sábado, 31 de enero de 2009

LA FABRIL CERERA


La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Junio

Por fin cruzó el viejo portón. Al hacerlo, sus ojos quedaron sorprendidos, casi aturdidos, equivocados, mejor dicho extraviados. Lo que vio allá dentro no era lo que recordaba de sus anteriores visitas a la cerera.
Sería injusto calificar de pérdida o ingratitud hacia su juventud que la contemplación de un amplio local remozado, luminoso y limpio, le llenara el recuerdo de una fugaz sensación de traición o desasosiego. Su mente racional le decía que no era para tanto, pero la evocación, cual golondrina asustada, se golpeaba contra el cuadro de la remembranza que, de pronto, le habían extirpado de la memoria. La ausencia de olor a cera, la ausencia de oscuridad, la ausencia del crujido de la madera bajo sus pies, el tamo que ululaba a su alrededor como fantasma amistoso, suponían una irracional afrenta inexplicable. Ni siquiera podía extraer del archivo de su nostalgia la indumentaria casi aséptica del operario, encargado o dueño que le atendía (no había otra persona que le pudiera haber escuchado, al menos sus ojos no lo atisbaron durante aquellos minutos). Por más que escarbaba en el pasado, algo ansioso, no encontraba un fotograma, aunque fuera desvaído o confuso o desvelado, donde confrontar la inmaculada bata blanca de fámulo de farmacia u operador de laboratorio o médico de cabecera que colgaba de su mezquina estructura ósea el enteco hombre de franca sonrisa, mosca bajo el labio inferior, escaso pelo que, sin embargo, cubría todo su pequeño cráneo, casi una perfecta esfera, apenas ovoide, y mirada acogedora que se asomaba tras el balcón oscuro de unas gafas cuya montura negra, sólo en su parte superior, sujetaba al cristal de apariencia leve, casi invisible.
No estaba preparado su ánimo para tanta modernidad, para tanta limpieza, para tanta pulcritud. Su pasado había sufrido una amputación, y a causa de esa pérdida de referente había entrado en caída libre sin paracaídas. Había perdido pie y se hundía en un marasmo de confusión. Estaba en la Fabril Cerera, la de toda la vida, la que antaño había visitado tres o cuatro veces, cinco o seis todo lo más.
Había atravesado la calle del Licenciado Peralta sin mayor novedad, lamentando o maldiciendo, como siempre, que nadie obligara a decapitar los cables negros que volaban para cruzar de fachada a fachada, destrozando la perspectiva estrecha de una misteriosa calle renacentista. Había llegado, sin novedad, a pesar de sus lamentos, al portal con vocación de zaguán, de un edificio antiguo y, por tanto, sinuoso en su concepción escasamente racionalista, por suerte para los sentidos.
Pero al abrir la vieja puerta emprendió y concluyó un vertiginoso viaje al futuro para el que nadie le había preparado. Todo era demasiado limpio, todo estaba demasiado organizado. El viejo suelo de tarima (una irresponsabilidad manifiesta, por cuanto un incendio casual o intencionado, cosa no muy complicada en un negocio que se dedica a la fabricación de velas, ya se sabe que no hay más cera que la que arde, hubiera aniquilado el lugar) había sido sustituido por rojizas losas de terrazo muy poroso. El espacio, de pronto, era diáfano y luminoso, no existía la sensación de oscuridad que perduraba en las neuronas encargadas de archivar el pasado. Lo más probable es que el ventanal que se abría al fondo, un ventanal con vocación de puerta, quizá una puerta acristalada que comunicaba con un patio, antaño estuviese tapiado o porticado o cancelado. Barruntó que el operario, encargado o dueño (o las tres cosas en una sola persona), intuía algo extraño en su mirada: quizá un desvalimiento infantil, una desilusión, una leve frustración; sin que mediara pregunta (a tanto no llegaba su afán por dejar constancia de la alevosía que aquel amplio local suponía para el recuerdo de su juventud) le explicó que todas las instalaciones se habían reformado después de que la techumbre se les hundiera. Utilizó el plural, a pesar de que su presencia era la única en el local que rompía su previsible o deseable silencio con la compañía de una radio. Aquella explicación no solicitada tuvo la virtud de eliminar el vértigo, la sensación de derrumbe. Ya no había posibilidad de confusión. Estaba donde quería estar que era el mismo lugar que había conocido en su juventud, aquellas tres o cuatro visitas casi fugaces, cinco o seis, quizá… Todo lo que su memoria había guardado como recuerdo ya sólo habitaría en su capacidad para evocar. Un accidente, del que recordaba alguna vaga línea en la prensa local, justificaba que las imágenes pretéritas no se correspondieran con las del presente, aunque era probable que se imaginara aquel recuerdo para no tener más problemas con su juventud, más que con su memoria.
Aquel hombre de baja estatura, aunque trabajara en la soledad, no era amigo de esa dama blanca. Enseguida hablaba y refería cosas. Ni siquiera hacía falta una pregunta, una insinuación era suficiente para que hablase y explicase y refiriese. Aún así no podría afirmarse su condición de parlanchín, salvo que se quisiera ofender o forzar a la verdad. Contestaba o comentaba cernido al asunto y yendo al grano.
Las velas, cirios, hachones, velones, lamparillas... salpicaban su vista. Unas aparecían en formación militar, otras como si cazcalearan por una concurrida calle estrecha, otras tumbadas se echaban la siesta, otras colgadas de barras parecían péndulos estáticos, poderosa contradicción. Sin embargo, predominaba la sensación de escasez, como si el negocio no estuviera en sus mejores momentos históricos. Pensó él que la proliferación de artículos eléctricos más limpios que el humo de las velas, había sido una dura estocada para esta pequeña industria. Pero estaba en un error, el hombre que le atendía le explicó que vendían más que nunca, aunque las iglesias ya no eran el principal destino de aquellas creaciones. Sus clientes más asiduos eran ahora hoteles, restaurantes e incluso particulares que, cada vez más, colocan velas por sus casas.
Se decidió por las blancas velas más historiadas. Suponía que sus sobrinos, con los años, le agradecerían la elección. Aquel hombre, sin duda avezado en su oficio, le dijo que esa misma vela del bautismo era la que más tarde se utilizaría durante la ceremonia de su primera comunión.
El recuerdo de las dos ceremonias de la primera comunión de sus hijas fue suficiente para escoger lo que escogió. Cuando sus hijas, vestidas de blanco por dentro del alma y por fuera de la piel, empuñaron el pequeño cirio pascual de su bautismo, hubo excesivo anacronismo en aquel gesto desproporcionado, en el que las manos infantiles, más que sujetar, cargaban. Los otros niños y niñas que estaban con ellas portaban velas más apropiadas a su edad. Ese sólo recuerdo le evitó elegir la más austera vela. Se decantó por dos de cera blanca con rizos airosos en dos puntos de su superficie y con unas florecillas secas adheridas a ella. Le parecieron carísimas, pero, como siempre, pagó en silencio.
Camino de la salida, vio que el dueño, ya no había duda de su condición de propietario, había sido objeto de varios reportajes en la prensa local a lo largo de los años. En ellos se veía al mismo individuo, Arrayán lo llamaban, afanoso sobre la cera mientras elaboraba sus velas... Quizá, después de todo, el vaporoso recuerdo de aquellos renglones no fuera pura invención o puente entre su memoria y sus ojos. Por lo que fugazmente distinguió de los titulares, su tarea poseía el don de la permanencia, y como su oficio no abundaba en el resto del país, sus trabajos llegaban a casi todas partes de la Península. No se detuvo en el contenido de los artículos, pues la prisa le acuciaba. El reverbero árabe del nombre le había sorprendido. Había una suerte de anacronismo o improbabilidad en que un hombre con semejante apellido acabara en un negocio tan relacionado, al menos en principio, con lo eclesiástico. Aquel sonoro apellido daba incluso para formular otras preguntas, para indagar un poco en su pasado, para fantasear con aventuras amorosas, con conversiones prodigiosas u obligadas…
Cuando Arrayán le entregó las vueltas comprobó que en sus finos dedos flexibles, sin duda bien dispuestos para modelar y manipular la cera, lucía una estrecha alianza. Y pensó, por una extraña asociación de ideas, que aquellos delgados y elásticos dedos, serían expertos acariciadores de carne femenina…

viernes, 30 de enero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo séptimo)


