viernes, 10 de abril de 2009

A LA HORA DE NONA

El Calvario. Fotografía de Francisco Javier Valle Martín

(El discípulo amado, continúa relatando, con la ayuda de algunos de sus amigos, lo que sucedió el viernes, después de que prendieran a Jesús. Ahora, escucharemos lo que ocurrió desde que la condena a muerte se hizo oficial...)

"Por lo que vengo en condenar, y condeno a morir clavado en una cruz, en el lugar denominado del Gólgota, al llamado Jesús de Nazaret, hijo de un tal José y de una tal María, por alta traición a Roma, sedición e incitación a la revuelta, haciéndose pasar por rey de los judíos, sentencia inapelable y firme, la cual doy en nombre del Emperador de Roma en Jerusalén siendo la hora sexta del decimotercer día del mes judío de Nisán del año...”.
La madre de Jesús se abrazó a mí derrotada, definitivamente, por el dolor, supongo que, casi infinito. Su llanto desgarró el silencio que se había producido tras la lectura de la sentencia. Todo aquello se refería a nuestro Jesús; sin embargo, parecía que flotábamos, parecía que no iba con nosotros. No podía ser tamaña injusticia. Algún soldado reclamó silencio ante el grito de la madre, pero fue imposible. La confusión de las voces fue en aumento, así que se llevaron a Jesús nuevamente adentro y empezaron, con empujones, a disolvernos.

A partir de ese instante el relato fue casi, en exclusiva, mío.
- Cogí como pude a la madre de Jesús y opté por llevármela de allí, no se fuera a complicar más todo. Algunas nubes oscuras comenzaron a dibujarse en el horizonte. Por fin salimos a las estrechas, reviradas, pinas, calles de Jerusalén.
El Gólgota se sitúa al poniente de la Torre Antonia a las afueras de las murallas, como a un estadio de la puerta de Efraín. A aquellas horas, todo Jerusalén sabía de lo acontecido, por lo que el recorrido que tenía que hacer Jesús estaba poblado por la multitud (no sé si cientos o miles) de peregrinos que no quería perderse nada de lo que acontecía. Era un espectáculo gratuito añadido a la fiesta de la Pascua, por lo que la mayoría, en su fuero interno, lo agradecía. (En aquellos momentos no lo hice pero muchas veces he reflexionado acerca del significado de todo aquello. En territorio gentil, pero junto a los muros del Templo, del Templo de Iahveh, Jesús tenía que encaminarse a su suplicio, sin posibilidad real de defensa. En apenas media milla romana, se ubicaban el opresor de nuestro pueblo, el centro de nuestra religión, y el patíbulo donde había de entregar su espíritu el maestro condenado por ambos poderes. Nuestras lágrimas, nuestros pocos gritos, fueron inútiles... Había que crucificarlo, y se le crucificó).
Mi primera intención fue alejarme lo más posible de esos lugares, protegerme a mí y a la madre de Jesús de probables complicaciones de última hora. Era necesario que regresásemos a casa de Marcos y esperar acontecimientos. Mi cabeza no daba para más. Pero fue la propia madre de Jesús la que me rogó que fuésemos hasta el Calvario. “No puede ser que abandonemos a Jesús en estos momentos, los últimos de su vida”. Me fue completamente imposible hacerle variar de idea, me lo impidieron sus ojos suplicantes, negros, profundos y llorosos.
La muralla accedía al Gólgota a través de la puerta de Efraín, como ya he dicho. Así que hacia allí encaminamos nuestros pasos. El miedo había anidado definitivamente en mi corazón. De pronto, en una zona de estrecheces, justo a mitad del camino, se organizó un pequeño tumulto. Tras nosotros, un concierto de voces destempladas atenazó nuestros pasos. A muy poca distancia, venía el cortejo de Jesús escoltado por un par de malhechores y por un grupo de soldados encargados de que se cumpliera la sentencia con la eficacia propia de los romanos.
