lunes, 30 de noviembre de 2009

CANSANCIO

Imagen tomada de Internet.
Sísifo de Von Stuck

La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Julio de 2005



Hay días en que a uno el cansancio le abruma con la pesadumbre de un lastre insuperable; una carga que tira hacia las profundidades más oscuras, como tejados de pizarra, de la melancolía. Hay días en que el celaje, puro azul, la brisa fresca, la transparencia del horizonte, son meros adornos para el alma. Uno mira, pero no ve nada de lo que le rodea, como si unas cataratas esmeriladas cubrieran la visión. Y uno, en consecuencia, pierde el disfrute de ese regalo que se le ofrece como dádiva, más aún como mensaje evidente. Sin embargo ni el susurro atolondrado y feliz de los cantos asonantados de las aves sirve para aterrizar en este mundo que se nos ofrece como el salón mejor preparado de la casa. Un salón que es, al mismo tiempo, de nuestra propiedad y al que somos invitados como queridas visitas.
Sin saber por qué, acaso el sueño, acaso las preocupaciones, acaso la falta de sentido de nuestra vida, un muro de hormigón sin enlucir, grisáceo, como sucio, se levanta por encima de nosotros y camina, quizá aprisionando a nuestra sombra, al mismo compás anodino que los pasos que se arrastran, sin darnos cuenta, sobre el pavimento recién duchado y recién peinado por unos individuos que han madrugado más que nosotros y van vestidos de verde fluorescente.
Pero todo da lo mismo. Es igual que la multitud de colores y risas borbollee en nuestra mirada, todo está cubierto por una película que torna al sepia el tono de nuestras miradas. Y el caso es que, si uno reflexiona, puede que por equivocación, sobre los motivos que le han sumido en tal estado de ánimo semejante a una charca de aguas podres y estancadas, la conclusión es que se desconoce o que no hay ninguna diferencia esencial entre el día en que la mirada abrillantaba cada superficie por la que se deslizaba, incluso las más rugosas o áridas, y este día de hoy, por lo demás, un delicioso día de inicios de julio, en el que el calor se ha aletargado, para darnos una tregua de disfrute.

viernes, 27 de noviembre de 2009

MAÑANA DE PLATA. SEGUNDA PARTE.

Imagen tomada de Internet


PRIMERA PARTE

Cuando ayer por la tarde, antes de que comenzara la lluvia que aún continúa, mi abuela descubrió mi presencia ante su puerta, no se extrañó, lo que me sorprendió, pues, igual que a mí me cuesta visitarla, a ella le supone gran esfuerzo recibirme.
Ambos sabemos que no soy su nieto predilecto, lo que, lejos de provocarme celos, me tranquiliza, pues, de ese modo, desde hace más de veinticinco años, al cumplir los catorce o quince, nuestros encuentros son esporádicos, breves y protocolarios, como si recibiera a un embajador con cuyo país se mantienen relaciones diplomáticas de carácter simbólico y siempre tensas, aunque en ningún caso conviene romper del todo. Sin embargo, acaso porque nos conocemos muy bien, ya que la semejanza de nuestros ojos no es lo único que nos empareja, siempre intuyo sus deseos. Apenas bastan unos segundos y sé si debo estar con ella más de lo previsto, si conviene desaparecer de su presencia tras las meras y corteses fórmulas protocolarias y consumir mi infusión a toda velocidad, aun a riesgo de provocar un incendio en mi faringe, vislumbro si desea hablar, o es mejor que uno hable. Por eso, por ejemplo, siempre atino con los regalos por su cumpleaños. Soy el único nieto que adivina año tras año sus anhelos. No he fallado nunca. Incluso cuando no le regalaba nada, acertaba. Los demás, mucho más queridos por ella, nunca daban con lo que consideraba un regalo apropiado.
El año en que una de mis primas, su nieta preferida, le regaló un precioso chal, lo desdobló con ternura, pero allí quedó desplegado como una margarita desgajada. Mi prima supo que nunca se lo pondría, y se llevó un gran disgusto. Ese mismo año, se me ocurrió lo del bastón, por una mera cuestión de lógica, y porque el bastón, digamos, me gritó desde el escaparate al pasar yo delante de él. Llegué tarde, como suelo hacer en tal circunstancia. El chal de mi prima yacía sobre una silla. Había otros cachivaches, los demás regalos, dispersos por el salón cuyo aroma a su infusión predilecta parecía sumirnos en un campo de malvas; en cuanto le entregué la estrecha caja que disimulaba algo su verdadero contenido, adivinó de qué se trataba y me sonrió aviesamente. Siempre sabes lo que quiero, me dijo. Le devolví la sonrisa envuelta en dos besos fríos y le murmuré casi al oído, Ya sabes, abuela, que estoy pendiente de tus deseos, hasta los más ocultos. No seas zalamero y guasón, que ya sabemos tú y yo cuánto nos queremos.
Los demás primos, que seguían la conversación, se admiraban; mi prima, la del chal, lloriqueaba. Cuando pasé a su vera, donde me senté, le acaricié una lágrima furtiva, No merece la pena este disgusto, le musité. La intención es lo que cuenta, remaché, con tal ironía que, hasta ella, muy inocente a pesar de los años para discernir la doblez de los seres humanos, se tuvo que percatar.
De lo dicho, incluida esta cruel anécdota, se deduce que mi relación con la familia es tirante, escasa y puramente formal. Lo que más me gustaría sería asistir a sus entierros; pero como hasta ayer intuía y hoy sé, casi todos los primos debemos de tener el gen de la longevidad muy desarrollado en nuestro mapa genético. Y este adorno procede, como también constaté ayer, de mi abuela.
Aquí es donde quería llegar.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR ANACRÓNICO