Me pareció que sucedía, pero no estuve muy seguro hasta el momento en que entré en casa.
El ruido habitual de mi oficina me impidió llegar a cerciorarme del asunto. Les pido por favor que se imaginen la batahola habitual que nos rodea. ¿No se lo imaginan...? Les ayudaré. El zumbido monótono de las torres de los ordenadores; el agudo tirorí-tirorí-tirorí de los teléfonos; el ras-ras-ras-ras de las impresoras; los ‘dígame’, ‘lo siento no puedo ayudarle’, ‘tiene usted que esperar que lo resuelva el jefe del negociado’, ‘en unos días vuelva a llamar, que mi compañera está enferma y es quien lleva su asunto’; las melodías enlatadas de los móviles que sonaban, de vez en cuando, accionados desde otro punto de la ciudad por hijos adolescentes que tenían que resolver trascendentales problemas: ‘¿Qué vamos a comer hoy?’, ‘¿Dónde están los tenedores…?’, ‘¿Me has planchado los vaqueros grises, es que esta tarde he quedado y no tengo nada que ponerme…?’; las conversaciones entre compañeros: ‘Pues a mí me parece que el segundo gol fue en fuera de juego’, ‘¿Habéis visto la última movida de los hijos de la cantante con el tema de la herencia de la pobre madre?’; los portazos cuando alguien entra o sale; el fragor lejano del tráfico que cruza el Paseo de Las Olmas... Y, ¿para qué negarlo?, el efecto suavemente narcótico del aguardiente que me había metido entre pecho y espalda en el bar de Sebastián.
Durante el trayecto de vuelta a casa, todavía fue peor: el ruido acrecía de tal modo que era imposible escuchar algo tan sutil, poco más que el cascabeleo del agua de una fuente lejana
Pero al llegar, con la vivienda ya invadida por el silencio de la siesta, supe que no había sido una mala pasada provocada por mi imaginación. Había notado como si unas voces lejanas susurraran muy bajito. Al principio, ya digo, no lo tomé muy en serio. Pero a medida que se repetía la sensación, iba aumentando mi interés… Iba a escribir que aumentaba mi extrañeza, pero en mí no podía actuar semejante sentimiento, puesto que ya sabía que la sombra solitaria, la sombra expectante, la sombra vigilante, se había abrazado a mi vieja sombra.
El caso es que hasta que no regresé a la soledad de mi piso de soltero (al que no le vendría mal una limpieza), no pude prestar atención a aquellos susurros.
Siendo sinceros, creí que nunca podría enterarme del contenido de sus palabras porque, inocente de mí, creí que la penumbra invasora, al llegar ante la puerta se quedaría en el descansillo de la escalera, como durante la madrugada anterior. Pero no sucedió así.
Ambas siluetas, en cuanto que los tres cruzamos el cerco y cerré, se descosieron de mis talones, como si se quitaran un húmedo abrigo pesado. Me quedé sin sombra, nuevamente[1]. Pero esta vez no fueron a la alfombra que acaricia mis pies cuando me levantó de la cama, sino que se escondieron en las entrañas de las zonas más penumbrosas de la casa.
Era inútil que las siguiera. En cuanto estaba lo suficientemente cerca de ellas, las veía deslizarse en busca de otro lugar donde también se pudieran diluir sus tonos brunos con la grisura que en el suelo o en las paredes producían los objetos, los muebles, las mesas, las sillas.
En ningún caso llegué a escuchar con nitidez sus palabras. Ni siquiera estoy completamente seguro de haber entendido lo que me pareció entender. Aunque, como se verá en su momento, esto no tuvo ninguna importancia. Quizá sólo fue mi imaginación. Supongo que las sombras, por mucho que una de ellas haya crecido conmigo desde el día en que nací (¿estaba conmigo desde mi concepción? Mejor no echemos más leña al fuego sobre debates embrionarios), no estoy seguro de que emplearan el español (o castellano) a la hora de dialogar entre sí. Probablemente hablarían el shady, tal y como denominó al idioma de las siluetas el mentado John Black Shadow.
(La traducción literal de shady, como es bien sabido, sería ‘sombreado’, aunque bajo mi criterio, en caso de tener que verter tal palabra a nuestro idioma, cosa no necesaria a mi parecer, yo votaría por sombrío. En esto, el afamado estudioso del mundo de las sombras, barrió para casa o arrimó el ascua a su sardina, como se dice popularmente, y se quiso dar excesivo protagonismo, ya que al seleccionar este nombre para bautizar el idioma de las penumbras, de modo poco sutil se citó a sí mismo, lo que no es completamente ético. Quizá hubiera sido más apropiado utilizar un neologismo del tipo darknessword o, mejor aún, darknessh, pero su inicial propuesta fue aceptada por el resto de expertos y así ha quedado para siempre).
Sea como fuere, el caso es que mis neuronas interpretaron como frase de tres palabras unos sonidos que llegaron a mis orejas, atravesaron el pabellón auricular, percutieron sobre el martillo, el yunque, la apófisis lenticular, el estribo, se asomaron a la ventana oval y saltaron sobre el tímpano cayendo hacia el caracol, donde dieron vueltas hasta llegar al nervio auditivo que transmitió a mi cerebro esta idea salida de los labios de la sombra invasora: 'Será esta noche'.
En ese momento no podía saber si era cierto o no lo que había llegado hasta mi cerebro. Intenté tranquilizarme. Razoné como pude acerca de la imposibilidad de que yo hubiera entendido nada del shady, pero ya saben ustedes las cosas del cerebro y de la voluntad y de la imaginación.
Aquel susurro, el único que había interpretado de los pocos que escuché, se clavó en mi conciencia como una amenaza.
Lo peor del asunto es que a penas eran las tres y cuarto de la tarde y que había algo obvio en esa frase tan breve: la noche es el territorio más adecuado para las sombras.
Como bien suponen, esa frase la pude adivinar, porque fue la primera que dijeron en mi casa, después de refugiarse tras el hueco del cuadro que hay a la entrada de mi piso (una deleznable reproducción de un deleznable bodegón de unas deleznables flores de plástico, que por pereza no tiro a la basura). Después de aquello, todo lo que hablaron entre ellas, que fue mucho, quedó sin registrar en mi cabeza, y no porque no pusiera empeño en lo contrario. Fue una tarde agotadora. En cuanto me acercaba a donde suponía que estaban mis dos siluetas, primero cesaba su bisbiseo, luego se deslizaban veloces, y después volvían a esconderse. Yo actuaba como un sabueso auditivo y no olfativo. Cuando percibía la dirección de los susurros me acercaba lenta y sigilosamente; pero era imposible sorprenderlas, siempre caían en la cuenta a tiempo. Y enmudecían, y se deslizaban y desaparecían de mi vista, camufladas entre la turbamulta de sombras, que a medida que avanzaban las agujas del reloj fortalecían su musculatura inasible. Se acercaba el ocaso...
Será esta noche, será esta noche.
Qué quieren que les diga: mi corazón galopaba desenfrenado.
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[1] Para evitar suspicacias, el autor deja constancia en este punto que el cortometraje de animación publicado antesdeayer por el diario El País en su sección de cultura y titulado La increíble historia del hombre sin sombra que opta al Premio Goya 2009 en dicha categoría, ni ha inspirado ni ha conducido este relato. Hasta ayer no tuve noticia de su existencia. Más aún, una vez visto, diré un par de cosas. Primera: el corto me ha gustado. Segunda: el desenlace de este relato nada tiene que ver con el del film de dibujos animados (sirva esta pista para los más impacientes). En la película de dibujos animados es el diablo quien despoja de su sombra a un pobre hombre, a cambio de dinero… En el caso de esta historia, nuestro relator, como ha sido bien comprobado por los lectores, no es que se quede sin sombra, sino que llega a tener dos. Por lo demás, como he dejado dicho en algún comentario, a pesar de lo que se piense, en este instante el autor está como el propio lector, o es un lector más, pues lo último que conoce con certeza de esta extraña peripecia es lo publicado hasta la fecha.

jueves, 29 de enero de 2009

JOHANN SEBASTIAN BACH


“Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba unos momentos horribles cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados a nuestras ocupaciones y sin embargo, presentía que estaba solo por encima de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. (…). Los grandes son siempre solitarios, por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.”
(La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach).

No es difícil imaginar el cuadro. Allá en Leipzig la noche cerrada. Las débiles llamas de las velas o hachones iluminando la escena. Los hijos más pequeños jugueteando, poco antes de acostarse, los mayores quizá leyendo, Ana Magdalena, su segunda esposa, repasando algo de la ropa de toda la prole (muy numerosa por cierto, pues los hijos del primer matrimonio habido con Bárbara vivían con ellos), tras una agotadora jornada para que aquel hogar funcionara. De vez en cuando, ella alzaría los ojos de la labor y contemplaría la cabeza de su marido (supongo que sin su pelucón blanco, el que aparece en el retrato que ilustra esta entrada, y que hizo que uno de sus hijos le apodara el Viejo Peluca) ocupada en pensamientos que para ella (y para la mayoría de los mortales) eran entelequias inalcanzables.
Allá, en medio de las conversaciones más o menos pausadas de la noche, en las que se comentarían los sucesos de la jornada, él permanecía como ausente, como abandonado, como si hubiera sido abducido por una mente más poderosa que la suya. La música fluía en su cabeza con la misma naturalidad con la que en el resto fluyen otro tipo de ideas.
No me cuesta trabajo imaginármelo siempre en silencio, con el gesto serio, con la mirada como perdida en algún impreciso punto del espacio, o bien fija en el papel pautado, ajeno a toda la bullanga de su alrededor. No me cuesta verle escarbando en lo más hondo de sus ideas para encontrar la nota precisa que cerrase de modo perfecto tal o cual compás, escuchando, de antemano, el resultado en su cabeza. Me es sencillo hacerle visible con papeles a un lado y a otro, manejando textos bíblicos o poemas de piadosos luteranos alemanes que le servían de soporte para crear esas cantatas que al domingo siguiente resonaban como parte de la liturgia dominical de la iglesia de Santo Tomás. Ahí está sintiendo cómo brota de algún lugar recóndito esa melodía que definirá para los siglos la idea de aire, o la ilusión del agua pura y transparente. Ahí le tenéis, más que ausente abandonado, remontando el vuelo sobre todo humano que a su lado respira.
Después de unos doscientos cincuenta y ocho años desde su muerte, aún su música resuena con la misma vitalidad de antaño.
Y tiene la virtud de continuar su tarea creadora o recreadora.
Tal fue su fuerza, que a mí me inspiró un libro entero de poemas. No es que mis versos se puedan acercar siquiera un poco a la música del Maestro de Leipzig, lo que digo es que es tal su potencia generatriz, que a mí me removió la conciencia hasta ese punto. Yo, que siempre había huido de los versos más clásicos, gracias a él, a su música, me adentré en la musicalidad de los endecasílabos.
A modo de ejempolo os dejo estos versos surgidos tras escuchar una de las partes del segundo volumen de El Clave bien temperado:
Sentado, escucho el canto de tus labios, y la primera nota me estremece.
Mejor sonrisa que la tuya, viva, aguja cenital de la mañana,
no hay nada en todo el universo extenso.
Mejor caricia que la tuya, viva, faro brillante en medio de la noche,
no hay nada en todo el universo extenso.
Mejor fragancia que la tuya, viva, dichoso címbalo de los ocasos,
no hay nada en todo el universo extenso.
Afortunado soy, pues si amanece, tú me sonríes con esa sonrisa,
aguja cenital de la mañana.
Afortunado soy, pues en la noche siento tus dulces dedos en mi piel,
faros brillantes de la madrugada.
Afortunado soy, pues en la tarde el fresco aroma que despides siempre,
repiquetea intenso en mi cerebro, dichoso címbalo de mis ocasos.
(Poema VII, número 13 de Eterna Luz sonara.
Poemario inédito inspirado en obras de Johann Sebastian Bach)

miércoles, 28 de enero de 2009

MAÑANA FESTIVA

Le había dicho que trajese, además de la prensa, media docena de pasteles. Tras la madrugada, la mañana se merecía una inauguración especial. Cuando hojeó los titulares, llevaba aún prendida de los labios la calidez de su beso de despedida. Mientras el quiosquero le daba las vueltas, pensó que se había equivocado de día. Comprobó la fecha de la cabecera del rotativo con los dígitos del calendario de su reloj. ¿Era posible semejante coincidencia? Se extrañó que en el mundo persistiese el sufrimiento y el mal galopase aún sin oposición, y tanto horror sin que sus latidos se dieran por enterados. Sospechó habitar un mal sueño. Voló hacia su casa. El olor a café recién hecho subrayó la desnudez, no solo de la sonrisa, con que le recibió. Volvió a temer protagonizar una pesadilla, esta vez contradictoria, pues la intensidad del sentimiento de gozo era inabarcable. Pero un nuevo beso suyo le recordó el anterior, pues su sabor era inconfundible. Comprendió, al mirarse tan despacio, que en el mundo, a pesar de todos los periódicos, siempre hay hueco para el amor y que los titulares de la prensa normalmente no afectan al corazón(1).

