabía que decirle eso y llevarle a la emoción, a una similar a la que yo sentía, era todo uno y era lo mismo, con la enorme diferencia para mí, de que era yo quien estaba allí, y él sólo se lo podía imaginar. (…)
Es la primera vez que soy testigo de una pleamar en el Cantábrico. Creo que ya he apuntado más arriba que entonces comenzaba. Durante unas horas el mar fue ganando espacio lentamente a la tierra. Quizá hubiera sido más hermoso habernos quedado todo ese tiempo en esta playa para contemplar su acrecimiento paulatino, pero un error logístico nos alejó de tal posibilidad (…). De todos modos, y aunque sólo fuese hora y media, a un castellano le impresiona contemplar cómo la mar cada vez que rompe en la arena de la playa lo hace unos centímetros más arriba, sin pausa, sin prisa, con contumacia, con determinación… Cuando te quieres dar cuenta, los centímetros que gana el agua a la tierra, ya son metros…

2 comentarios:

arquitecturach dijo...

es verdad los carabias somos eclécticos...

Anónimo dijo...

Amando, las personas estamos llenas de contradicciones, y eso es bueno, sólo hay que llevarlas por el buen camino