domingo, 15 de marzo de 2009

EN MADRID

Hemos llegado de Madrid cansados y felices, con la mente fresca y descansada. Pero he preferido no ponerme de inmediato a la tarea. Ya que he tenido un día de asueto, me lo he tomado al completo y acabo de ver cómo el Real Madrid ganaba al Ath. de Bilbao, con claridad y contundencia.
Llegamos Marián y yo del Museo del Prado. Y sólo puedo decir que aún es muy temprano para escribir nada sobre la exposición de Francis Bacon que se puede ver en la pinacoteca madrileña. Éste era el verdadero objetivo de la visita. La obra del irlandés es demasiado fuerte para mi estómago y necesitará de unas horas de reflexión. O días.
Pero os dejaré nota de una jornada hermosa. Una jornada claramente primaveral, en la que la gente se ha echado a la calle, aumentando los centímetros de piel susceptibles de ser acariciados por la brisa transparente de la primavera, incipiente al sur del Guadarrama.
Diríase que alguien de la autoridad competente ha dado orden de que nadie se quede en casa. Y el pueblo, como siempre obediente, ha seguido con escrúpulo la ordenanza.
En Madrid, como siempre, había mucha gente. Muchos turistas extranjeros y nacionales (¿aunque quién es extranjero en Madrid?); y muchísimos madrileños que han decidido salir a robar rayos de sol para meterlos en cada uno de los poros de su piel.
El autobús, desde Segovia, ha ido lleno. La luz de la mañana tenía un punto de misterio que daba a los contornos nevados de la Mujer Muerte una especial sensación carnalidad maleable. El tren de cercanías hasta Atocha, quizá era lo más desocupado que hemos visto.
Por el Paseo del Prado, justo en la esquina que hace con la Cuesta de Moyano, pegado a las verjas del Jardín Botánico, un titiritero movía el esqueleto de un violinista que no se cansaba de interpretar la misma pieza, ante la mirada alucinada de la chiquillería. Allí hemos visto las primeras vacas de la jornada. Luego hemos visto muchas más. Resultan alegres, divertidas, buenas para hilvanar sonrisas de luz en los rostros de los transeúntes y para que los todos los turistas se lleven inmortalizada su efigie junto a uno de estas imágenes de herbívoros pop.
El Prado parecía un centro comercial, aunque la cola que hemos tenido que hacer para comprar la entrada no ha sido excesiva. Lejos queda la imagen de un lugar solitario, sólo agradable para unos pocos enamorados de la pintura. Ahora mismo allí se celebran tres exposiciones, además de la colección permanente: "Entre hombres y dioses", "Bella durmiente" y "Francis Bacon". Es decir que había tres filas que guardar.
La del pintor irlandés se celebra en la parte nueva del edificio, la que une el histórico con parte del convento de los Jerónimos.
Durante un par de horas hemos contemplado atónitos la pintura de este genio al que tanto le gustó vivir la vida, por más que le doliera. Y allí he escuchado hablar en inglés, francés, italiano, japonés, castellano... Pero de eso hablaré otro día, si puedo.
Hoy prefiero hacerlo de la vida que estallaba en Madrid. De las calles repletas de gentes ansiosas de existencia. De la presencia masiva de turistas a la altura de Neptuno. De las apresurados que en la Calle del Prado buscábamos taberna donde calmar la demanda del estómago. De la ingente cantidad de consumidores de cafés a la altura del Teatro Español, que contemplaban, con aire perezoso, los carteles del espectáculo de Eva Yerbabuena, que está haciendo los deleites de los amantes del flamenco y la poesía. De la profusión de tráfico por La Cibeles y la Puerta de Alcalá, de la ingente riada que subía la Gran Vía desde Plaza España, en dirección contraria a la nuestra. Que por San Bernardo se aligeró la presión, y allí donde pensé que estaría, en la calle Palma, en La Clandestina, su librería, no encontré a Mariano, por culpa mía, claro, que tendría que haber avisado y no lo hice. Que la Plaza España parecía un trasunto de cualquier playa o cualquier parque londinense que a veces sacan los informativos.
También hemos visto unos cuantos mendigos. Auténticos vagabundos. Personas que no tienen techo bajo el que vivir.
Al menos cuatro.
No me refiero a los que piden limosna, con la misma profesionalidad con la que los agentes en bolsa venden o compran paquetes de acciones. Hablo de esos que ya están tan fuera de la vida que ni siquiera ruegan la migaja de una sonrisa. El primero rozaría los sesenta años, barbudo, con pelo negro ensortijado que le desbordaba el cuello del abrigo verde que vestía y tapado por un roñoso sombrero negro, cantaba acompañándose del ritmo que marcaban sus dedos amarillentos de nicotina. Descendía Gran Vía como podía subirla o quedarse parado... El segundo estaba en la Plaza de España, casi junto Don Quijote. Parecía recién salido de una mala siesta repleta de pesadillas. El escaso cabello que le queda en la cabeza estaba revuelto. Tenía dificultades para mantener el equilibrio. Ha encontrado una botella de agua dentro de una papelera y ha bebido un traguito. Y luego ha vuelto a su banco. Un poco más abajo, en Plena Cuesta de San Vicente, frente a los jardines de Sabatini, una pareja compartía algo parecido a un bocadillo, sentada en un banco, ajena al ajetreo violento de esta calle inhóspita. Ambos en la cincuentena. Probablemente ella mayor que él, aunque puedo estar equivocado, porque ella estaba, sin duda más castigada por la enfermedad. El párkinson era evidente y la demencia también.
Y me he alegrado de este día por ellos más que por nadie, porque estas personas lo habrán pasado fatal durante este invierno que se ha extendido casi seis meses, y un sábado así de cálido, en el que los almendros y los cerezos han restallado en Madrid como una sonrisa blanca y rósea, será la primera buena noticia que habrán recibido en muchas semanas o meses.
De vuelta a Príncipe Pío, de nuevo la presencia innumerable de personas que entraban o salían del intercambiador o del centro comercial.
Por la autopista, de vuelta, miles de coches, como una hilera infinita de bombillas que regresaban a al gran ciudad, porque, probablemente, hayan salido de Madrid a buscar la tranquilidad que a diario es imposible encontrar en la capital.