A muy lento ritmo Jesús se encorvaba. Arrastraba su cuerpo maltrecho. Sobre sus hombros pendía el pesado patíbulum. [1] A su paso, una delgada, pero firme, orla de silencio lo envolvía. Los soldados nos empujaron contra una pared. Fue en ese momento: la mirada de Jesús se cruzó con la nuestra, en ella percibí dolor y abandono, pero a la vez cierta serenidad, bastante más que la mía. Muchas mujeres lloraban, otros las insultaban e insultaban a Jesús, otros se mofaban de él. Jesús debió tropezar con alguna piedra suelta y, tras tambalearse como un muñeco, cayó estrepitosamente aplastado por el peso del madero. Era imposible que se pudiese levantar, ni siquiera un palmo, aunque lo intentó. El centurión que mandaba a los soldados maldijo su suerte y al mismo Jesús.
- ¡A ver si este mal nacido judío se nos muere por el camino!
Ordenó malhumoradamente que desataran el patíbulum de sus hombros. Jesús resollaba con aparatosidad. El centurión le ordenó que se izara, en la mano empuñaba el látigo como para golpear a Jesús, pero no pudo sostener su mirada y decidió cambiar su propósito, así que fue él mismo quien lo levantó como pudo. Observó en torno con mirada fiera y sanguinaria; con perfecto conocimiento de su oficio, echó mano de uno que estaba por allí. Era Simón de Cirene, el padre de Alejandro y Rufo, al que hizo cargar con el pesado leño hasta la cumbre del Gólgota.
Una vez puesto en pie Jesús, se reinició la marcha; observamos con pesadumbre que, aunque le habían quitado el peso del madero, Jesús se tambaleaba. Cuando llegamos a la puerta de Efraín un par de soldados la taponaron para evitar que la turba la atravesase. Me sentí aliviado ante aquella maniobra, pues supuse que aquello haría desistir a la madre de Jesús de sus pretensiones. Sin embargo, ella me susurró, repitiendo, casi las palabras de antes: “Diles que soy su madre y que me dejen pasar; ¿cómo se va a quedar solo en la hora de la muerte?”
Así que, temblando de pies a cabeza, como una florecilla silvestre, me dirigí a ellos y se lo dije, tal cual. Uno dio la voz a otro de sus compañeros, para que diese aviso al centurión. Éste, para mi sorpresa y aumento de mis muchos miedos y temores, nos dejó pasar.
El Gólgota es una pequeña elevación del terreno, junto a las murallas de Jerusalén, que estaba sembrada por decenas de cruces que los romanos habían utilizado para ejecutar a multitud de hermanos nuestros. Cuando la madre del maestro y yo llegamos, Jesús ya había sido desnudado de su túnica y colocado sobre el palo vertical de la cruz, que todavía estaba tumbado en el suelo. Los operarios habían unido previamente el patíbulum sobre tal soporte. Tres sayones tenían inmovilizado al maestro sujetándole los brazos y las piernas, que habían cruzado una sobre otra, mientras un cuarto, con frialdad y precisión, preparaba los clavos escogiéndolos minuciosamente de una bolsa herrumbrosa. Apenas percibí tales elementos, un nuevo escalofrío me recorrió; incluso, he de confesar que un pequeño vahído nubló mi vista y que mi estómago sufrió la correspondiente arcada. No fue necesario utilizar la imaginación para conocer su destino: en breves momentos se pudieron escuchar, nítidamente, los impactos de la maza sobre los clavos que cruzaron las muñecas y los tobillos de Jesús con un terrible sonido de carne atravesada y crujido en la madera, acompañado por un angustioso y terrible grito de dolor salido de la garganta del rabí. Una vez comprobada la exactitud y corrección de la operación elevaron la cruz sobre el terreno sujetándola al suelo con dos gruesas cuñas de oscura madera, ya estaba clavado y levantado, alzado sobre nuestras angustias. Los sayones marcharon a su lugar, a repartirse las vestiduras de los condenados. El centurión que mandaba el grupo despidió, a empujones, a algunos curiosos que andaban por allí, mientras que a nosotros nos miró largamente, dudó, al final se encogió de hombros, ladeó la cabeza y se giró a sus hombres para ordenarles alguna cosa, dejándonos en paz. Entonces se nos unió María, la de Cleofás, sin embargo, no pudo resistir mucho tiempo la visión de aquel espectáculo. Fue impresionante verlo de esa manera. Lo flanqueaban los dos malhechores. Jesús callaba. Bajo la cruz había mucho movimiento, inusitado movimiento, me pareció, a pesar de que el centurión había desalojado a unos cuantos.
