jueves, 18 de diciembre de 2008

LA SOMBRA (capítulo segundo)


Prometí tenerles informados sobre la sombra que me perseguía. Sé que he tardado algún tiempo, pero aquí estoy, para cumplir con mi promesa…
No les engañaré: la sombra continuó acechándome. Lo hacía con discreción, tanto que parecía distraída, como si no me vigilara. Pero no pudo engañarme. En su superficie oscura se percibía una especie de tensión muscular (sé que es algo poco probable, pero se trata de que me entiendan), similar a la simulación que usan los felinos cuando escrutan a la manada de gacelas para encontrar a la despistada, a la enferma, a la débil, a la lesionada o a la melancólica. ¿Qué quiere que les diga? ¿La verdad? De acuerdo, no mentiré, pero les ruego que no me llamen fanfarrón o cosas por el estilo: se notaba que era una sombra inexperta en esto de ir por el mundo sin cuerpo al que permanecer atada. Cómo decir. ¿Si pasaran por delante de un puesto de frutas y se dieran cuenta de que a su paso, un mozalbete que por allí cazcalea esconde velozmente las manos detrás de su espalda, levanta la cabeza y silla, qué pensarían? Pues algo así me pasaba a mí con la sombra. No había duda: tramaba algo.
Cuando supe que no me podía engañar, decidí tenderle una trampa.
A esas alturas, como es fácil discernir, ya me había tranquilizado lo suficiente para olvidarme de la paranoia extraña que me acometió el primer día que me di cuenta de esa presencia inasible y oscura (Para quien se lo perdiera por razones diversas: ver o repasar entrada correspondiente al martes tres de diciembre titulada La sombra (capítulo primero)).
Tender una trampa a una sombra es difícil. Por definición la sombra es inmaterial, escurridiza y mutable; sin duda es la criatura que mejor se camufla: basta con que encuentre el alero de un tejado para escurrirse sin ser vista, o que una nube decida peinarse delante del sol o que el sol se vista con ese manto gris oscuro con que se cubre del frío en el invierno.
(Hablo obviamente de sombras urbanitas o sombras boscosas. Una sombra desértica o ártica lo tiene complicado, allí no puede disimular, ni trabajar en el anonimato, salvo que lo haga en la noche... Aunque de la noche mejor no hablaremos, pues se trata de su hábitat preferido tal y como demuestra el interesante estudio sobre las costumbres de las sombras elaborado por el profesor John Black Shadow de la Universidad de Carolina del Norte; en eso, afirma el mencionado y refutado zoólogo, se asemejan a los vampiros, a los gatos… y a los sueños…).
Por eso me extrañó que esa sombra sin cuerpo anduviera con tanta molicie, calma y sosiego en mitad del día. A pocos metros de mí: lo suficientemente cerca para que cualquiera se percatara de que algo pretendía de mí, pero lo suficientemente lejos para saber que no era mi sombra, quien, dicho sea de paso, andaba bastante amedrentada.
Llegados a este extremo aclararé algunas cuestiones. Amplié un poco más el espectro de mis preguntas, respecto de las primeras dudas que me acecharon, y a eso me dediqué un tiempo:
Uno: ¿Qué objetivo perseguía la sombra? Dos: ¿Qué pensaba mi propia sombra, la de toda la vida, la que envejecía conmigo, sobre aquella presencia tan oscura como ella misma? Tres: ¿Qué había sido del cuerpo al que perteneció aquella sombra? Cuatro: ¿Actuaba sola, quiero decir, la iniciativa era suya o cumplía órdenes?
Intuí que meditar en estas preguntas, mejor dicho, reflexionar sobre las respuestas a estas preguntas, sería la base sobre la que asentar el futuro de mi investigación y el mejor modo de resolver el misterio que se encerraba detrás de aquel suceso que no sabía si era trascendental o, por el contrario, muy chusco.
Nunca he sido cartesiano en mis planteamientos, y menos en mis métodos, pero me obligué a ejercitarme en este modo de pensar. Incluso sospeché que me había convertido en un racionalista incurable, pues me apliqué al análisis frío y preciso del asunto sin piedad, sobre todo sin piedad de mí mismo.
Descubrí, por accidente esta es la verdad, no conviene que ahora me condecore con medallas que no obtuve en buena lid, que esta sombra no se atrevía a cruzar el umbral de la puerta de entrada a mi piso (un pequeño piso de alquiler, poco más que un apartamento) situado en una zona poco afortunada de Euritmia, hacia la mitad de la empinada calle Arcipreste de Hita. Fue mi sombra la autora de semejante hallazgo, por tanto a ella habría que atribuirle el mérito, pero, sin embargo, su descubrimiento fue una reacción involuntaria, irracional, como un estornudo o un suspiro: en cuanto abría la cerradura de la puerta del pisito y me recibía el desorden en el que entonces vivía tan a gusto, mi sombra dejaba de temblar, se esponjaba, por así decir, y se iba corriendo a la alfombra que tenía al pie de la cama, donde solía descansar cada noche, justo cuando yo me acostaba, ni una milésima de segundo antes.
Así que cuando estaba en casa podía estar tranquilo. Bueno, no tanto, puesto que era tan desasosegante para mi ánimo tener dos sombras, una por imperativo legal y la otra por razones aún imposibles de averiguar, como no tener ninguna cuando estaba en casa. De todos modos, esto último era más llevadero: bastaba asomarme al dormitorio (un tabuquillo estrecho en perpetuo desorden, salvo cuando yo sabía que recibiría alguna visita de ojos garzos) para contemplar a mi vieja compañera sosegada, por fin, después de una agotadora jornada. Yo diría que dormía como un bebé ahíto de leche, sonriente. Ustedes sabrán perdonarme la licencia.
En conclusión, puesto que hoy ya no explicaré nada más: mientras estaba en casa, podía meditar tranquilamente sobre el asunto, sin recibir ninguna interferencia. Aunque la sombra clandestina permaneciese en el rellano de la escalera, sabía, al menos entonces lo sabía, que no haría nada en ningún sentido, con independencia absoluta del camino que tomaran sus decisiones.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué cuernos! Venía huyendo de mis pensamientos que, indiscretos y pegajosos, se me habían adherido a las neuronas como se fija, tradicionalmente, el blando moco al dedo.
Imagen que debo reconocer desagradable pero muy funcional a mis necesidades de graficar mi fracaso, y justo en ese momento me vienes a atrapar con tu cuento como quien fija a su sombra a la obligación redonda del farol de amarra y a la espera de que el gesto corporativo de otra penumbra similar, la traslade hasta el próximo capítulo.

Adrián
¡Qué joder con la suerte! Zafo de la persecución y quedo encarcelado al piso habiendo trocado pegajosidad por inmovilidad. Digo yo, aún comprendiendo que he hecho un descansado negocio, faltará mucho para mi salvataje?