6 comentarios:

Adrian Dorado dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Adrian Dorado dijo...

En el comentario suprimido, me he mandao tantas dislexias ortográficas que he preferido repetirlo, o sea que, nada, mia la censura.
Decía que me has hecho remembrar con tu narración de lo vivido, ayer, en un Madrid primaveral (me alegro que haya llegado) cuando en mismo clima regresaba desde la Real Escuela de Bellas Artes de San Fernando, que estaba, no sé ahora, en la esquina de la de Alcalá con la Gran vía y que solía bajar en dirección hacia Plaza España, doblando por San Bernardo, a unas cuatro o cinco o quizás seis cuadras, a la derecha había una minúscula callejuela que con el nombre de Travesía de Pozas y que en el Nº 5 ,y en el cuarto piso, viví durante dos años esas templadas tardes primaverales que me has hecho revivir.
Gracias por asomar a ese recuerdo que, se vé tengo tan gratamente fijado en mis recuerdos.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Amigos: me atrevo a poneros algunos poemas que me ha recordado la inmersión de Amando en la ciudad. Se refieren siempre a ese sentimiento de ser propio o extraño en ella, en mi caso la mía propia, Barcelona. Son poemas ya viejos, de finales de los setenta...hace 30 años! Y fue mi primer libro publicado, CUERPO EN FALSO.

PLENA VIGENCIA

Como en un primer día de extranjero
-algo así como un cuerpo de más
que vieses desde fuera, interrumpiendo
la ciudad recién hecha-,
acodas la mirada en los cristales,
y una expresión idéntica transcurre
mundo abajo, esparciendo tus sentidos.