De pronto se escuchó su voz, potente aún, aunque ya un poco temblorosa.
- Padre, perdónalos pues no saben lo que hacen.
Luego el silencio durante un largo rato. Bajo la cruz, los soldados, una vez que se habían distribuido las ropas de los ajusticiados, jugaban tranquila y distraídamente a los dados.
Todo callaba, excepto el creciente ulular de la brisa que ya casi era viento. Jesús se movía lo justo para inhalar el aire mínimo, aunque suficiente. No hablaba. Era como si se concentrase tan solo en respirar. A veces notaba que sus labios musitaban algo. No sé si eran quejidos por el dolor, o simplemente se trataba de oraciones que él estaba rezando. Uno de los ladrones gritaba y maldecía su suerte.
- ¡Tú, profeta, rey de los judíos, Mesías! ¿Por qué no haces uno de tus famosos milagros y nos sacas de aquí de una maldita vez? ¡Tú, Jesús, a ti te estoy hablando!. Pide a tu maldito Dios que se apiade de nosotros y nos baje de aquí de una condenada vez.
Jesús callaba como si no fuera con él la cosa. El otro, que se llamaba Dimas, intervino.
- ¿Por qué no te callas? ¿No ves que él está sufriendo una terrible injusticia, mientras que tú y yo nos hemos ganado este castigo?- Tomó aliento pues la posición del ajusticiado asfixiaba sus pulmones -. Jesús, ten compasión de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús giró levemente la cabeza y lo miró, diría que con un punto de admiración y de cariño. Hizo un terrible esfuerzo.
- En verdad te digo, que antes de que acabe el día estarás conmigo... En el paraíso.
Las nubes se aproximaban oscuras y amenazantes y densas. Un viento áspero y desabrido hizo acto de presencia, como si fueran bofetadas remitidas desde el más allá. La madre de Jesús, pajarillo abandonado, se acurrucaba en mí. Cada vez estábamos más próximos a la cruz... No sé ni cómo, ni cuándo, pero nos acercamos tanto que llegamos a rozar los pies del maestro.
A cierta distancia de las cruces, evitando problemas con el centurión, un grupo de sacerdotes controlaba todo aquello, supongo que intentaban asegurarse de que Jesús moría. Entre tanto llegaba ese momento, se burlaban del rabí; alguno osó lanzarle una piedra que no llegó a impactar en el maltrecho cuerpo de Jesús por muy poco.
De pronto, como si fuera el primer trueno de la tormenta que se iba a desencadenar poco después, la voz de Jesús salió nítida de su boca, aunque bastante enronquecida a causa de la sequedad de su garganta.
- Elí, Elí, lama Sabacthani.
Luego continuó murmurando el salmo[2]. Pero, entre los de atrás, debía de haber muchos judíos no israelitas que no entendieron el significado de las palabras contenidas en aquel grito del rabí y aumentaron sus burlas, acentuándolas con risotadas y gritos guturales.
- Mirad, ya ha enloquecido del todo. ¿Pues no llama ahora a Elías? Veamos si llega el profeta en su carro de fuego y lo libera.
Al poco Jesús nos miró. Por fin, se dio cuenta de nuestra presencia, mejor, por fin supe que él era consciente de nuestra presencia. Lo sanguinolento de su rostro no le había hecho perder la serenidad ni el equilibrio de sus facciones. Se incorporó brevemente sobre sus pies. Cada vez era más suplicio el respirar. Pero, por fin, entrecortadamente, pudo articular su voz.
- Madre, ahí está tu hijo.
Volvió a caer derrotado sobre la cruz, golpeándose la malherida espalda en sus nudos y rugosidades, ya que al palo estaba muy mal desbastado. A los pocos instantes se incorporó nuevamente y se dirigió a mí:
- Ahí tienes a tu madre.
Nada más pudo decirme. Desde ese momento sé que ella ha sido mi responsabilidad, aunque, en verdad, yo he sido la suya... Pero eso es otra historia.
Jesús perdía mucha sangre. Para ser más exacto, desde primera hora del día, no hacía otra cosa que derramar sangre. Noté cómo se pasaba la lengua por los labios. Por fin, tras otro terrible esfuerzo por incorporarse sobre sus pies, que le permitiera ser oído, exclamó en poco más que un susurro:
- Tengo sed.