No sé a ustedes, pero algunas veces tengo la impresión que soy un bicho raro o que no habito el mismo mundo donde habita la inmensa mayoría de los mortales. Sé que anotando lo que acabo de anotar, me juego la posibilidad de que algunos de ustedes tome a continuación la palabra y deje constancia de tal hecho aportando pruebas, pero no puedo evitarlo.
Digo lo anterior porque cuando me miro al espejo o leo el periódico, no me encuentro identificado con la mayoría de cosas que atraen a los seres humanos.
Simplemente me dan lo mismo.
Ahora me tendré que explicar y no sé si arreglaré este estropicio que acabo de perpetrar.
Verán ustedes, nunca me han llamado la atención los coches, salvo los pequeños vehículos de miniatura que me regalaban cuando era niño y la mirada siempre era la del amanecer. Dicho así, además de más o menos lírico, lo mismo no extraña mi afirmación. Pero si se escarba un poco en ella se verá que esa indiferencia ante los vehículos de motor, como si fuera una reacción en cadena, lleva aparejada otras muchas cuestiones: no favorezco el desarrollo de la industria automovilística, no participo con el impuesto de circulación en el acrecimiento de las monedas que necesita imperiosamente este municipio, no colaboro con el necesario desarrollo de varios monopolios de carburantes, no fomento el runrún polimorfo de las mañanas o las tardes de mi ciudad, y soy una rémora para los constructores de aparcamientos, ya sean estos en superficie o subterráneos.
Tampoco me llama la atención vestirme a la moda, a la última moda.
Bueno, a ver, esto es más delicado. No es que uno pueda suscribir las palabras de D. Antonio Machado cuando se dibuja a sí mismo vestido con torpe aliño indumentario, pero mi armario, además de soportar tremendas rebeliones camiseras a las que pretenden sumarse otras prendas que han amenazado con reforzar la tropilla de las insurrectas, tiene escaso fondo, lo que, por otra parte, es una gran comodidad y un gran alivio para la sección norte del mismo, es decir la barra que sujeta las perchas donde penden las prendas… Y de nuevo ocurre como con los coches, la cosa no tiene mayor importancia, pero tampoco contribuyo al desarrollo de la industria textil, ni al del diseño de vestuario, ni al de las franquicias de ropa, ni siquiera a la subsistencia de las tiendas normales de toda la vida cuyas prendas me gruñen tras los escaparates cuando me ven pasar, pues saben que lo haré de largo, como siempre, por no hablar de las pobres modistas que suman en su monedero un puñadito de euros gracias a acortar largos de pantalón, o anchos de cinturas.
Tampoco estoy al tanto de las novedades en el mundo discográfico. Aclaro, antes de que los secuaces de la ministra del ramo se echen a mi yugular, que no he invertido ni un solo segundo de mi vida en intentar descargarme este tipo de música de modo fraudulento..., ni legal. Es que no me interesa. La frase que debiera seguir me la ahorro, para evitar su hartazgo si es que hasta aquí han llegado, ya saben: no contribuyo al desarrollo, etcétera, etcétera…
De los viajes casi prefiero ni hablar porque sobre esta cuestión ya me han dado ustedes candela a lo largo del último año.
Podría continuar hablando de la televisión en general y los programas de las vísceras varias en particular, de los bestseller publicitados hasta el hartazgo, de las pantagruélicas comidas o cenas en restaurantes, de la… Quizá sólo en lo relativo al balompié el son de mis pasos se acompase mejor al del común de los mortales de esta parte del planeta, aunque comienzo a percibir en mí serios síntomas de apatía ante el empacho que tanta retransmisión televisiva produce en mis neuronas…

A estas alturas, entre el velo del paladar y los labios, más de uno querrá dispararme esta pregunta : ¿Qué haces con tus horas, en qué ocupas tu tiempo…?
Y aquí es donde se cierra como un lazo la coda de esta entrada con su testa. Porque, por muy raro que les parezca a ustedes lo que no hago, más raro es lo que hago.
Disfruto leyendo poesía, cada día un poco más, cada día un poco más despacio, a ser posible sin conocer nada de los derroteros por los cuales se ha llegado a la publicación del libro o a la obtención del premio. Disfruto escribiendo en sesiones de dos o tres horas, sin que me preocupe lo más mínimo ni la cantidad ni lo que puede gustar o no al resto de los mortales. Disfruto cazcaleando por las calles silenciosas de esta ciudad, aún en los días ya desapacibles. Disfruto con mi amnesia en materia musical que me permite repetir y repetir la escucha de algunos temas de música clásica adquiridos de modo legal, señora ministra. Disfruto inventando historias partiendo de unas presencias que se muevan ante mis ojos. Disfruto contemplando el juego de los niños, refugiados en su fantasía en la esquina de cualquier plaza, de cualquier jardín. Disfruto con las ocurrencias cotidianas de otros amigos de este mundo que dicen digital...
Esto, lógicamente, además de trabajar en una oficina, procurar cierta atención a las personas que viven junto a mí y rendirme cada día al sueño, general de un ejército siempre victorioso y contra el que hace tiempo he declinado plantar batalla…
Eso sí, no soy raro en disfrutar de la persona a quien amo, pero eso es otra historia, a la que no conviene este tono, como ustedes, sin duda, comprenden.

lunes, 23 de noviembre de 2009

BUSCANDO A ERIC

Cartel de la película. Tomado de la página de MUCES


Aquí os dejo el enlace con la información básica de la película y un extracto de su argumento. A mi modo de ver completamente reconmendable. Supongo yo que una película de Ken Loach tendrá la suficiente confianza entre los distribuidores, como para que la cinta entre en el circuito comercial, más allá de un par de salas en las grandes capitales. Quiero decir que será fácil verla en la mayoría de salas de cine de las capitales de todo el país.
...Acabamos de llegar, como quien dice, de disfrutar con la proyección de esta película que hemos contemplado en la iglesia de San Juan de los Caballeros o Museo Zuloaga, que para estos días se convierte en sala de cine.
Y lo primero que tengo que decir es que la película, como la gran mayoría de este director, merecen la pena. Como en prácticamente toda su filmografía el director británico huye del glamour y de las grandes estrellas. Su historia (esta y otras) tiene un vago aire a un docudrama, a un documental, en que el director tiene poco que hacer, salvo colocar la cámara y rodar la vida.
Obviamente es mentira, completamente mentira. Su trabajo es meticuloso, prodigioso y lleno de matices. La evolución de los personajes, la interpretación de alguno de ellos (me ha sorprendio y muy gratamente Eric Cantona el gran delantero centro del Manchester), la ambientación...
Ken Loach nuevamente nos ofrece un retrato descarnado de la sociedad británica, de la clase obrera británica. Una clase que como tal, ya no existe, salvo en el grupo de sus hombres y mujeres que hoy frisan los cincuenta y pocos años, porque es despreciada por sus propios jóvenes y adolescentes, cuyo único fin en esta vida es el de pasarlo bien, sin hacer nada, absolutamente nada. No es que se nos muestre ruptura generacional, se trata de un abismo generacional.
La clase obrera (en este caso se trata de carteros, pero igual da) que vive alienada por el fútbol, como ocurre en medio mundo, sin embargo puede encontrar en el propio fútbol el remedio a los males que le aquejan.
Probablemente sea cosa del cuidado guión de Paul Laverty, pero si doy por histórica esta parte del guión, uno comprende que lo más importante del fútbol, como tantas otras cosas en esta vida, ni es lo que aparenta ser ni son los resúmenes de los telediarios.
¿Parece que se trata de una película sobre el fútbol?
En absoluto. O sí, completamente. Depende de cómo se mire.
Estén tranquilos quienes no gusten de este deporte/espectáculo, casi no hay imágenes de fútbol. Sumadas todas ellas quizá ni se llegue a los tres minutos sobre un total de ciento diecisiete de metraje. Y sin embargo se habla del fútbol.
Buscando a Eric establece un juego de palabras con los nombres de los dos protagonistas del film, el futbolista y el cartero, y en ese juego de palabras reside el misterio de la historia.
Cuando la vida te plantea un problema o mil problemas o un millón de problemas, siempre hay más de una solución, siempre hay alguna posibilidad. Esa es la clave, esa es la lucha, ese es el juego, ese es el camino.
Que esta película no pasará a la historia del cine es evidente, pero que se trata de una película entretenida e instructiva sobre muchas cosas también es cierto. Sin duda un buen plan para una tarde de otoño o de invierno, después de haber leído un rato, haber charlado con los amigos o la familia, haber paseado, distraerse de este modo no está mal.
Cine europeo, buen cine, el cine de toda la vida: sin efectos especiales, sin trucaje de ordenador: guión, cámara, acción.
A disfrutar.