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(1) Cuestión a pie de página: El autor pensó utilizar los nombres de dos personajes en el relato. Pero no encontró el lugar adecuado. En uno de los repasos se dio cuenta de lo siguiente: sobraban los nombres.
El texto funcionaba sin problemas si escribía Alberto y Lucía, por ejemplo. O en orden inverso, es decir, que el contenido era similar si Lucía era quien compraba la prensa y los pasteles.
Los siguientes pasos fueron vertiginosos. ¿Y si Alberto esperaba a que Daniel trajese la prensa y los pasteles? ¿Y si era Lucía la que recordaba el sabor del beso de Azucena? ¿Y si cada lector@ se imagina que espera la llegada de su pareja, mientras el aroma del café inunda su piel desnuda...?

martes, 27 de enero de 2009

ALERGIA A LA VIDA.

Escribe Mario Benedetti:
y no obstante siempe hay quien se resiste a irse sin gozar, /sin apogeos sin brevísimas cúspides de gloria sin periquetes de felicidad
Ojalá que fuera así, ojalá en todos los casos, ojalá que fuera siempre.
Aunque también conozco a gentes que les ocurre lo contrario, que repelen la felicidad, que la suprimirían no sólo del diccionario, sino de la vida. Y eso que todos sabemos, pues la experiencia es contumaz en esto, que la felicidad absoluta es imposible de disfrutar.
Cualquiera podría decirme: oye, allá cada uno con lo suyo, que cada quien interprete la vida (o sea la viva) del modo que elija. No eres nadie para meterte en eso.
Sólo faltaba, nada que oponer a semejante afirmación. Dios me libre de intentar tiranizar a nadie con la imposición de ser feliz u obligar a la pobre gente a disfrutar de sus apogeos u ordenar mediante decreto ley que busquen y rebusquen sus brevísimas cúspides de gloria. Dios me libre, digo.
El problema es, por el contrario, que su alergia a la vida, casi siempre afecta a quienes tienen alrededor y, a eso no tienen derecho en ningún caso, creo yo.
He visto y padecido en más ocasiones de las que parece su rictus trascendente ocupando su efigie en cualquier circunstancia; he comprobado una y otra vez esa incapacidad para la sonrisa, salvo la tipificada en la lengua coloquial como perdonavidas; he sido testigo involuntario de la atracción que sienten hacia lo morboso (sobre todo cuando tiene que ver con su propia salud); he intentado huir de esa nube de dolor y tristeza que les envuelve y que acaba por inundarnos; he saboreado su halo justiciero del que emanan gracias y condenas; he sido traspasado por esa mirada crítica al percibir el irrefrenable deseo de disfrutar lo que la vida nos ofrece.
Ellos eliminarían la sonrisa de los niños, los juguetes y los recreos, los chistes, las canciones y las pérdidas de tiempo, la literatura, los perezosos paseos solitarios y las flores, los sueños, las caricias y los juegos. Sólo permitirían sesudas conferencias, áridos discursos, temas trascendentes, conversaciones tristes, esquelas funerarias y programas que explicaran la infinita variedad de ataúdes, lápidas y nichos. Esos pesimistas extremos que únicamente recelan y critican y ponen pegas, esos amargados que se sienten afectados por cualquier comentario, pues son bastante suspicaces y se creen el centro del orbe, esos justos que son incapaces de ser magnánimos con el prójimo, esos alérgicos a la vida, digo, pueden resquebrajarse su psiqué como quieran, pero que disimulen con el resto de la humanidad.
No digo yo que tengan la obligación de ser tan ilusos como uno, que aún cree en los Reyes Magos, tal y como he acreditado en este bloc cibernético, pero al menos que no contagien su visión siempre negativa del mundo y de la vida o de ambos. Mejor aún, propongo que formen un club, y allí se junten y allí derramen sus pesimismos y sus miedos, sus complejos y sus angustias, sus críticas y sus alegatos contra nuestra superficialidad y depravación, contra nuestro optimismo y felicidad, contra nuestras sonrisas y nuestros sueños. Así, cuando regresen a nuestro lado, puesto que para su desgracia formarmos parte de él, lleguen aliviados de esa carga.
No es que ahora pretenda yo sugerir que el mundo es una maravilla, cual juguete que funciona bien en manos de un niño, y funciona bien siempre; no es que no sepa que las lágrimas cruzarán la extensión todas las mejillas muchas veces aún. No es que no vea que las dificultades acechan como fieras hambrientas en un desfiladero. No es que opine que con cuatro chistes se solucionan los problemas. No es que vaya a escribir una tesis sobre la importancia de los besos para solucionar el calentamiento global, aunque cualquiera sabe.
Lo que digo es que tenemos derecho a disfrutar de esos instantes para el goce, para el apogeo, para la brevísima cúspide de gloria, para los periquetes de felicidad.
Lo que digo es que ellos, los alérgicos a la vida, no tienen razón. Aunque el mundo sea un desastre, no tienen razón. Lo malo, y sé bien de qué hablo, es que, al final, esa alergia a la vida que, parodiando al viejo y sabio poeta uruguayo, consiste en que siempre hay gente que quiere irse sin gozar, es como un bumerán que concluye su ponzoñoso recorrido a la altura de su corazón y muchas veces acaba en la antesala de la depresión o de la paranoia, cuando no en alguna de ellas.
Y eso son palabras mayores.
Excesivas.

lunes, 26 de enero de 2009

CRÓNICA DOMINICAL

Momento del partido Gimnástica Segoviana-Almazán. Foto de Juan Martín El Adelantado digital

