lunes, 22 de diciembre de 2008

EL SORTEO Y LA JOVEN

Veintidós de diciembre de 2000.
Próxima a nuestra oficina se oyó una sirena, como un maullido doloroso, podría ser una ambulancia o un coche de la policía que pasaba próxima a nuestra oficina.
Como tantas veces.
Al poco, desde la radio (cómo no, la radio, maravilloso invento, casi tan importante como internet) Alfredo Matesanz dio la noticia. Se acababa de producir un asesinato en Segovia. No es que sea algo infrecuente en el mundo, por desgracia, pero en Segovia, sin embargo, es noticia poderosa, noticia que durante las siguientes jornadas llenó y llenó las páginas de los diarios locales y las ondas de las emisoras de radio y de televisión. Pero aquel día fue un leve eco oscuro, inaudible en medio del griterío de las risotadas y los brindis con cava.
Con el tiempo nos fuimos enterando de los detalles. La víctima y su verdugo eran compañeros de estudios. Ambos se formaban en la universidad SEK, donde aprendían Arte. Cristina, volvía a devolver los libros que le habían prestado en la biblioteca de la Diputación. Desde el lugar donde se ubica la universidad, acortó por unas escaleras que acceden a la zona murada, atravesando el lienzo nordeste de la muralla. Es una zona agreste y solitaria, escondida y umbría, adecuada para los besos y los nidos de los pájaros. Su asesino se defendió en el juicio diciendo que ella no había compartido con él apuntes, o libros o algo así.
Nada.
La lluvia de la mañana empapaba aquel cadáver joven y limpiaba la sangre que la navaja había demarrado. Los libros, también ensangrentados, yacían junto a ella. La navaja que empuñaran las malditas manos, se escondía entre la basura de un contenedor de la Plaza Diaz Sanz, casi rozaba los sillares del Acueducto...
Aquel día Segovia apareció toda hermosa, pero triste, en todos los medios de comunicación nacional. Pero sólo una periodista, que hoy es princesa, como de pasada, comentó que había habido un crimen en Segovia. Importaba otra cosa.
Veintidós de diciembre de 2008.
Esta mañana, cuando iba a la oficina, he saludado, como cada lunes, al hombre que, junto con su mujer, limpia el portal y la escalera de nuestra casa. Bueno de nuestra casa y de todas las casas de nuestra calle, y de unas cuantas casas más de Segovia. Cada lunes y cada jueves, después de cerrar la puerta de nuestra vivienda es a la primera persona a la que saludo.
Por edad no debería darse la paliza que se pega abrillantando cristales, cambiando bombillas, sacudiendo alfombras, barriendo portales. Ella va detrás de él, friega y friega suelos.
Les conocí un poco mejor, allá por la primavera de 2006, cuando retorné a casa, después de aquellos meses pasados en esa especie de destierro voluntario o huida del caos y la amenaza. Al volver, y después de siete meses de ausencias y tras haber pintado el piso, les pedí que me hicieran una limpieza a fondo. Quise que la reentrada en nuestro territorio más íntimo fuese como la llegada a un universo nuevo.
Este matrimonio vive la pesadilla de la amputación de una parte del alma desde el veintidós de diciembre de 2000, desde el día del sorteo navideño de aquel año, hoy ha hecho nueve sorteos de aquello. Hoy, como cada veintidós de diciembre, es el peor día de su vida.
Aquella mañana no hacía mucho frío en Segovia. Hoy tampoco. Llovía a mares. Hoy el sol brilla invencible. Era una jornada entre lánguida y perezosa. Los niños de San Ildefonso cantaron el gordo, 49740, y de inmediato (cosas de la informática) se supo que había sido vendido íntegramente en Segovia.
A nosotros no nos tocó, claro.
Pero había algo de pesantez melancólica en la jornada. Más allá de la desilusión que nos produjo no haber sido los afortunados poseedores de un décimo o participación con aquellos dígitos situados en el mismo orden, más allá de la presencia abrumadora de una lluvia incómoda, más allá del agujero que se reaviva en el alma cuando se aproximan las navidades, había algo de inquietud silenciosa en el ambiente.
A estas horas, unos cuantos afortunados en España todavía festejarán alborozados que el azar haya unido dos bolitas en un mismo punto, que dos dedos casi infantiles las hayan alzado y hayan proclamado a los cuatro vientos: un número y a continuación la expresión, tres millones de euros.
Una barbaridad.

2 comentarios:

S.C. dijo...

Muy fuerte fue aquello.
Pobres padres.

Y encima el gordo cayó aquí, y como bien dices, "no nos tocó, claro".

arquitecturach dijo...

La lotería no nos toca, jugamos pero no toca;tenemos mucha suerte!!!