viernes, 20 de noviembre de 2009

MAÑANA DE PLATA. PRIMERA PARTE

Imagen tomada de Internet



Ha amanecido una fría mañana de plata, desvaída y mate. Las lomas pardas de las tierras que se alinean frente a mí, tiritan al recibir las gotas de lluvia que cae oblicua, disparada desde lo alto. Los colores se licuan en la atmósfera gélida. Estoy sentado ante los ventanales de esta habitación desnuda, con vocación de celda, no sé si monástica o carcelaria. Los acontecimientos de la víspera provocan en mí tal batahola que me ha sido imposible conciliar el sueño en toda la madrugada…

Todo empezó por una visita extemporánea que debí soslayar; pero me fue imposible...
Una desproporcionada fuerza me empujaba sin remedio. Sentía una especie de dedos que parecían de hierro y que impulsaban mis piernas en tal dirección, aunque, por otro lado, y al mismo tiempo, otra energía opuesta, en forma de brisa, alentaba los oídos anunciándome siniestros vaticinios si hacía lo que terminé haciendo. Cuando estuve ante la puerta, noté el potente pálpito de que algo de imprevisibles y negativas consecuencias sucedería.
Nunca he sentido premoniciones, ni he creído en ellas. Soy escéptico en materia de percepciones extrasensoriales. Haciendo verdaderos esfuerzos para doblegar mi razón, acepto el aliento poderoso, a veces milagroso, de los latidos del corazón e incluso el vigor indomable de algunas ondas que emanan de ciertos cerebros. Pero otras cuestiones, como la anticipación del futuro o el contacto con el más allá, son extrañas y repugnan mi pensamiento. Sin embargo, ayer me sentía domeñado por dos inexplicables impulsos inmateriales y ajenos a mi voluntad; salvo que ésta se hubiera desdoblado en tres partes, la personal que controlaba mi pensamiento y mis deseos, y otras dos que sentí extrañas a mi persona: una me impulsaba hacia la vivienda y otra, por el contrario, me susurraba sin parar que me alejara de allí, presto y ligero.
Al fin fue más poderoso el impulso de los dedos metálicos que me empujaban, pues acabé pulsando el timbre. Al hacerlo, supe que tendría que haberme ahorrado el gesto, pero no había remedio. La melodía que silbaba alrededor de mis pabellones auditivos, como un moscardón educado en los ensayos de una orquesta de cámara, pidiéndome que girase en redondo, cesó reconociendo su derrota; la presión de los dedos se relajó, aunque su presencia no se alejaba del todo, como si vigilara un intento de huida.
En cuanto que el estridente campanilleo del timbre resquebrajó la placidez de la tarde, escuché pasos acercándose, como si me hubieran visto acercarme hasta el umbral del edificio.
No me hizo falta ver su figura para saber que era ella. Hubiera sido extraño algo distinto. Sus pisadas son inconfundibles. Es lo único que no ha variado en ella.
Mi abuela, con noventa años, ha envejecido: es una pasa siempre envuelta en luto, cual mortaja negra, que no ha dejado en los últimos sesenta años, desde que murió mi abuelo en un suceso dramático. Nada desmiente su edad, sus pasos son susurros que lijan la añosa tarima de la casa; se trata, sin embargo, de susurros dotados de energía y decisión, como si naciesen de una musculatura mucho más fornida de la que uno supone en una anciana con aspecto de anciana. Extrañará a cualquiera, pero, a pesar de sus dieciocho lustros, salvo al hacer alguna visita que considera trascendente, no utiliza su bastón, el que le regalé hace varios años. Cuando se apoya sobre él, estoy convencido de que lo hace más por coquetería que por necesidad. Ni siquiera por precaución en los días invernizos, cuando el hielo se encarna sobre el pavimento de su calle siempre umbrosa.
Quiero y odio a mi abuela a partes iguales.
Esta doble sensación me abruma desde niño, cuando sentía sus besos como estiletes buidos que se me clavaban muy adentro. Siempre he pensado que hacía las cosas calculando el interés que le reportarían, nunca de modo desprendido. Al morir mi abuelo, quizá fue la única forma de actuar que le sirvió para sacar adelante a sus cinco hijos (mi madre y otros cuatro hermanos). Quizá entonces la vida le mostrara toda su cara monstruosa, y se defendió utilizando la técnica del camuflaje, como los camaleones. Tanto la usó y tan bien le funcionó que, lo que comenzó siendo una estrategia de supervivencia, se tornó en forma de vida habitual.
En conclusión, que la admiraba y la quería, pero mantenía las distancias prudentemente, pues no me fiaba de su sonrisa de labios delgados como bisturíes, ni de sus ojos azules, tan pálidos que parecían trocitos de hielos veteados de leves tonos azulinos, como una de esas masas inconmensurables de los iceberg antárticos. En días tan oscuros como hoy o ayer, sus pupilas se albean de tal modo que parecen plata fría. En mis peores pesadillas, mi abuela aparece con ojos blanquizcos y el brillo de su sonrisa se refleja en sus iris incoloros cual gélido chispazo. Al hablar así de ella, lo hago de mí mismo, pues mis ojos, para mi desgracia, heredaron cada detalle.
Por eso la temo.
Conozco a la perfección el trasfondo oculto tras la aparente calma que transmite su helor opalino.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR DE ANIVERSARIO



Mientras leen, pueden escuchar...