Después de un día como éste, no me queda más remedio que dar gracias al cielo.
Podría haber sido mucho peor, pero he llegado al final de la jornada indemne, que es mucho. Me espera la calidez limpia de las sábanas recién cambiadas, estoy agotado, que es lo mínimo que me podía pasar, pero antes de situarme en horizontal vengo aquí para hacer un resumen pormenorizado de la jornada:
  1. Para ser domingo me levanté excesivamente temprano, siete y cinco de la mañana, porque sonó el despertador. Grave error sólo imputable a mi torpeza, ya que, por la fuerza de la costumbre, se me olvidó que los domingos, como la inmensa mayoría de los ciudadanos de bien, no trabajo. A pesar de intentarlo con todas mis fuerzas, fui incapaz de volverme a dormir. Así que a las ocho y media me levanté, con dos sensaciones bien clavadas en el plexo solar: madrugar así en la jornada del descanso del Señor suena a pecado; las siguientes horas no presentaban halagüeñas perspectivas.
  2. Después de desayunar, como siempre, entré en la ducha, pero a mitad del asunto, el agua caliente me abandonó. Pensé que la caldera se había estropeado. Salí del baño aterido y con la sensación extraña que produce no haberse aclarado el jabón de la piel.
  3. Tuve miedo de despertar a mis vecinos quienes, más inteligentes que yo, a eso de las nueve de la mañana descansarían en su cama, así que decidí salir a darme una vuelta y comprar la prensa dominical. Ya tendría tiempo de averiguar por qué el agua caliente se había tornado congelada sin previo aviso.
  4. Al poco tiempo de estar en la calle, me sorprendió una granizada violenta, acompañada de un viento racheado y frío que terminó por romperme las frágiles varillas del pequeño paraguas que había sacado. (Aclaremos: cuando miré por la ventana ni llovía, ni granizaba, ni nevaba, ni el viento era exagerado. Como el aspecto del cielo era tan amenazante, decidí, por si acaso, sacar un paraguas pequeño).
  5. Cuando llegué al quiosco de prensa, ya estaba empapado, y lo que menos me apetecía era hablar con el quiosquero, pero el hombre, se conoce que aburrido y sabedor de mi antibarcelonismo, se dedicó a contarme las excelencias del partido de la víspera (el del sábado) en el que los culés, durante el segundo tiempo, desarbolaron la férrea defensa numantina. A pesar de mi mirada, adusta, esquiva y demoledora, se empeñó en repetirme los lances más destacados del partido que, por otra parte, ya había visto.
  6. La granizada arreció durante mi regreso con lo que llegué, literalmente, chorreando. Lo cual no hubiera sido excesivamente importante, si no hubiera comprobado, incluso antes de entrar en casa, las verdaderas circunstancias de que me quedara sin agua caliente durante la ducha. Según un vecino que andaba como loco escalera arriba escalera abajo, todo se debía a un falta de previsión de los administradores de la comunidad de vecinos y nos habíamos quedado sin gasóleo en el depósito. Conclusión: sin calefacción ni agua caliente como mínimo hasta el lunes. Además había otra información adjunta: que la caldera siga funcionando sin combustible puede originar averías en ésta, cuyo arreglo, a lo peor, no es sencillo. Recomendación: cumplamos con el precepto dominical y recemos. En unas horas veremos.
  7. Parte meteorológico: descenso moderado de las temperaturas. Precipitaciones esporádicas. Cota de nieve, en la zona del Sistema Central, a partir de los ochocientos metros de altitud.
  8. Cambiarse de ropa se hacía urgente, pero confundí urgencia con precipitación. Por culpa de tanta prisa, al quitarme el vaquero, el pie se enredó en los bajos de su pernera izquierda y caí de bruces al suelo. Por suerte, salvo el moretón que me saldrá en la rodilla, no pasó nada más, pero a punto estuve de padecer una lesión algo más grave, pues mi cara casi se estampa, antes de llegar al suelo, con el picaporte de la puerta del dormitorio... Y todo por no sentarme en la cama para quitarme los pantalones, que uno ya no es el joven atlético que fue.
  9. La lectura de los periódicos (una vez que se secaron mínimamente) supuso que entrara en una especie de depresión melancólica. Mejor me hubiera ido conectar con cualquier cadena de televisión o leer un libro, cualquiera, pero parece que un domingo sin prensa es un domingo huérfano.
  10. Doce muertos causados por el vendaval, de ellos cuatro niños catalanes. Los espías siguen a lo suyo y la culpa es de la prensa, parece. La Casa de la Moneda de Segovia, en plenas obras de restauración, se inunda, porque el Eresma rebosa su cauce. En la provincia de Segovia un árbol está a punto de matar a un conductor de un autobús de línea... Mejor no abrumaré con lo que ya es sabido.
  11. Después de comer algunos restos que naufragaban desde hacía unos días por la nevera acompañados de una lata de sardinas en tomate, me quedé dormido mientras veía un documental de La 2 de TVE sobre no sé qué país árabe. La siesta me hubiera venido bien, sino llega a ser porque me quedé muy frío y porque el cuello sufrió el rigor del peso de mi cabeza. Conclusión: dolor de cuello y sensación estomacal extraña, algo así como si hubiera comido un par de cochinillos y me costara hacer su digestión.
  12. Como el frío me acechaba igual dentro que fuera, y no era cuestión de acurrucarse en la cama antes de la cinco de la tarde, decidí subir a la Albuera para ver a la Gimnástica, cosa que hago escasísimas veces, debido a la climatología, el pobre juego en esta categoría y el uniforme de nuestro equipo local. Quizá fuera por mi presencia, aunque con el día que llevaba lo dudo, por fin la Sego rompió su mala racha y derrotó por tres goles a uno al Almazán de Soria. En realidad, antes del descanso ya ganaba dos a cero. La verdad es que la tarde ha sido horrible en lo climatológico y encima éramos cuatro gatos en el campo que está como si hubiera sido objetivo militar. Quiero decir, como si los bombardeos hubieran acertado en el muro que está en obras.
  13. Después del encuentro, ya en la zona de San Millán, antes de meterme nuevamente en casa, entré en un conocido bar a tomarme un buen café, bien caliente. Allí me encontré con una antigua amiga, cuyo nombre verdadero cambiaré por el de Circe y no es que esté dando pistas sobre ella, pues ni trabaja en el ramo de la moda, ni fue causante de mi malestar gástrico..., ni tiene los ojos verdes. Ni, por supuesto, yo soy Odiseo.
  14. Como unas cosas llevan a otras (ella también andaba sola), el café se convirtió en cubata y la vuelta a casa en una entelequia.
  15. Acabamos en la suya. Pero mejor no haber acudido hasta allí. Resumiré: segundas partes nunca fueron buenas. Salvo el primer beso, lo demás mejor olvidarlo. Y para eso, para el beso, digo, hubieron de pasar dos horas de insustancial cháchara retrospectiva, que concluyeron, para mi vergüenza, tras el mentado beso, en un sonoro bofetón que vino a poner fin al encuentro y a aclarar que estaba confundiendo los términos del encuentro. Gracias al bofetón supe que Circe tenía pareja estable que, por pura casualidad, no estaba en aquel piso. (¿Estoy muy desesperado, o ella no está muy a gusto con su pareja y a ultima hora le entraron remordimientos de conciencia...? Estoy muy desesperado)
  16. Espero que el frío que me está haciendo dudar de si mis pies son o no míos, o si en caso afirmativo todavía los tengo debajo de mis tobillos, no me impida el descanso nocturno, pues de lo contrario, mañana los del banco sólo sabrán de mí lo que les cuente por teléfono..., si es que no se me estropea...
  17. También pudiera suceder que el estómago acabara por declararse en rebeldía.
  18. ¿Y si Circe me llama arrepentida...?

domingo, 25 de enero de 2009

PENSAMIENTOS



Siempre que él le acariciaba con sus manos, lo que ocurrió con frecuencia durante el breve noviazgo, ella pensaba que eran fuertes y que podrían salvarla de cualquier peligro y que sostenida por ellas estaba segura. No percibió en su desmesurada pujanza el rescoldo oculto del espíritu de Otelo, le faltó sutilidad en la mirada. Por tanto nunca imaginó que el verdadero riesgo anidaba en ese vigor desmedido. Aquella tarde tampoco ese pensamiento afloró en sus neuronas, apenas fue el reflejo de un pétalo prendido en la mirada horrorizada.

sábado, 24 de enero de 2009

CONFESIONES

El río Tormes por la zona de Hoyo del Espino, serranía de Gredos, Ávila. Verano 2007

Supongo que todos os habréis fijado ya a estas alturas, pero el momento que he elegido para publicar estos comentarios es el que abre una jornada, esa hora con vocación de frontera en que los dígitos del nuevo día aparecen ante nuestros ojos, radiantes y limpios, casi imposibles, pues todavía nosotros vivimos la noche de la víspera.En fin, que comentaba que esta hora, a medias elegida y a medias impuesta por el propio ritmo cotidiano, es en la que el silencio arropa los corazones y hace que las distracciones sean mínimas...Ahora mismo, por ejemplo, para que la concentración en las palabras sea mayor, digamos que absoluta, escucho Las cuatro suites orquestales de Johan Sebastian Bach, mi músico favorito.
Viene esto a cuento de que tanta oscuridad, tanto silencio, tanta paz invita a la confesión íntima, a esas palabras susurradas que se dicen, no con el ánimo de proclamar o reivindicar una posición, sino con la idea de explicar quién es uno.
Y hoy ha habido un par de noticias, que no están en los titulares de los medios de comunicación, que me empujan a estas palabras.
En Italia un grupo de sordomudos ha denunciado haber sufrido abusos sexuales por parte de religiosos (incluidos sacerdotes) cuando eran niños. De la comisión de estos supuestos delitos, según refería el telediario de La Primera de TVE que es donde he oído la noticia, nadie podrá ser juzgado puesto que tal horrorosa afrenta ocurrió hace cincuenta años y los delitos han prescrito. Parece que denuncian ahora porque alguno de aquellos individuos sigue en activo y porque la postura de este Papa sobre el asunto, les ha animado a ello.
La otra noticia, su titular más bien, la he leído en El País. Allí se dice que los obispos catalanes consideran blasfemo el texto que figura en algunos autobuses de Barcelona. Ya sabéis esa propaganda escrita en los citados vehículos que afirma rotundamente: "Dios no existe, disfrutemos de la vida".
Quienes mejor me conocéis sabéis de mi ubicación en el sector de los creyentes cristianos. Y nadie ni nada me moverán de tal lugar.
Pero noticias de este tipo me impulsan a matizar en qué consiste dicha ubicación, porque uno, con humildad lo digo, no cree pertenecer a la misma creencia de quienes se rasgan las vestiduras, en pleno siglo XXI, porque otros ciudadanos paguen una publicidad que, sin ser ofensiva, hace pública confesión de su ateísmo. Al fin y al cabo una fe más: creen que Dios no existe o está en otros asuntos. Tampoco me puedo alinear con quien aprovechándose de los niños (internados en un colegio para sordomudos para más villanía) satisficieron de modo espurio sus apetitos sexuales.
No pertenezco al grupo, muy amplio, por cierto, que tiene asumido que Dios excluye a quienes piensan de modo diferente. Tampoco pertenezco al colectivo de quienes afirman que la dignidad del hombre es nacer, y morir de hambre a continuación, o vivir hambrientos (que puede ser peor). No me alineo con quien afirma que los homosexuales son perversos pecadores o enfermos recuperables. No pertenezco a la tribu de quienes van a las iglesias y son incapaces de atender las razones de quienes no las pisan. Tampoco me une nada a quienes piensan que la única verdad es la suya, y por tanto, han de imponerla a toda costa y de cualquier modo, violencia incluida. No opino que ejercer el sacerdocio sea contradictorio con vivir el amor humano. No soporto a quienes creen que la fe consiste en cumplir con ciertos rituales y esclavizar en el tercer mundo a otros seres humanos. No estoy de acuerdo con quienes confunden justicia y caridad. No me parece de hijos de Dios, no condenar con firmeza y a diario y sin desmayo la existencia de la pena de muerte, de la tortura, de la fabricación de armas, del tráfico de niños, de los niños soldados, de la prostitución infantil, del hambre en el mundo, de la falta de acceso a medicamentos porque las multinacionales poseen la patente y han de hacerse multimillonarias por ello...(oh, sacrosanto dios, dondinero).
Si siguiera os abrumaría.
Ahora conviene que me aclare.
No, no me considero mejor que ellos. Ya quisiera yo. Mi vida es un completo dislate en muchos sentidos y en muchos aspectos. La cantidad de cosas que hago mal, o que no hago, llenarían, no un parrafillo como el de arriba, sino un libro entero.
Y sin embargo, aún mantengo que creo en Dios, que soy cristiano. ¿Entonces...?
Me ahílo con los que creen que la tarea del creyente no es tanto la de rezar en el templo (que también), cuanto la de paliar el hambre, la sed, la desnudez, la ignorancia, la injusticia, la enfermedad, el abandono, la calumnia, la soledad, la marginación, el miedo... Esa es mi iglesia. No tanto la de los dogmas y las mitras, cuanto la que tiene las manos manchadas con barro y vida, y algunas llagas han pasado a su propio organismo. Y por no extenderme daré nombres: Teresa de Calcuta, Monseñor Casaldáliga, Leonardo Boff, Francisco de Asís, Erasmo de Rotterdam, Teresa de Jesús, Vicente de Paúl, Juan de la Cruz, Jesús de Nazaret...
Siempre he pensado que el rostro de Dios es inabarcable, inescrutable, inimaginable para el ser humano. Si acaso, nosotros estamos más cerca, pero, ay, estamos tan lejos. Cada día estoy más convencido de que alguna porción de ese rostro poliédrico e infinito de Dios también ha sido vista por musulmanes, judíos, hinduistas, brahamanes, animistas..., incluso ateos y agnósticos cuando, en vez de apuntar a lo alto, apuntan a la tierra para señalarnos la tarea que tenemos pendiente, esa por la que nos convertimos en colaboradores necesarios de la obra divina siempre en marcha, siempre creadora.
Cada vez que tomo mi Biblia y leo algún trozo, no llego a conclusiones distintas, sino que, por el contrario, descubro más razones para creer en el Dios de la misericordia, del amor, de la entrega, del silencio, de la paciencia, del susurro, del perdón, ese Dios que está en la brisa y no en el huracán, ese Dios que descansa y labora entre los humildes, ese Dios que sufre con quienes más sufren.
Diría, por ejemplo, que en música nadie, ni siquiera Bruckner, me ha aproximado mejor a ese Dios que Bach y como todos sabéis, el viejo gruñón de pelucón blanco, era luterano. Y, ¿sabéis una cosa?, desde que escucho más despacio su música, he descubierto que la que más habla de la divinidad no es la propiamente religiosa, sino la que supuestamente no lo es...
Cualquier día os hablo de un libro mío de poesía que me empujó a escribir tanta melodía tan sublime... Pero eso será otro día, otra confesión.
Espero no haberos aburrido.