A estas horas resueltamente jóvenes,
se ajusta un litoral,
un trámite de luz entre las cosas,
que las hace constar casi acabadas,
iguales a sí mismas, mientras pasa
sin dañarlas el tiempo por sus flancos.

La vida se comporta
en alguna ocasión a la manera
de una escena entre todas que tú eliges
para apostarla, intacta, en pleno sueño.

Como ahora
la mañana completa desatiende
su propia duración, y te propone
ser la mitad de una mentira a medias,
con esa histilidad acogedora
de las profesionales del deseo.


CIUDAD DESDE LA LLUVIA

Ni la lluvia propone
desorientar su estricta disciplina.
El ademán del agua
es un trayecto estable
que ha denegar su población diversa,
resumida a distancia
como varios colores reposando
sobre una sola línea.

No ha sido tregua, sino
una versión paca de ti misma
que ahora rueda en tus poros, cuerpo abajo,
mientras se inmediatiza tu figura.

Ni la lluvia podría derogarte.
Tu propia expiración petrificada
te devuelve a la vida a cada instante.
Materia sin conciencia distinta al que te observa,
eres un pensamiento invulnerable,
una idea infinita sobre un paisaje unánime.

Acodada en mi frente, te meditas,
ejercer tu nativa persistencia,
te encaramas a nombres que propagan tu nombre
y es solamente el tiempo quen se pudre
tramo a tramo de carne ya resuelta.

Ni la lluvia podría
escindir nuestra mutua permanencia.
Ni la muerte podría carcelarme.


CIUDAD DESDE LA NOCHE

Porque he querido designarte a solas,
yo sé que un solo cuerpo te resume,
que en una sola noche puedo ver
el cumplimiento de tu edad completa.

La noche es tu experiencia simultánea:
el tiempo no cancela: restituye
su medida en un plazo singular,
una generación indivisible
que se hereda a sí misma en tu vigencia.

La noche es tu secuencia detenida,
inmóvil como un libro de viajes
donde tus habitantes revocados
cometen una página reciente,
episodios cautivos a la sombra
de tu imperecedera letitud.

Desde donde te escribo me reiteras,
prorrogas mi existencia en una abstracta
identidad de rostro innumerable,
diáfana incidencia en la espesura,
conjugación total, sangre incorrupta,
cenizas que en el aire cobran forma,
trazo disperso en un espacio fijo.

Desde donde argumento
tu trama silenciosa, en este cuarto
verbal que te define,
a solas con mi cuerpo,
a solas con mi cuerpo y tu lenguaje.

Anónimo dijo...

Veinte años después, publiqué un segundo libro de poemas, EL BENEFICIO DE LA DUDA. La ciudad aparece de otra forma. Y cometo la impertinencia de querer compartir con vosotros esa evolución:

SUAVE ES LA TARDE

Estas horas finales de la tarde
en el final de una estación falsificada,
poseen una forma de flanquear mi cuerpo,
premeditada y suave,
como hechas a medida de los años
que van cumpliéndome al pasar de largo.

Puede ser que la luz, mientras el aire
confisca de uno en uno sus dominios,
me conmueva con una entrega lenta
de ciudad asediada,
donde resiste aún
la terca dignidad de las esquinas,
y donde todavía es perceptible
algún matiz en la materia absorta:
las manchas de humedad que desconciertan
una pared de enfrente, el color lacio
de la vejez interceptando un cuerpo,
o ese vuelo rasante de la sombra
que va desfigurando las aceras.

Será, también, la compasión
por su arrogancia al aceptar los cambios,
la forma con que finge poseer una edad
que no le pertenece.

Porque vuelve a hacer frío, de repente,
y los poros abiertos enmudecen
cuando va oscureciendo, cuando todo se asoma
a un aspecto solemne y, a la vez, inseguro,
como la sensación exagerada
que la memoria encuentra en los placeres muertos.

Tal vez, la dicha sea una costumbre
resignada a sí misma, que conoce
de un solo golpe todo lo que has sido,
igual que un plano a escala
reduciendo tus pasos
a ciudades que añoran su nombre despoblado.