Verán ustedes, hace un mes me enviaron un largo texto que, como tantos, circula por la red. Muchos de ellos me parecen inútiles, pero hay otros que ilustran y ayudan a explicarse, mejor que las propias palabras. Este es su arranque:
"Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante es poder cerrarlos dejar ir momentos de la vida que se van clausurando."

Esta mariposa a la que bauticé como Pavesas y cenizas comenzó su vuelo hace un año. Hace un año exactamente y comenzó su aleteo con estas palabras:

Tiemblo al tiempo que anoto mis primeras palabras en un blog. Tiemblo como las mariposas que nacen, quizá por descuido, al fondo del verano, cuando el otoño sonríe como un bebé azul, pálido. Aquí estoy, no sé si seguiré algún tiempo, no sé, si como esas mariposas anacrónicas, será breve mi hálito y pronto me tornaré pavesas volanderas, cenizas mortecinas.

¿No les parece que después de un año, conviene realizar una parada en este camino y brindar porque la criatura sigue viva y continúa su andadura? ¿Más aún, porque continuará su paso, quizá a ritmo andante, pero intenso?
Así que descorcho con ustedes una botella de lo que quieran y brindo en su compañía. Un año no se celebra todos los días, y el primer aniversario, además se festeja con especial intensidad.
¿Creen ustedes que debería hacer como los presidentes de los consejos de administración y detallar las metas alcanzadas...? Me da en la nariz que no es necesario. Esta empresa funciona con total trasparencia y pueden ustedes acceder a su cuenta de resultados, las trescientas noventa y una entradas, cuando quieran. Las pueden leer por fechas o por etiquetas. Están ahí a su disposición. Sólo tienen que tomar el puntero de su roedor informático, dirigirlo a la columna de la derecha y cazcalear por donde dice Etiquetas. Ante ustedes aparecerán de nuevo los poemas, las estampas, los relatos, los fragmentos de mi diario, las miradas hipermétropes, los Alenarte lo publicó primero, estas tribulaciones, la galería de retratos improbables, los escritos desde Euritmia, los microrrelatos... Si lo prefieren dense una vuelta donde puse, Hoy no es el primer día...
Y si siguen descendiendo verán un pollito de color azul, creo que de origen alemán, qué cosas, que dice con su sonrisa de ojos melancólicos: "Comenta con respeto aunque discrepes". Esa es la otra parte de este cuadernillo cibernético que ha crecido con robustez y le ha dotado de músculo a las alas de la mariposa.
¿Seré capaz de explicarme para que ustedes me entiendan o, como siempre, los dedos se me van a tropezar con los latidos del corazón...?
La mariposa, a las pruebas me remito, nació fuerte, desde luego mucho más de lo que yo pensaba. Se conoce que ha encontrado un buen jardín con flores que le han nutrido con su néctar. Son ustedes, mis lectores, quienes han dotado de esa energía el vuelo de la criatura. Lectores que en algunos casos, además, han ascendido en los peldaños de la consideración personal. Personas que, de no ser por este invento mágico, habrían sido completamente desconocidas para este escribidor. Lo cual, qué quiere que les diga, habría sido un déficit terrible en primer lugar para mi corazón y también para mis letras.
Y este es el principal motivo de la celebración. Como escribí en alguna de las entradas, uno de las ventajas de la Red es la posibilidad de la inmediatez entre lector y escribidor. Y cuando hay buena voluntad en ambos extremos del circuito de la comunicación, esta cercanía es pura vida para quien escribe, pues quien se dedica al ejercicio de la péñola, deja de sentirse perdido en un océano de silencios.
Este escribidor ha estado con todos ustedes, cada día, sin una sola ausencia. Ahora ya lo puedo afirmar con plena certeza. Sólo hubo una jornada de silencio, el día de Navidad del año 2008 y fue un silencio no sólo previsto y avisado con tiempo, sino especialmente deseado por el significado de tal fecha.
Ya sé que ninguno de ustedes se alzó desde las teclas de los equipos donde escribo para amenazarme blandiendo un bastón o algo por el estilo, para que mantuviese ese ritmo. Fue mi propio afán quien me impulsó a establecer esta férrea disciplina. Y he cumplido con ella con alegría y determinación. Como suele decirse, a nadie amarga un dulce, y para el escribidor presentarse en la palestra cada día, ha sido como ser invitado a comer mazapán todos los días. (Que cada uno ponga aquí el dulce que le guste, es que a mí el mazapán me encanta).
Ahora, en un buen discurso de aniversario, convendría que hiciese un análisis pormenorizado de las diversas fases por las que ha pasado este blog, que han sido varias. Pero resulta que soy muy malo para los discursos, y prefiero mirar hacia delante, sabiendo y dejando testimonio fehaciente de que todo aquél que ha pasado, que pasa y que pasará por esta cafetería/brasserié me ha enseñado algo, me ha aportado, y me ha obligado a intentar mejorar. Que lo haya logrado o no, no soy el más indicado para decidirlo, pero al menos lo he intentado.
Y esta es la gran riqueza de este bloc cibernético. Para este escribidor la disciplina y la presencia de ustedes (ya sea pública o privada, que no me olvido de nadie) ha sido el mejor modo de escribir, que, a la postre es lo que tiene que hacer quien dice ser escritor..., perdón, escribidor...
Pero como decía arriba, todo tiene sus momentos, sus fases, sus etapas, y ahora llega el tiempo de cuidar a la criatura, de evitar que por excesiva prodigalidad se nos muera de anemia.
Como es bien sabido de todos ustedes, la vida de las mariposas no es tan extensa como la de las tortugas o los elefantes, ni siquiera la de los humanos o los perros. Por ello requiere de su mayor cuidado, para intentar que perdure.
A este escribidor, como ya proclamé en su día, le empuja la vida y la escritura hacia otros derroteros, por lo que llegado este aniversario, es el momento de aliviar el paso, para evitar que el excesivo trote acabe con su aleteo multicolor.

Simplemente puedo decir ahora que permanezcan atentos a las pantallas de su ordenador, porque continuaré presentándome ante ustedes, aunque no sea cada día, aunque no sea a la media noche. Y entre todos, pronto, nos acostumbraremos a este nuevo paso, paso como de andante de un concierto de piano de Mozart...

martes, 17 de noviembre de 2009

Alena Collar: "Estampaciones"


Me acaba de suceder algo extrañísimo, Alena: en el corazón del ordenador tengo guardadas muchas horas de música, la que a veces me ayuda cuando quiero concentrarme o aislarme en la tarea de contar. Esta noche escribo sobre Estampaciones y había pensado que los conciertos para violín de Bach me inspirarían. He ido al correspondiente archivo y allí creo que he seleccionado una comparación de distintas versiones que poseo… Pues no, me he equivocado y han saltado como una catarata de vida una selección de cantatas del Viejo Peluca. Un chorro de vida inunda mis oídos, un revolotear de mariposas de colores me invade con la contundencia del coro inicial de la Cantata BWV 67.
Pues, fíjate que creo que los hados me han ayudado, o la torpeza de mis dedos... Verás, cuando terminé de leer Estampaciones recuerdo que lo primero que pensé: Alena ha atrapado un buen trozo del río de la vida y lo ha colocado ante nosotros.