viernes, 23 de enero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo sexto)

Y me senté. No había más remedio.
La paralización de mi sangre fue evidente, pero duró un instante..., dos..., tres..., ya.
En realidad no sentí nada, absolutamente nada. Mi sombra, la que envejecía conmigo dejó su tembleque convulso, y percibí en tal abandono una sensación de calma extraña, como cuando deja el vendaval de soplar repentinamente, casi un vacío que obliga a inspirar el aire con más ambición, no sea que nos quedemos sin él.
Probé a moverme en el asiento y tampoco sucedió nada. Mis compañeros de oficina no me prestaban ninguna atención, ni siquiera don Evencio lo hacía, es como si se le hubiera pasado el enfado por mi tardanza. Mis movimientos no sufrieron ninguna alteración. Nada había cambiado, en apariencia. Mis músculos no apreciaron un mayor peso que les empujara hacia la tierra, tampoco percibí ninguna invasión de ninguna clase.
Tendría que levantarme, ésa sería la solución para comprobar si ya mis talones disponían de dos sombras cosidas a su piel, si la sombra vigilante había fagocitado a mi vieja sombra o si las cosas continuaban como hasta ese momento.
Pero dada mi habitual costumbre de no moverme del sitio, salvo contadísimas excepciones relacionadas con la ingesta de algún café en el bar cercano, los presentes hubieran extrañado demasiado mi movimiento… Claro que si se me cayera algo, por ejemplo un bolígrafo…
¡Plof!
‘¡Cagüental...!’, exclamé, como si su caída hubiera sido uno de los mayores contratiempos que podía sufrir. Aquel exabrupto fue el escudo necesario para conseguir que la indiferencia de mis compañeros hacia mi persona no se moviera ni un ápice. El bolígrafo, azul obviamente, acabó debajo de la mesa. Este leve contratiempo me sirvió para agacharme (con evidente peligro para mis lumbares anquilosadas) y observar con lentitud la verdadera situación de mis sombras, sin ser fisgado por otros ojos, sobre todo los de Diana, quien desde que se empeñó en cortar nuestra relación, me miraba como quien contempla al futuro manipulador de la guillotina que sajará su lánguido cuello.
Durante unas décimas de segundo, tuve la sensación de que atravesaba un espacio definitivo.
Era curiosa la intensidad con la que vivía aquellos escasos minutos o segundos que habitualmente carecen de importancia, ya que no somos conscientes de su discurrir: algo cae al suelo, nos agachamos, o nos levantamos y nos agachamos, lo recogemos, volvemos a incorporarnos y nos volvemos a aposentar, y nuestro pensamiento sigue concentrado, o distraído, en cualquier otro asunto: unas piernas interminables, un gol impensable, una mirada inimaginable, un sueldo imposible, una luna inalcanzable, la resolución de un problema irresoluble. Entre tanto pensamiento, o distracción, sin darnos cuenta, los músculos de nuestro cuerpo se han contraído o elongado unas cuantas veces y semejantes movimientos, no lo olvidemos, son consecuencia de órdenes cerebrales a las que, sin embargo, nuestra voluntad es ajena. Pero aquella mañana, al poco tiempo de haber llegado tarde a la oficina, lo único que ocupaba mi cerebro era mi cuerpo, sus movimientos, por tanto la repercusión que tenían sobre mis sombras.
En ese momento me di cuenta de que no podía dejar de pensar en plural. Una noche de casi completo insomnio era suficiente para ello.
Ninguna de mis dos penumbras se movió.
La verdad es que la luz cenital y poderosa y blanca de la oficina no ayudaba en exceso a analizar sus respectivas situaciones. No había la suficiente perspectiva y parecían aplastadas o abrazadas o acurrucadas o confundidas la una sobre la otra. A pesar de ello, pude distinguir con nitidez que sus cabezas seguían siendo dos. Es decir, y por no ser exhaustivo en las explicaciones, como mal menor poseía una sombra bicéfala. Podría ocurrir que siguieran siendo dos espectros aún independientes, pero tal cosa no podía asegurarla.
Empezaba a necesitar un café, pero no como excusa, sino cual lenitivo para mi pobre cabeza que amenazaba con perder todo contacto con la realidad (que habitualmente era escaso, como van comprobando ustedes, sutiles lectores), y porque sabía que tras mis pasos saldrían mis compañeras oscuras, en cumplimiento de su destino.
'¿Te encuentras mal, Zanguango?' (Hacía tiempo que mi nombre no tenía la mayor importancia para ellos. Ni siquiera, ay, para Diana). La voz de don Evencio fue un verdadero salvavidas. 'La verdad, sí. Estoy mareado, quizá una bajada de tensión.' Su mirada adquirió las cualidades propias de una báscula de precisión para medir sin error hasta dónde había de cierto y hasta dónde de dramaturgia en mi afirmación. La mía fue, por el contrario, el trasunto contemporáneo de la de un pecador arrepentido cuando recitaba un viejo salmo ante el dios dubitativo entre premio o castigo. 'Quizá te convenga un café. Sólo faltaba que te desmayaras aquí. Anda, anda...'
Dejé de prestar atención a su voz, más bien chillona y destemplada. Volví apenas mis ojos, pero no hubiera hecho falta, mis dos siluetas (como verán en poco tiempo uno asimila hasta las informaciones más catastróficas) ya estaban a mi alcance. 'Ahora vuelvo', musité casi sólo para que me oyeran mis propios labios y salí, no muy deprisa, pues no convenía aparentar una recuperación tan rápida.
La cafetería de Sebastián está unos quince metros por debajo de la oficina. Demasiado cerca para que pudiera comprobar lo que necesitaba comprobar. ¿Y si me diera una vuelta hasta el Paseo de las Olmas y la iglesia de Santo Tomé? Siempre podría decir a don Evencio que antes de entrar en el bar preferí airearme, no fuera a ser que el aire viciado del humoso bar, fuera peor remedio.
Por suerte, de inmediato supe lo que buscaba: mis brunas compañeras seguían siendo dos sombras, pero ya no había distancia entre ellas. Es como si fueran de la mano, como si fueran pareja de enamorados cogidas de la cintura.
Esto me alivió, al menos por unos momentos.
Luego pensé que, quizá, el problema podría ser otro: el nuevo espectro quería robarme mi vieja sombra y convertirme en un hombre sin sombra. O peor aún, ¿sería el perfil de Diana que por orden de su cuerpo había decidido consumar su venganza?
Esta idea me turbó en mitad del paso de cebras. Dudé. Pero a pesar de las protestas de un par de conductores que me miraron como un perro guardián amenaza a un ladrón, giré en redondo y retrocedí hacia La Solana, la cafetería de Sebastián.
No, están ustedes equivocados, no le pedí un café cargado, oloroso y cálido, decidí que un buen aguardiente sería mejor para todo, sobre todo para mis neuronas que amenazaban con descuajaringarse dentro de mi cerebro.

jueves, 22 de enero de 2009

CONTRA EL VIENTO DE LA TARDE. (Poema en prosa)



Del poemario inédito Jirón de viento (Segovia, 2005)
Inútil dedicatoria a los inocentes muertos en Gaza.
In memoriam