Al percibir aquello, el centurión romano dio las pertinentes órdenes para que le acercaran la mezcla que solían dar a los condenados. En una esponja, o hisopo, empapaban una mixtura cuyo principal componente era el vinagre y que tenía algún efecto sedante. Uno de los mayores suplicios que padecen los ajusticiados que mueren, tras un constante y lento desangramiento, es la sed que se clava en sus entrañas cual garras de fiera. Un soldado, con dicho hisopo situado en la punta de su lanza, se lo acercó a los labios de Jesús. No sé por qué, pero Jesús, apenas sintió el contacto húmedo de aquel líquido, giró levemente la cabeza, quizá fue suficiente, o quizá, pensó que nada tenía remedio.
(O más bien, y eso lo pienso ahora, no entonces, ni siquiera en los instantes en los que contaba estas cosas a los miembros del grupo, Jesús se refería a otra sed. Acaso se trataba de una clase de deseo, pero de otro tipo. En fin, quizá el Paráclito nos dé poco a poco razones de aquello.)
El caso, digo, es que el soldado romano se retiró de allí meneando la cabeza. Parecía decirse que algo no funcionaba excesivamente bien dentro de aquel hombre, que primero decía que tenía sed, pero luego no dejaba que el líquido empapase siquiera sus labios.
Quedó todo el cielo plomizo, casi negro. Por el denso y bajo horizonte, los rayos cortaban el espacio cargado. Un ronco bramido cruzaba el aire cada vez que esto sucedía. La tormenta se aproximaba. Tanto es así, que bastantes de los que presenciaban aquel espectáculo fueron abandonando las inmediaciones con prisa.
(Ver a un crucificado morir es muy aburrido, pues, pasado el primer instante de dolor y de retorcimiento y de angustia, en general, el proceso es lento. Es una muerte horrible, por cuanto el ajusticiado fallece por asfixia. Esto, lógicamente, lo desconocíamos aquel día, pero poco a poco nos hemos ido enterando, sobre todo gracias a los hermanos médicos que han sido regalados por la gracia de la fe y caminan junto a nosotros. Según ellos, la angustia de los crucificados es terrible, pues se dan cuenta con exactitud de todo; este proceso, supone un dolor casi insoportable en los diferentes músculos. Es decir, que a medida que pasa el tiempo, el dolor aumenta, falta el aire, la angustia todo lo invade: son despojos de dolor e impotencia.)
Pero para un espectador este proceso es aburrido. Hay crucificados que pueden durar hasta varios días en lenta, constante y progresiva agonía. No podía ser éste el caso de Jesús, pues estaba excesivamente débil y había perdido demasiada sangre durante todo el suplicio previo al que había sido sometido, más toda la que perdía por culpa de los clavos y de las espinas. Sin embargo, nadie esperaba aquella rapidez.
Poco después Jesús volvió a susurrar, en esta ocasión, el tono de su voz denotaba calma.
- Todo está cumplido.
Me estremeció aquella frase, pero más que por la frase en sí misma, por la actitud de su cuerpo pues, justo cuando la decía, elevaba la cabeza hacia el cielo y su mirada volvía a ser dulce y a la vez confiada. Parecía, a pesar del tormento y del dolor, que unos instantes de serenidad reafirmaban su fe en aquel Abba que se había esforzado en presentarnos. Sus costados se movían violentamente empujando hacia arriba el pecho para que los pulmones subieran lo más posible. Había sido un esfuerzo terrible... Nada más acabar de hablar, vimos cómo inclinaba la cabeza apoyándola en su pecho... A la vez, comenzaba a caer la lluvia, la misma que, tantas horas después, seguía empapando Jerusalén... En esos primeros instantes, en realidad, fueron gruesos goterones de tierra. Ella pensó que había muerto y se estremeció en una convulsión, sin embargo, percibí un lento y leve sube y baja de su tórax. Efectivamente, todavía pudimos oír su último susurro.
- Abba, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y entonces sí, tras un hondo trueno, que me impresionó por su potencia, cercanía y duración, desplomándose todo su organismo, Jesús respiró por última vez.
Sería la hora de nona.
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[1] Es decir, el tablón horizontal de la cruz, donde luego le clavarían las manos.
[2] Salmo 22.

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