A pesar de que cierto tono melancólico parece recorrer sus textos, en realidad es un envoltorio, porque lo que traspasa a nuestros ojos es la vida, su intensidad, su cálida menudencia…, y la ternura con que la mirada de Alena la acaricia y nos la cuenta.
Como no soy crítico literario (ni quisiera), me voy a permitir no concretar sobre los relatos que componen este libro tan delicadamente editado por EDICIONES POLICARBONADOS. Sobre esta cuestión sólo diré que se trata de un libro de noventa y cinco páginas con veintinueve relatos o, como dice la autora, "estampaciones". Añado que el estilo es directo, sencillo, accesible, pero a la vez de variado repertorio que se mueve en distintos tonos o géneros: narración, prosa poética, realismo mágico, cuento popular, fino humor… Pero las disquisiciones técnicas me preocupan menos ahora. Me preocupan un poco más cuando escribo. Cuando leo, procuro morder el tuétano de la historia y me dejo llevar por la mano de quien la escribe, que ella en este caso dirija mis pasos.
¿Qué me preocupa entonces? Que vayáis corriendo a la dirección de La Clandestina y agotéis, si es preciso, la edición del libro. No os arrepentiréis. Encontraréis que la vida os atrapa y os reconciliaréis con la literatura, con la buena literatura de siempre, la que siempre ha tenido como gran objetivo estampar la vida por el procedimiento de escribirla: hermosa y ardua tarea.
Quien busque efectos especiales, prodigiosas aventuras ante misterios de tiempos pretéritos, complicadísimas investigaciones cuasi policiales, que se olvide. No hallará nada de esto. Quien, sin embargo, tenga sed de literatura que se lo lea, verá que su lectura se parece bastante a beberse un vaso de agua fresquita que limpia tantas cosas, tantas penas, tantos dolores, tantas ausencias. Y, sobre todo, destierra la sed, que es lo que mayormente uno busca cuando bebe.
En la contraportada del libro, dice Alena a Mariano Vega, su editor, que ella es una mujer que mira y que lo único que sabe hacer es escribir. De esa conjunción nace Estampaciones.
Puesto que lo dice ella, de acuerdo...
Pero no del todo...
Que mira y escribe lo que ve, no hay duda… Pero que sea lo único que sepa hacer, a mi modo de ver es una opinión intransigente consigo misma.
Al menos en este libro, demuestra que está recorrida por la ternura y la aplica con tozudez inquebrantable, diría que en todas y cada una de las veintinueve estampas. Es como si se hubiera propuesto, para nuestro gozo, demostrarnos que se puede escribir de cualquier tema sin herir, tomando a los personajes con el mismo cariño y cuidado con el que se toman las fotografías de los seres queridos cuando se las vamos a enseñar a esa visita que está tomando con nosotros un cafecito a media tarde.
Alena, como dice ella misma, sale al balcón y mira. Observa la vida que pasa ante sus ojos en una calle madrileña, que es una calle cualquiera de cualquier ciudad del mundo. Y cuando toma su péñola y escribe la historia, parece una estación meteorológica del corazón de sus protagonistas que registra con precisión y cariño cada una de las alteraciones: temperatura, humedad, borrascas, anticiclones, frentes nubosos…
No hay malos en este texto (Alena, así no nos haremos multimillonarios). Parece que la escritora posee la certeza de que la existencia cotidiana tiene sus propios avatares que arrojan la suficiente cantidad de desdicha (vease El Tuteo, Transterrado, por ejemplo), como para buscar, además, la ayuda de ladrones, secuestradores, vampiros, asesinos, monstruos, estafadores, proxenetas, qué sé yo… Y mira que en una gran ciudad tal cosa es fácil de encontrar.
El peor de sus personajes es el niño de Néstor, el de los paraguas rojos, que en realidad es un glorioso angelote travieso. A ese grado de maldad es al que llegan los habitantes de este libro.
Y ahora lo mismo la autora se me enfada, pero me arriesgo...
Cuando acabé de leer estas páginas, me vino a la cabeza Galdós. Esa forma suya de querer con palabras a las gentes sin nombre que se movían por su Madrid tan convulso, tan castizo, tan duro y al tiempo tan humano. No me refiero a ningún personaje en concreto, al menos a ningún protagonista, me refiero a ese paisaje humano de fondo que se mueve con vida propia.

No, el título no es cualquier cosa. Alena pretende y consigue atrapar sueños, ilusiones, retales de vida, vidas completas y las imprime en el papel y en nuestro ánimo con la pulcritud y sencillez, aparente, de los buenos escritores.
Poco más que decir.
Todas las estampas me han gustado, unas más que otras, pero eso no tiene nada que ver con este artículo, que no es una crítica, porque no sé hacerlas, ni siquiera un comentario a un libro, porque no se me dan muy bien, más bien es la estampación que ha dejado en mi ánimo las Estampaciones de Alena Collar. Y sé que estas palabras no cambiarán el curso de la historia de la literatura, pero yo diría que el libro, la autora y los editores merecerían un lugar importante en esta selva del mundo de las letras... Es que si no lo digo, reviento.
Eso y que una corriente de vida, como una cantata de Bach, está encerrada en estas pocas páginas.


lunes, 16 de noviembre de 2009

ICARO Y LAS PALABRAS

El Sembrador de Millet. Imagen tomada del blog Tierra de Poemas
Desde que uno asomó sus pestañas al mundo de la red, ha experimentado en sus propias carnes, lo que en teoría es sabido desde los tiempos estudiantiles. Sin embargo, nunca es lo mismo conocer algo por referencias, aunque éstas sean muy precisas, que experimentarlo. Es verdad (y procuraré no repetirme en exceso) que en Internet hay mucho rostro cubierto con caretas y que utilizan el disfraz para disparar a dar, pero no es menos cierto que también hay mucha sinceridad y mucho afán por construir, por aportar. Si, como es mi caso, se cuenta con la fortuna de gozar de un puñado de lectores (máxima aspiración de un escribidor) y además se tiene acceso a ellos y se ha instaurado un canal de comunicación cuya base sea la sinceridad, el escribidor descubre muchas cosas.