Contra el viento de la tarde plúmbea serpea el cortejo enlutado, flébil, extendido en lo más recóndito del cosmos. El camino albo cansinamente parpadea por no libar lágrimas de caliza ausente. La perenne angustia de la nada se esfuerza por retener entre sus garfios metálicos, fríos, azabaches, el hálito de cada paso, las vahara­das de una noche ojival y negra y cercana donde podía caber un milagro luminoso, mas utópico. El afán no fue suficiente. Cargó la parca eterna con su guadaña oscura contra el corazón ínfimo, exánime, contra el postrer latido agónico, ya vacilante. Nadie quiso estar allí, aunque todos lo estuvieron dentro de cada neurona agarrotada, paralizada, asustada. Un grito, un quejido de desesperación, filtró su veneno inmisericorde, aunque impotente. A lo lejos, reposa como dormido el lecho de eternidad con cabellos carmesíes y nívea faz. Una fosa abierta trocará en cuna su infeliz destino. La hojarasca otoñal se agita en el último deseo de prorrogar el último suspiro. Nada es posible ya, todo está consumado y resta tan solo dejarse llenar por el dolor que todo lo sana, que todo lo cauteriza. Dos cipreses centenarios han encorvado su corpachón secular al contemplar el blanco ataúd en el lejano horizonte. La luna quiso llorar lágrimas argénteas. Ulula el viento entristecido. Una viejecita, cual cósmico signo de interrogación del universo, pliega sus cabellos plateados a la tierra. Mientras, una lágrima gris perla riega la cripta donde las alas del universo han detenido su caminar cotidiano para llenarse de dolor. Sufre la madre que recuerda con la exactitud de un espejo quebrado en su centro la calentura del amanecer, la angustia de millones de insectos haciendo inútiles cada una de las caricias, acaso rudas, pero llenas de la pasión maternal. Por fin, el sideral latido ha roto su indiferencia de dios olímpico y ha crujido en un estremecimiento, en un llanto que todo lo inunda. Nadie entiende tanto dolor, tanta angustia, tanta guerra. Contra lo imposible, serpea el cortejo endrino hacia el lecho de la eternidad de cabellos carmesíes y nívea faz, donde una fosa abierta trocará en cuna amable su infeliz destino de hediondos insectos fagocitadores. El unicornio azul, cernido sobre la cima del monte esmeralda, ha gemido con un relincho de cristal y oro y baja al galope para alzar hacia las estrellas al ser, pero solo el lirio vespertino sabe de su meta.

miércoles, 21 de enero de 2009

¿SERÁ CIERTO...?

Barack Obama jura sobre la misma biblia, que sostiene su mujer Michelle, en la que lo hizo Abraham Lincoln (Foto El País Digital)

Lo hemos visto todos. Su rostro enjuto y algo más tenso de lo habitual ha poblado las pantallas de las televisiones del mundo entero, su honda voz de barítono, nos ha llenado de tonos graves la tarde que se oscurecía... Tras aquella mirada sosegada, firme y segura, comprobaba que todo lo que antes había oído de este hombre era cierto. Algo en su discurso electrizaba. Atendía a un hombre que hablaba con la seguridad de quien no alberga ninguna duda, de quien sabe que su palabra llega a lo hondo de los corazones, y no necesita elevar el tono de su voz para que le escuchemos. En mi corazón, a modo de preguntas, se abría cierta luz de esperanza:
¿Será cierto que el camino a transitar se inicia en la humildad y con el recuerdo a nuestros ancestros? ¿Será cierto que después de la tempestad llega la calma? ¿Será cierto que el dolor de tantas familias que han perdido hogar, trabajo y sueldo se debe a la avaricia de los más ricos y a la falta de valentía?
¿Será cierto que la esperanza puede con el miedo?
¿Será cierto que todos somos iguales y libres y merecemos una oportunidad para buscar la felicidad absoluta?
¿Será cierto que la grandeza no es un regalo, sino una tarea? ¿Será cierto que el viaje es de quienes se arriesgan, emprenden y crean, y que gracias a ellos avanzamos hacia la libertad?
¿Será cierto que las dificultades que hoy atravesamos no afectan a nuestro corazón ni a nuestra imaginación ni a nuestras manos, y ahí está el secreto para superarlas?
¿Será cierto que el portón de la nueva era se abrirá construyendo puentes, caminos, redes eléctricas, líneas digitales, restaurando a la ciencia al servicio de la vida, aprovechando la energía del sol y el viento y el suelo, mejorando las escuelas y las universidades?
¿Será cierto que los hombres y mujeres libres superan cualquier dificultad cuando la imaginación se une con propósitos comunes?
¿Será cierto que los gobiernos han de trabajar, han de ayudar a las familias a encontrar empleo con un salario decente y un sistema de salud que se puedan costear y una jubilación digna?
¿Será cierto que un país no prospera durante mucho tiempo cuando sólo favorece a los prósperos? ¿Será cierto que el camino hacia la prosperidad es extender las oportunidades a cada corazón dispuesto, no por caridad, sino porque es el camino más seguro hacia el bien común?
¿Será cierto que la seguridad no es contraria a mantener los ideales del gobierno de la ley y del derecho de los hombres, ideales que han llegado hasta nosotros a través de la sangre de generaciones, ideales que aún nos iluminan? ¿Será cierto que la seguridad emana de la justicia de la causa, de la fuerza del ejemplo, de la humildad y la moderación?
¿Será cierto que la diversidad de la herencia común es una fortaleza, no una debilidad? ¿Será cierto que la suma de todas las razas y creencias o increencias nos hacen más fuertes y más libres y más humanos y esa suma romperá las líneas tribales en el camino hacia la era de la paz?
¿Será cierto que se puede invocar a la divinidad en el camino de la paz y no para empuñar las armas?
¿Será cierto que la fuerza está en la construcción y no en la destrucción?
¿Será cierto que la nación más poderosa trabajará para que los pobres del mundo prosperen y alimenten sus cuerpos y sus mentes? ¿Será cierto que ya es hora de dejar de consumir los recursos del mundo sin tomar en cuenta sus efectos?
¿Será cierto que la solidez de nuestro destino anida en los pequeños gestos de servicio, sacrificio y desprendimiento de todos y cada uno de nosotros? ¿Será cierto que la respuesta a los nuevos retos se esconde en los valores viejos: trabajo, honestidad, valor, juego limpio, tolerancia, curiosidad, lealtad y patriotismo? ¿Será cierto que no hay nada más satisfactorio que dar todo lo que se pueda ante una tarea difícil?
¿Será cierto que Dios nos llama para delinear una tarea incierta?
¿Será cierto que la historia se repite y en lo más profundo del invierno, cuando no puede sobrevivir nada más que la esperanza y la virtud, la ciudad y el campo alarmados ante el peligro común se apresuran a hacerlo frente?
¿Será cierto que los hijos de nuestros hijos dirán que rehusamos abandonar este viaje, que no retrocedimos, que no fallamos, que con los ojos fijos en el horizonte y con la gracia de Dios, llevamos adelante el gran regalo de la libertad y lo entregamos de forma segura a las futuras generaciones?
Y la sonrisa de los niños, de los hombres, de las mujeres, de los ancianos y las ancianas, de los seres humanos de piel roja, de piel amarilla, de piel blanca, de piel marrón, de piel negra, me respondía que sí, que es cierto... Y el último predicador lo subrayó cuando afirmó, con esa ironía propia de los viejos sabios, que tenía la esperanza de que el hombre blanco fuera tan bueno como el negro...

martes, 20 de enero de 2009

NOTICIA SIN PERIÓDICO

Vista del arco iris tras la Iglesia del Seminario de Segovia hacia las 16:45 del día 19 de enero de 2009

No soy adivino porque suponga que las portadas de toda la prensa de la fecha (esto lo escribo casi a la media noche para que salga publicado nada más que los dígitos del calendario marquen rutilantes: 20 de enero de 2009), se referirán a esta jornada histórica que el mundo vivirá en Washington, a esta jornada que ha nacido para la esperanza, a esta jornada en la que se cierra una de las puertas que guardará (esperemos que bajo las consabidas siete llaves) uno de los periodos presidenciales yanquis más oscuros. Respecto de la política interior no tengo nada que decir, sin embargo en lo que se refiere a la internacional...

Pero hoy no es la hora de los historiadores, hoy no es la hora para sacar a público escrutinio el laboreo de Bush. Hoy, por el contrario, es el momento de abrir los ojos, de sonreír al futuro y de esperar que tiempos mejores nos visiten. Barack Obama, por fin, accede a la presidencia de la nación más poderosa del planeta, la nación que, nos guste o no, lleva el timón, el motor, el rumbo del planeta.

Pero además de este titular indiscutible, aparecerán otros: hablarán de la crisis de aquí vista desde aquí, o la crisis de aquí vista desde allá, o de la esperanza, o de la reconstrucción en Gaza, de la mezquindad de unos asesinos, de rifirrafes de políticos, de controversias deportivas, de penalties no pitados, de expulsiones injustificadas, de récords inalcanzables ...

Ningún periódico hablará del arco iris vespertino de ayer en Segovia...

Serían las cinco menos veinte de la tarde. Acababa de ponerme a la tarea, la verdad que con poco ánimo, más bien cansado y algo distraído. De hecho, tenía pensado no escribir nada para esta bitácora, no a esa hora, no en ese momento preciso. La tarde se cargaba de una luz casi irreal, una luz que siempre me recuerda los cuadros de Jean-François Millet, sobre todo el de El Ángelus. Los que más sabéis de pintura opinaréis si tengo o no razón.

El cielo se oscurecía en nubes negrísimas, el sol, como si culebreara por debajo, más que iluminar, incendiaba las torres de la ciudad que contemplo frente a los ventanales tras los que escribo, el viento se tornaba a rachas vendaval que agitaba los abetos de ahí delante. Se lo estaba describiendo a un amigo, casi con estas mismas palabras, cuando, de pronto... Cosquillearon lucecitas a la derecha de la torre. A mis torpes ojos se les figuró que una raya de oro blanco, cual rubio cabello de diosa inmortal, fulgía; la línea curva amplió su trayectoria a lo largo, a lo ancho... Se deshizo el blanco, como henchido de placer, en todos los colores de su espectro. Explotó la magia.

No hay palabras, ahí os he dejado lo que mis ojos vieron. Corrí a por la cámara de Marián. Mis torpes dedos, mientras intentaba colocar la batería, se enredaban con mis precipitados deseos. Sabía que contaba con muy pocos minutos, pero llegué a tiempo de poder ofreceros lo mismo que en ese tictac preciso embellecía mi mirar, tan fatigado. Y acaso retraté el instante más intenso, cuando la luz reventó en todos sus colores, naciendo, según mi perspectiva, de la torre de la iglesia.