Quizás, lo más cercano
al entusiasmo por vivir sea este modo
de recaudar la juventud dispersa,
y apaciguarla con su propia imagen:
un tiempo y un lugar donde sucede
un recuerdo constante.

O espero sólo conformarme
con impresiones tenues.. Por ejemplo,
la falta de rencor, la ausencia
del mal sabor del tiempo al estancarse
en una edad cegada.
Algo
que suele confundirse con desidia,
con cansancio o con una forma extraña
de desesperación.

Pero que es, en el fondo, darse el tiempo
y el espacio precisos de una vida.
Ni siquiera
exactamente la felicidad,
sino algo menos turbio y más probable.

Lo que transcurre ahora, cuando el cielo
ha entornado las nubes y oscurece
los recuctos diezmados de la tarde.


La honestidad, la paz consigo mismo
que tiene l día al replegarse a tientas,
sabiendo que ha dejado cada cosa en su sitio
y ha devuelto la parte de vida que le sobra.

Anónimo dijo...

Cuando se produjo la guerra de Irak, quise escribir sobre el paisaje de la guerra y surgió una relación diferente con la ciudad extraña, lejana, pero que despertaba sentimientos como si estuviera a mi lado. No había forma de aproximarse a ella como no fuera con imágenes sueltas que evocaran la destrucción. Así surgió mi tercera relación con la ciudad, metáfora del mundo, de los otros, de las circunstancias terribles como las de 2003, que no permitían la intimidad:

PAISAJE SIN FIGURAS

En las noches, el cielo tiene poros
por donde se despeñan las estrellas.
Y hay ruinas como párpados temblando
en las afueras de una calle ciega.

La sombra, a borbotones calcinados,
sabe a espesura de saliva joven:
tiene el sabor a miedo de un instante
que el sabor de la muerte descompone.

Las ciudades arrugan contra el aire
sus paredes inválidas. Esparcen
la sensación perpetua de agonía
donde la luna sueña sus paisajes.

La arena agrupa formas como cuerpos:
chacales con las lenguas ateridas.
Como un reloj, el viento las saquea.
La cintura del tiempo es de ceniza.

las flores tienen pétalos de asfalto
y los insectos alas de mercurio.
Las raíces metálicas ondean
a los pies de sus árboles desnudos.


En el aire deliran las sirenas
el rencor cauteloso de los viejos.
Las llamas blanden sus caderas sucias
anchas como banderas del infierno.

En la plaza, las luces son harapos
palpitantes, tendidos a secarse.
Son algas que estremecen las orillas
desfiguradas de una sola tarde.

Los lugares no existen, son paisajes
tratando de acordarse de sí mismos.
Son espectros, son almas extirpadas
que pronuncian su forma sin sentido.

Toda la edad que tiene cada noche
se mira en el espejo, se contemplan
desde su propia altura tres mil siglos
anocheciendo brazos de la tierra.

La estatura del cielo es una estrella
apagada hace tiempo, que aún conoce
las señas de su casa despoblada.
La noche es una pausa entre dos noches.

(De "Al otro lado del paraíso", 2004).

Amando Carabias dijo...

ADRIÁN: La Real Escuela de Bellas Artes continúa en el mismo sitio, también nuestros ojos descubrieon su hermosa arquitectura, como tantas construcciones hermosas, de palacios señoriales que un día fueron reducto de nobleza o poder y hoy son sedes de bancos y organismos oficiales (poder de nuevo. Poco cambian los hombres con los siglos). Me llamo la atención el Palacio de Buena Vista, sus jardines, donde hoy se encuentra la sede central del Instituto Cervantes.

FERRAN: De nuevo es una suerte que compartas en este rincón tus bellísimos poemas con nosotros. Es un tesoro que espero sea reconocidos por todos nuestros lectores.

Perdonad ambos la tardanza en contestaros, pero es que los caprichos de la informática son extraños, juguetones y tozudos.

Un abrazo.