Aclararé antes de continuar. No se trata de que quien escriba varíe su escritura (ni en forma ni en temas) por lo que demanden los lectores. Mal camino, mal escribidor y malos lectores, si tal sucediera. Se trata de otras muchas cuestiones, pero hoy ni siquiera quería reflexionar sobre ello, sino sobre la independencia de los textos, o sobre su propia personalidad.

El otro día, no hace mucho, con un par de breves textos de mi autoría, que no vienen al caso, se produjeron interpretaciones dispares, pero no contrarias, más bien complementarias, poliédricas, al menos. Y esto me llevó a pensar sobre el asunto.

Por así decir, las palabras surgidas como por arte de magia de las yemas de mis dedos, en el momento en que se publican, se convierten en pájaros que abandonan el nido y que son autónomos para siempre, y emprenden un camino que a los padres sólo les es dado controlar en la distancia. Mientras esas mismas palabras (nada especiales, por otra parte) palpitan en mi casa, y sólo mi corazón es testigo de su crecimiento y de su maduración (no importa el tiempo que dure este proceso) quien escribe sabe que todo depende de sí. Acortar, alargar, espulgar, esparcir, recortar, acrecer, rodear, omitir, mostrar, sugerir, ordenar, desordenar, son tareas que forman parte del oficio, del laboreo silencioso del que se hablaba en el primer artículo de esta serie. Pero en algunos casos, antes o después, llega el instante en que las historias o reflexiones que uno ha vestido con palabras salgan a la calle, solas por primera vez, con la única misión de que otra mirada diferente a la de su creador las contemple.

Quien escribe sueña con que lo lean, es decir, sueña con que sus textos alcancen el destino por el que nacieron: el corazón de otras personas. Pero de lo que no se es muy consciente, o se es tan consciente que no se tiene en cuenta, es que las mentes a las que llegan nuestras palabras no están en la misma sintonía vital que quien las escribió. En muchísimas ocasiones ni siquiera el contexto temporal o espacial es el mismo. Esta diversidad de situaciones anímicas, vitales, espaciales, temporales, culturales, educacionales, etcétera, tiene como consecuencia que las palabras, al posarse sobre el vuelo de las miradas de los lectores, adquieran significados inimaginables para el escritor. No hablo, por supuesto, de errores de interpretación o de interpretaciones sesgadas provocadas por lecturas rápidas y superficiales, eso es otra cuestión; me refiero a interpretaciones, mejor dicho resonancias, perfectamente plausibles, lícitas y que, una vez desenmascaradas por el lector, al escritor le iluminan más si cabe.

Y lo más curioso es que un texto cuanto más íntimo, más sincero con uno mismo, más personal, más evocaciones diferentes provoca, cuando la teoría dice que, a priori, menos interpretaciones diferentes debiera tener.

Llego a la conclusión de que se cierra el circuito de la comunicación.

Una realidad, la que sea, provoca al escribidor a tomar sus útiles que plasman tales pensamientos en un texto. Una vez soportados todos los controles de calidad que se quieran, y que el autor haya establecido como necesarios, concluye en su publicación cuyo destino es otra persona, a menudo anónima y bien distinta del autor que, de pronto, al zambullirse en el texto, encuentra en esas palabras una candela que ilumina un trocito de su propia experiencia; ese efecto iluminador, al mismo tiempo, rebota sobre el propio texto en el que, de pronto, como si un arqueólogo hubiera trabajado con extremado cuidado, aparecen realidades que ni la propia conciencia del escritor había detectado. Sí quizá de modo inconsciente, pero justo es reconocer que sus ojos no las habían descubierto.

Lo habitual es que el lector guarde para sí tales descubrimientos, semejantes miradas diferentes y conclusiones que para el autor son absolutamente desconocidas… Salvo que ocurra, como a mí me sucede, que el lector se atreva a hacer partícipe al autor de sus hallazgos.

Quizá haya escritores que estimen intolerable semejante atrevimiento. Para mí, cuando hay sinceridad y respeto, es emocionante que un lector comente con el autor su visión del texto, esa sugerencia, esa interpretación, y quizá sea ésta una de las suertes de la inmediatez que provoca la comunicación vía Internet, a pesar de sus muchos problemas, porque al final, el escribidor descubre que sí, que no es sólo una metáfora decir que el texto es una criatura que adquiere independencia en cuanto se publica, sino que es una fiel descripción de unos hechos comprobables a diario.

domingo, 15 de noviembre de 2009

CUESTA CREER

Imagen tomada de Internet

La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Junio de 2005


Visto así, con la perspectiva de tantos siglos de historia, uno tiene que reconocer que ha sido vertiginoso el proceso de esta criatura, tan minúscula y frágil por otro lado. Uno piensa, por ejemplo, en los sistemas de comunicación que utilizaban los primeros moradores de la zona de las riberas de los ríos o los arroyos, antes de que llegaran otros más poderosos a ocupar el alto roquedal que se yergue poderoso sobre el resto del paisaje, y los que hoy utilizamos, y cuesta creer que estamos hablando de la misma especie, ésa que no ha variado tanto en otros aspectos, sobre todo en lo relacionado con los afectos y los impulsos. Cuesta creer que los mismos seres que se envian imágenes o sonidos o textos a miles de kilómetros de distancia en milésimas de segundo, aún tienen como primera necesidad, por suerte, además de la de comer, la de ser acariciados o sonreídos por otro congénere. Cuesta trabajo que los seres que han llegado a cotas tan impensables de desarrollo en cuestiones médicas o técnicas, ante un ataque de ira puedan acabar con la vida de la persona a la que más aman en el mundo, o eso dicen.

sábado, 14 de noviembre de 2009

LOS DEDOS DEL SOL


¿De qué sirve que cantes las torturas
que el afligido corazón no encierra
y que enlutada pintes a la tierra
con moribundo y destemplado son?
Gregorio Gutiérrez González
Tomado del blog de Francisco Arias .

Los dedos del sol atraviesan un césped de rubíes,
acarician tu rostro en medio de lo oscuro...
La barca de la madrugada sonríe una risa de plata
desembarcando ángeles cual algodones leves
para enjugar las esquirlas que hieren tu mirada...
Las inquietas bailarinas de nácar, hielo y fuego
danzan la suite del aleteo de tu boca...
Una bruja entristece el pulmón de la madrugada
y lo convierte en ciego túnel de asfixia...
Mi mano llora la ausencia de tu mano...
Sufren vértigo mis dedos, desnudos de tu piel,
asomados al precipicio de tu ausencia...