A penas fueron cinco minutos, casi nada. Pero llegué a tiempo. Los periódicos no lo van a sacar en sus titulares, ni siquiera los locales, estoy seguro; por eso lo comparto con vosotros, porque entiendo que este arco iris también se puede interpretar como la esperanza. Al fin y al cabo, desde el último día del diluvio universal es símbolo de esperanza, es símbolo de alianza entre Dios y los hombres..., aquel pacto que el viejo Noé firmó con el mismísimo creador.

lunes, 19 de enero de 2009

¿EL PODER AUTORIZA A DISPONER DE LAS VIDAS?

(El Alcázar de Segovia, residencia real, contemplado desde la Cuesta de los Hoyos, zona donde se ubicaba el cementerio de los segovianos judíos. Foto tomada por Marián.
Los ojos de los judíos expulsados por los Reyes Católicos en 1492 divisarían una imagen similar, acaso desde más abajo..., si es que sus lágrimas se lo permitieron)
Ayer, Marián continuaba con andancio*. No le apetecía pisar la calle, no fuera a empeorarse. En fin, el caso es que la mañana dominical salí a dar un paseíto, por estirar un poco las piernas y, de paso, el ánimo.
Durante el paseo, me encontré, junto con su esposa, a José Antonio Abella. Si mi memoria no me falla, este escritor, escultor y médico rural, ya ha aparecido en algunas de las entradas de esta desorndenada bitácora cibernética.
José Antonio Abella hace unos cuantos años publicó una de las novelas más deliciosas que uno ha leído en mucho tiempo. Se titula Yuda y trata de la expulsión de los judíos de España, vista desde el ángulo de unos cuantos judíos segovianos. En realidad tendría que decir que se trata de una novela corta, pero tal tecnicismo, además de no llevar a ninguna parte, es irrelevante para este comentario. Lo que me queda en el recuerdo de la lectura de Yuda es el la estremecedora descripción del instante en el que los pobres judíos que salieron de su aljama** segoviana, Puente de la Estrella abajo, dejando a un lado las tumbas de sus ancestros en la Cuesta de los Hoyos, camino de Arévalo hacia el reino de Portugal, donde se les prometió asilo. (Otra engañifa, pero tampoco es el caso de entrar en ella ahora). Esta descripción mueve a la piedad por el pueblo judío, que tuvo que abandonar todo lo que disponía en esta tierra: casas, mobiliario, animales, pertenencias varias, luz, paisaje, idioma... Sin embargo, la mayoría de los judíos poderosos, los que supuestamente hacían daño a la corona católica, no salieron hacia el destierro junto a sus hermanos de religión y paisanaje. La mayoría de este grupo se convirtió al cristianismo, aunque con poca convicción en general, para salvaguardar sus inmensas riquezas.
El destierro de 1492 es uno de los tantos sufridos por este pueblo a lo largo de su milenaria biografía. No hay más que darse una vuelta por la Biblia, primero, y luego por algún libro de historia universal, para intuir que el sino de los judíos es el de vagar y vagar, como si la condición de errabundo fuera la que le definiera.
Y uno, que seiscientos y pico años después comparte la misma geografía que ellos amaron, al leer el libro de Abella, entiende perfectamente ese dolor, como de quebranto de los huesos del alma, como de rasgueo de piel que se hace jirones con un temible alfanje. La mayoría cristiana de la población segoviana, castellana, española, miró con alegría y algazara o indiferencia la decisión regia, los más acaudalados olfatearon los despojos como posiblidad de acrecentar más aún las riquezas, unos pocos piadosos (siempre los ha habido) se compadecerían (es decir, padecerían con ellos) ante semejante decisión que tuvo más de miedo y ambición e integrismo religioso (la Inquisición no estuvo lejos de la voluntad final de la reina Isabel), que de justicia o defensa del reino como se explicó al pueblo.
Cuando Hitler y el nazismo concretaron su particular modo de entender la palabra destierro, que consistió en la expulsión, no de una patria, sino de la vida, se comenzó a fraguar la vieja idea sionista ya puesta sobre el tapete de la diplomacia internacional a la conclusión de la I Guerra Mundial, es decir, entregar a los judíos un pedazo de este planeta que constituiría el estado de Israel. En 1947 la idea se materializó y los territorios del Israel bíblico, más o menos, serían los del moderno estado israelita. Como un nuevo regreso de Babilonia o de Egipto, se repobló por judíos aquella parte del globo que entonces formaba parte de uno de los protectorados del Reino Unido.
Pero aquel territorio no era, precisamente, un desierto abandonado.
De pronto, los habitantes de aquella zona se convirtieron en el nuevo pueblo perseguido. Los palestinos, que nunca importaron mucho a nadie, comenzaron a vagar de acá, allá, de la Ceca a la Meca. El caso es que los hermanos árabes hablan a su favor, pero no terminan de admitirlos tampoco. Así hemos llegado a 2009, con miles de muertos sembrando de sangre la Tierra Santa de las tres religiones monoteístas de este pedazo de sílice que gira alrededor del sol, qué sarcasmo.
Hoy, quienes fueron desterrados, quienes fueron ultrajados, quienes sufrieron de un sistemático genocidio organizado con todo lujo de detalles, han asumido el papel de verdugo, en el que se mueven con total pericia, tal y como se ha visto en estas luctuosas semanas trágicas en las que tanta muerte de inocentes ha apedreado algunas conciencias.
Hace unas horas, he escuchado al primer ministro israelita Ehud Olmert. En inglés dice sentir profundamente que hayan existido víctimas inocentes durante la ofensiva llamada Plomo Fundido, y pide disculpas por ello, y sostiene que el enemigo del pueblo palestino no es Israel, sino Hamás. Es decir, y en una especie de traducción libre: Pedimos perdón por haberles matado, pero lo hemos hecho por su bien, pues nosotros somos sus salvadores, Hamás, su gobierno, les llevará al desastre.
Junto a Mario Benedetti, en su Haiku 77, me hago esta reflexión, como quien confirma que Caín es la esencia humana:
guerra tras guerra
así transcurre el mundo
¿y la paz cuando?
José Antonio Abella y yo estamos de acuerdo en una cosa. Mientras nadie escuche algo tan sencillo como lo propuesto por Barenboim, no hay solución posible. Y ambos también coincidimos en otra pregunta: ¿Quién escuchará al director de orquesta? Transcribo, por si acaso el resumen de su propuesta, según la anoté en la entrada del día seis de enero:
La violencia palestina atormenta a Israel y no sirve a la causa; la venganza militar de Israel es inhumana, inmoral y no garantiza la seguridad. Como he dicho anteriormente, son los destinos de dos personas cuyos destinos están relacionados inextricablemente, lo que les obliga a vivir lado a lado. Son ellos los que deciden si quieren hacer de esto una bendición o una maldición.
Tal y como están las cosas, parece que los dirigentes han optado por convertir en maldición la vida en aquella tierra.
Desde hace unas horas, sin embargo, parece que aflora un rayito de sol. Hamás, siguiendo el ejemplo hebreo ha acordado una tregua. Es decir que tenemos dos treguas. Hamás ha dado un plazo de una semana para que Israel se retire de su territorio. En teoría hay una semana para que se obre el milagro. Un poco después, parece que Israel ha comenzado una retirada parcial de Gaza.
El verdadero milagro, porque sería el perdurable, sería que quienes ostenten el poder decidan responder negativamente a la pregunta que me hago y da título a esta entrada: ¿El poder autoriza a disponer de las vidas? La historia, con su contumacia inamovible, ha demostrado que quien ostenta el poder dispone de las vidas y las haciendas de los más débiles. Incluso quienes un día fueron los más débiles, al ocupar el escalón del poderoso se revisten de la misma prerrogativa, y olvidan que un día fueron esclavizados, deportados, perseguidos, torturados, asesinados, reducidos a escoria o escombro, hacinados sus cadáveres famélicos en fosas comunes...
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* Según la RAE, andancio es enfermedad epidémica leve. El descubrimiento de esta palabra se lo debo a José Antonio Molledo, ya que es un vocablo más bien utilizado en la zona palentina y cántabra. Sin embargo la RAE, al menos en la versión digital de su diccionario, no especifica que se trate de un término que use con preferencia en dicha parte del territorio.
** La tercera acepción de aljama en el DRAE es la de morería o judería.

domingo, 18 de enero de 2009

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO...

(El autor en Chañe, Segovia, hacia enero de 1966.
Foto Amando Carabias Pascual, padre del autor,
editada gracias a Antonio Carabias María)
(La palabra de cada día. 2004. Diario de un escribidor)
Había una vez, un niño vestido con abrigo claro, acaso beige, acaso azul, quizá gris, con cuello redondo y seis botones oscuros colocados en tres hileras, seis botones que parecen del mismo color que los ribetes de los puños y del cuello del abrigo y de los bolsos del abrigo; con unos pantalones oscuros, quizá de color negro o azul marino ajustados a la pantorrilla, y unas botas que por el tono pudieron ser marrones. Había una vez una mañana de luz radiante, un mediodía, o casi, supongo que de invierno, probablemente de enero. Había una fachada encalada. Delante se alzaba un arbusto seco. En mitad de la pared blanca una ventana cerrada y enrejada, la ventana que daba a la sala, dormía su sueño matinal. En el rincón de la fachada de la casa encalada, una puerta abierta y acogedora, como casi siempre estaba la puerta de la casa del abuelo, de la que salían los humos de los guisos, parecía proteger al niño. Había, también, un trozo de pared de adobe formando un ángulo recto con la fachada encalada. Y entre los humildes adobes, el tronco erguido de la vieja parra esperaba la llamada de la primavera para reiniciar el proceso de la vida. Y había, también un pedazo del vetusto portón que abría el misterioso mundo del corral. Había piedras, barro, y un confuso montón indescifrable junto al pie de la pared de adobe. Había cuatro gansos casi tan altos como el niño, de cabeza oscura y cuerpo blanco. Tres gansos huían, unos más rápido que otros, y uno miraba a su mano derecha. Una manita que sostenía un trozo de pan, al igual que la izquierda que otro de los gansos parecía observar, también, mientras empezaba a correr, quizá dudaba entre el pan y el miedo. Y el niño, de pelo muy cortado, que brilla al sol, y peinado hacia delante, avanza decidido con su mano extendida hacia el pico del ganso que no huye. El niño sonríe. El niño es feliz, porque está realizando un sueño, o porque se siente protagonista de una aventura, o porque el ganso le hace caso. O porque los niños son felices, casi siempre.
Y aquella mañana de invierno, sin embargo, quedó olvidada de la memoria del niño. Es una mañana inexplicable, porque no la archivaron sus neuronas, o es que la memoria en los niños no existe, y quizá sea este el secreto de su felicidad: no existe el futuro, no existe el pasado, sólo un presente continuo y eterno.
Y si queda algún rastro de aquella mañana perdida de hace unos cuarenta años, quizá se deba a que alguien, el padre enamorado de tantas cosas, fue capaz de apretar el disparador de la vieja cámara Kodak, para congelar, y acaso atrapar, la sonrisa de felicidad de aquel niño, y los gansos que huyen, y el vetusto portón del corral y el erguido tronco de la vieja parra, y la pared de adobes del corral, y la puerta abierta de la casa del abuelo, y la ventana cerrada y enrejada, la que daba a la sala, y el arbusto sin hojas, y la fachada encalada, y el mediodía radiante de enero...
De todo ello no queda nada. Ni el niño, ni el abrigo, ni los pantalones, ni las botas, ni la mañana de enero, ni la fachada, ni el arbusto, ni la ventana enrejada, ni la puerta abierta, ni los adobes, ni el tronco de la parra, ni el portón del corral, ni los gansos que huyen, ni el ganso que se acerca, ni la sonrisa… Pero queda el tiempo congelado en ese instante, como testimonio veraz de que hubo una vez, una radiante mañana de invierno, acaso de enero, en que un niño era feliz mientras intentaba que un ganso, casi tan alto como él, comiera de su mano un trozo de pan. Su padre apostado a la búsqueda del instante supremo, como si la cámara fuera un cazamariposas de hermosura, atrapó aquel segundo. Y el segundo, no quedó en la memoria, pero quedó detenido en la película de la vieja cámara marrón, cubierta siempre por una funda de cuero, esa vieja cámara cuya misión fue convertir en eterno presente la fugacidad de los segundos idos…

sábado, 17 de enero de 2009

LA METAMORFOSIS DE LOS ALHELÍES

Duermen los alhelíes rojos, callan
bajo la tierra ensangrentada, blanda
de vísceras resquebrajadas, rotas.
Duermen los alhelíes rojos, tiemblan
acurrucados en la sombra inerme
de este dolor inabarcable, negro.
Duermen los alhelíes rojos, sueñan
con que el frescor de su perfume intenso
muera esta madrugada repugnante.
Duermen los alhelíes rojos, niegan
la opción de que su aroma desdibuje
la nauseabunda fetidez de sangre.
Duermen los alhelíes rojos, oran
para evitar ser cómplices incautos
de olvidos, desmemorias y mentiras.
Duermen los alhelíes rojos, borran
tirabuzones negros que sonríen
seda en los labios que musitan salmos.
Duermen los alhelíes rojos, miran
las ilusiones desgajadas, yertas
sólo aptas para pudrideros negros.
Duermen los alhelíes rojos, niegan
repartir el fragor de su perfume
dentro del territorio devastado...
Duermen los alhelíes rojos, sueñan
con marchitarse en este instante nítido.
¿Sabrán ellos que son inmarcesibles?
Duermen los alhelíes rojos, duermen,
ajenos a una voluntad más alta
que determinará un milagro oculto,
que su perfume ondeará en la brisa
de esta sangrienta madrugada bruna
Quizá, al amanecer, los alhelíes
rojos de sangre que declina y llora,
se conviertan en alhelíes blancos,
en alhelíes albos: vida y vida.

viernes, 16 de enero de 2009

LÁGRIMA ALARGADA


El sonido de su música brota de las entrañas de este ordenador, cual hialina (1) flor de cristal. Estoy convencido de que por efecto de su influencia vivificante las palabras se convierten en materia maleable, como la arcilla, como la piel amada, como si, de repente, las palabras tuvieran una calidez y una calidad diferentes a las habituales... como si fueran vidrio reblandecido por el fuego, único camino para que se tornen recipientes útiles y hermosos. Hace unos años, por navidades, nos obsequió con un disco cuya música había compuesto él mismo. Más de una hora y tres cuartos de melodías para soñar. Armonías que ahora mismo me deleitan y me emocionan y me relajan y me ayudan a encontrar el silencio. Curiosa paradoja: su sonido, como el de la fuente o el del arroyo o el del mar, me sirve para acurrucarme en el silencio. Utilizó, creo, los modernos elementos que la informática permite, y, sin embargo, los temas que nacen desde su interior y me llegan a lo más hondo de mis latidos, son, en muchos casos, retazos rescatados de la música barroca, ecos que el mejor Vivaldi le tatuó en su corazón.
Desde hace unos minutos, hoy, es el cumpleaños de mi hermano Antonio. Es el pequeño de los tres hermanos, el músico. Otro día hablaré (escribiré) de Mariano, el pintor, diseñador, escultor, ceramista…, pero hoy toca el músico.

Quizá porque la música sea tan abstracta, es el arte que me parece más sublime y que más me atrae. Si es cierto que mi inutilidad para cualquier expresión artística es manifiesta (preguntad a mis viejos profesores de dibujo, preguntad a cuantos me conocen un poco más), para la música, tal torpeza se torna tortura, porque me encantaría disponer de alguna habilidad o conocimiento que me permitiera disfrutar más de ella. Mi desmemoria musical, por ejemplo, es prodigiosa. Lo que, si se piensa bien, es una suerte, pues escuchar las piezas que me emocionan no me cansa, al contrario, me sigue estremeciendo. Su idioma se dirige, cual proyectil de vida, hacia el corazón, por ello es idioma universal, pues el latido del corazón de cualquier ser humano es universal, con independencia de su raza, religión o sexo. (Viene a cuento recordar aquí y ahora que el proyecto más serio para lograr una convivencia mínimamente civilizada entre palestinos e israelíes es la de un músico, la del hispano-argentino-hebreo-palestino Daniel Barenboim).
Antonio, desde niño, desde muy niño, demostró una afición apasionada por la música. Con una 'simple' ocarina lograba que melodías nada sencillas formaran parte de la brisa o podía tocar dos flautas dulces al mismo tiempo. Aprendió a interpretar con la guitarra de oído, justo cuando a mí me dio por aprender a aporrearla. Hoy en día es difícil que se le resista cualquier instrumento de cuerda y unos pocos de viento.

En nuestra época infantil, aunque existían los conservatorios de música, no estaba de moda que los padres completasen la educación de sus retoños llevándolos a semejantes lugares. Eso era demasiado exclusivo. Sólo unos pocos (hago comparaciones con la actualidad, claro, no se trata de una cuestión cuantitativa ni científica) recibían esa formación. Es verdad que en una década la cosa empezó a cambiar, y algún primo y prima nuestro dará fe de ello, pero justo entonces no se había roto el dique. La música en España nunca ha sido especialmente considerada, casi ni tenida en cuenta. Era como un adorno más en el currículum personal. Hoy en día, por suerte, el estudio serio de esta materia, de este arte sublime, toma mayor relevancia en el ámbito educativo, y si copiáramos de otras naciones, mayor preponderancia la otorgaríamos, y por pura lógica mejor nos iría en el campo de la cultura en general. En fin, cuando en casa se descubrió la cualidad que poseía Antonio para este arte, le pilló un poco talludito lo de ir al Conservatorio, por lo que prefirió estudiar por libre.

Por diversas causas que no vienen al caso, no ha accedido al mundo profesional de la música, con lo que, como uno en esto de las letras, se ha quedado en una ambigua situación. En cuanto puede colabora con este grupo, o con aquél o con el de más allá, acude a un ensayo o a otro, actúa en conciertos, participa en algún disco, compone alguna pieza (pienso que sería buen músico de los denominados incidentales), practica con su violín, con la viola, con la mandolina, con la balalaica, con la guitarra, con el bajo eléctrico, ¿con qué más, Antonio…? Pero ahí se queda, que a lo mejor no es poco. A lo mejor poder disfrutar de la música con su práctica y su escucha en privado, quizá sea premio suficiente; como quizá sea premio suficiente escribir cada día y leer los libros que otros han escrito.
Su sueño, como el mío, a pesar de todo, permanece indeleble en su corazón. Creo que por contumacia deberían otorgarnos su cumplimiento, pero se conoce que, de momento, no está nuestra petición en vía de solución. Quizá hayamos remitido la carta al negociado equivocado, quizá la hayamos enviado tarde, quizá nos falte alguna póliza, algún sello, alguna firma, algún peaje.

Su verdadero amor es el violín, pero para la mandolina reserva sus momentos más especiales.
Si tuviera dinero, que no lo tengo, le regalaría una mandolina italiana. Estoy seguro que este sería un magnífico regalo para él. En la consulta cibernética que he realizado, definen a este instrumento (el que figura en la ilustración de este texto) como aquél cuya caja se asemeja a una lágrima alargada.

Lágrima alargada...

Probablemente sea el mejor modo de definir el contenido de su música, la que casi nadie conoce, sólo un puñado de personas: sus hermanos, sus padres y algún amigo selecto. Lo cual, dicho sea de paso, es una suerte para nosotros.
Hoy, creo que tres años después de su edición, la escucha de sus poemas musicales me parece más enriquecedora que entonces. Se ve que he tranquilizado el ánimo y estoy en mejor disposición para captar los matices que se me escaparon entonces.
Escucho sus melodías serenas, que no tristes, y veo a través de ellas verdes paisajes del norte, latidos del corazón, bailes medievales, ríos rumorosos, contemplaciones serenas de lunas de plata, paseos solitarios y ensimismados, veloces carreras y risas y, también, de vez en cuando, alguna lágrima alargada en la que, como un espejo, se reflejan nuestros sueños imposibles.
A lo mejor, Antonio, no son tan imposibles.
Felicidades, hermano.

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  1. Hialina: Diáfana como el vidrio o parecido a él.