Si los dedos del sol atraviesan un césped de rubíes...
Si la barca de la madrugada sonríe con risas de plata...
Si las inquietas bailarinas danzan la suite del aleteo de tus labios...
Si una bruja entristece el pulmón de la madrugada...
Si mis dedos sufren vértigo asomados a tu ausencia...


Es que el universo, el mundo y mis manos
pretendemos jugar el mismo juego:
enlazarnos al vuelo de marfil de tus huellas,
y ser aire del sendero compartido.

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viernes, 13 de noviembre de 2009

EL PERDEDOR. ENTREGA 6ª Y ÚLTIMA



Su primera deuda fue un aguijón venenoso que se infiltró en su sangre.

Hubo más llamadas. Cada vez menos corteses. Más plazos, cada vez más cortos y perentorios. Más incumplimientos, cada vez más arriesgados. Las llamadas dejaron, casi imperceptiblemente, de ser amables, y se tornaron primero frías, luego hoscas y definitivamente amenazadoras y violentas.
Pero, como con el abandono de su mujer, o con aquel maldito farol, o con la primera deuda que contrajo, o con la vuelta al casino, fue incapaz de escuchar la voz nítida que le avisaba del peligro cierto que corría. Por nada del mundo estaba dispuesto a pagar la última deuda.
La última llamada, la semana anterior, había sido la más glacial y amenazadora de todas. Era un ultimátum. No hizo caso. Estaba convencido de que era un farol.
En el fondo, pensaba que la vida era poco más que una partida de cartas...
Lo más que le podrían hacer sería robarle, y, total, no tenían nada que robarle. Todavía debía más de doce mil euros al banco (sin contar los intereses). Y no estaba dispuesto a deber ni uno más. Trabajaba para pagar el crédito personal. Cualquier otro gasto era dispendio. Casi era despilfarro comer.
Pero, como mal jugador que había demostrado ser, no percibió que aquel prestamista podía hacer algo más con él. Podía acabar con su vida, y después presentarse como acreedor. No había papeles, era cierto, pero sí testigos: varios trabajadores del casino, algunos jugadores habituales... Casi seguro que un juez le daría la razón, a pesar de lo oscuro del asunto. Probablemente no hiciera falta llegar a tanto. Su abogado sería lo suficientemente astuto como para conseguir una buena cantidad sin tener que llegar a los juzgados.

El individuo de traje gris no escuchaba el ruido que se producía detrás de él. Normalmente no escuchaba ningún ruido leve, aunque fuera nítido y claro. No escuchaba el chasquido metálico que precedía al silencioso y definitivo disparo. El individuo de traje gris estaba más pendiente de sus últimos pensamientos, aunque él ignorase tal circunstancia. Pensamientos que, como su indumentaria matutina, eran brumosos, fantasmales. Ideas leves, poco más que vagos rumores de lo que pudo ser, pero no había sido. Del desastre en el que se había metido por no haber escuchado la argentina voz que le decía las cosas; aunque él siempre quisiera atribuirla a vagas invenciones de su timorata imaginación, o de su ánimo cobarde.
Aquella mañana, en la que cumplía el ultimátum, acuciado por las amenazas que había recibido la semana anterior, su mente deambulaba por vericuetos extraños, por elucubraciones contritas de lo que no debiera haber hecho la lejana noche de los primeros sucesos.
No esperaba, en todo caso, que la reacción fuese tan desproporcionada, tan sin sentido. Pero ese matiz no pudo contarlo a nadie. Ni siquiera a sí mismo.
A los pocos segundos, con los ojos aún abiertos, sorprendidos aún, yacía en medio de las losas de la acera levemente humedecida por la escarcha de la reciente madrugada, y por su sangre, cálida aún.

jueves, 12 de noviembre de 2009

EN LA ARROCERÍA

La pianista y jugadores de damas de Matisse.
Imagen tomada de Internet
Pasaron veloces e incontrolables ante su mirada, como pasa el agua del río, pero Adolfo los reconoció. A pesar de la fugacidad del instante no tuvo ninguna duda.
Y los recuerdos acudieron sin necesidad de convocatoria, ni cita previa, ni llamada de ninguna clase. Estaban allí ante el arroz con bogavante. Junto a los vasos de los niños, sobre la servilleta que su mujer había posado para limpiar los labios de Mario, saltando entre el tenedor y el cuchillo que con torpeza manejaba Leandro, su suegro.
Por suerte miró de soslayo a Luisa a tiempo, antes de que ella, una vez que Mario podía seguir embadurnándose sin problemas con el arroz a la cubana que habían pedido para los niños, le hubiera descubierto. Adolfo estaba completamente seguro de que Luisa le habría descubierto; de un modo extraño intuía que tanto recuerdo amontonado en el espacio de aquella mesa circular, tendría que llamar la atención de todos los comensales del restaurante, a pesar de que aquella inmensa arrocería del centro comercial, en realidad parecía la estación del metro. Sólo faltaba que alguno de los camareros se pusiera una gorrita sobre la cabeza, sacara una banderola roja y comenzara a silbar indicando a los comensales de las mesas que ahuecaran el ala, que detrás otros seres hambrientos querían ingerir comida en aquellos pesebres.
-¿Es que no ves que Laura se está poniendo el vestido como un eccehomo?
-Si, mujer, ya…
-¡Miguel, cuidado que manchas al abuelo...! Papá, por favor, llénale el vaso a Covadonga que ella no puede con la jarra.
Adolfo miraba, pero no veía nada, salvo los recuerdos que parecían saltimbanquis de un circo caótico, más menos como el local.
¿Cómo era posible, tantos años después?
Luisa se le quedó mirando, en silencio durante unos segundos. Él sospechó que había descubierto el sendero de sus pensamientos. Era un sendero que cada vez se alejaba más de aquella mesa redonda, de aquel griterío de sus cuatro hijos, de la cara de bobalicón de su suegro al que tuvo que haber dicho no aquella tarde de hace diez años…
¿Diez años?
El camino cimbreaba en su memoria y se agrisaba como un anochecer de otoño. Al fondo, de forma increíble, volvían a estar veloces, blancos, incontrolables aquellos dedos… Los mismos que ahora habían pasado fugaces junto a sus ojos.
Si se hubiera girado en ese instante, habría descubierto la silueta azul de Estefanía, que había reconocido al hombre aquél, el padre de Luisa, el hombre que le desbarató la vida.
En la paellera vacía, Adolfo vio el recuerdo de los ensayos del concierto de piano, el primero de Brahms, justo ese momento inefable del adagio, hacia los dos minutos y veinte segundos, en que los dedos de Estefanía rozaban apenas aquel piano…
Por un momento pensó que tendría que haber seguido sus sueños, pero los dejó en una estacada del camino, a cambio de aquel despacho. Era un trabajo seguro, bien pagado, con fama…
Sólo tuvo que pagar dos peajes, y aquella tarde maldijo su decisión…
- ¡Adolfo, por Dios, el vestido de Laura…!
En su nuca la mirada era demasiado intensa como para que no doliera…
- Mujer, no es para tanto…
Los ojos de Luisa hicieron lo él no se atrevía a hacer y giraron como el hélice de un helicóptero, pero ella sólo vislumbró a una mujer que se abrazaba a un hombre mucho más joven que ella. Una lagarta, pensó Luisa, más tranquila.
- Adolfo, cariño, ¿por qué no vas al baño y con una servilleta un poco mojada intentamos remediar el estropicio en el vestidito de la niña?
Desde que se levantó camino del baño, sus ojos no dejaron de besarse, como la primera vez lo hicieron sus labios.
Estefanía se levantó de improviso y se coló en el baño.
Cuando Adolfo entró, aquellos dedos, veloces e incontrolables, le dejaron un trozo de papel con un número de teléfono.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

LO PEOR ERAN LAS TARDES


Imagen tomada de internet. Google Imágenes


Lo peor eran las tardes.
Hasta hacía unos meses, después de comer, se bajaba al bar de Graciano y allí estaba un ratito: cafetito, copita y mirar alguna partida. Unas pocas bazas, porque enseguida tenía que volver al curro.
Al principio, cundo no se creyó que la cosa se prolongaría tanto, le alegró, como si fueran unas vacaciones, pasar allí tres horas o cuatro, ocupar algún asiento de la partida y vocear, como los demás, por una baza mal jugada, por un renuncio descubierto en la barahúnda de humo y gritos.
Pero después de esos meses, tres o cuatro, ella le advirtió que no podía seguir así. No estaban como para que cada tarde dejase diez euros en el bar de Graciano.
Por las mañanas las cosas eran un poco más fáciles. El horario de los chavales le permitía disimular un poco mejor.
Ella le miraba dar vueltas por la casa como los toros encerrados en un establo, furioso por la falta de actividad. Cada poco le pedía que le hiciera algún recado, e incluso se inventaba mandados inútiles para que aquel cuerpo saliera de la casa y se llevara tras de él la tensión que electrizaba el ambiente.
Pero por las tardes…
Ya, mujer, le dijo, pero entonces qué hago hasta las siete y media o las ocho… ¿Cómo le digo a los chicos que su padre, con cincuenta años, es un inútil y ha perdido el trabajo y ya nadie quiere contratarlo?
Y ella le miraba con las manos retorciéndose en una lágrima de dedos…

martes, 10 de noviembre de 2009

LA MIRADA


El dolor, Oswaldo Guayasamín. Imagen tomada de Internet


Una mirada le paró en seco. Pareció que un muro se erigía en un santiamén delante de su rostro…, un muro infranqueable, pero transparente. La caricia se quedó suspensa en el aire, como un calderón excesivo, y cayó como una hoja de otoño, lenta pero imparable. Volvió a su quehacer anodino, pero aquella mirada le pesaba demasiado en las circunvoluciones de su cerebro. Cuando se quiso dar cuenta, no pudo variar la trayectoria de sus pies que se habían quedado sin andamio, al que no se había sujetado con el preceptivo arnés…

lunes, 9 de noviembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR DEL CLUB LETAL (y II)



Recordarán ustedes que en la entrada del miércoles pasado este escribidor dejó medio insinuada la promesa de que mantendría informada a la concurrencia sobre el memorable hecho de su novela compartiendo tabla con otros textos, durante las mañna de los jueves en la Plaza Mayor de la muy noble y muy leal ciudad de Segovia, con motivo del secular mercado que allí se celebra tal día de la semana, salvo festivos, en cuyo caso pasa a celebrarse la víspera.
Como estaba anunciado, amaneció con ganas de gresca, con mucho alboroto de viento y nubes grises de abundosa panza a punto de explotar, pero la mañana no pasó de ser ladrido de perro que, por suerte, en cumplimiento del viejo refrán, no muerde. Quiero decir que la amenazante lluvia que el entoldado cielo nos prometía, no cayó y Rafa y colaboradores, acudieron a su cita con el mundo de los negocios. El viento no fue suficiente para evitar acudir al cumplimiento de su deber.
Nosotros, quiero decir Marián y yo, aprovechamos el rato del desayuno para acercarnos hasta allí. Una vez que calentamos los estómagos con el reconfortante café, y a pesar del viento y de la temperatura que parecía una lechuga recién sacada de la nevera, dimos con nuestros pasos en la mentada plaza batida por un viento de rostro huraño.
Allí estaba el puesto de Rafa, sin Rafa, obviamente.
La primera mala noticia es que ya ni los libros de este singular mercader son el principal género de su negocio. Ahora le ha dado por las telas, no sé dónde habrá encontrado este hombre la tienda o almacén que haya chapado el negocio y haya liquidado tanta pieza de tela de todos los colores, géneros y especies.
Así que, ya recluidos en segunda fila tiritaban los libros.
La segundo mala noticia es que no soy el único escritor vivo que forma parte del club LETAL (Libros entre Endivias, Telas, Aceitunas y Lechugas). Y no es que uno quiera exclusividad, ni mucho menos. Lo que me sienta peor no es eso, no, sino que alguien del CAS (Club de las Almendras Saladas) y además quien ocupa uno de los mejores puestos del CAS, también pretenda presidir el LETAL, y Rafa que no sé yo si habrá leído Arturo Pérez Reverte, por alguna razón especialísima ha puesto El club Dumas un euro más caro que Aquel sábado lluvioso. Y por el peso del libro no ha sido, eso fijo . Y uno sabe que El club Dumas es una grandísima novela, como la mayoría de las escritas por el cartagenero, pero claro que además de ser el escritor más vendido en España y por tanto presidir o casi, el CAS, también pretenda hacerlo con el Club LETAL clama a los cielos. Digo yo.
Y la tercera mala noticia, es que los tres ejemplares de Aquel Sábado lluvioso no estaban juntos. No podían hacerse compañía. Uno había sido desterrado a otra esquina, a otro lugar, como si hubiera sido castigado. Y encima costaba menos, dos euros menos.
Lo tomé en mis manos, le eché un vistazo. Y no entendí por qué su abandono, por qué esa diferencia en el precio. Descubrí que su único lector lo había dejado en la página ciento cincuenta y nueve, pues la esquina inferior de es página estaba doblada, donde su último párrafo dice:
Mi primera intención fue alejarme lo más posible de esos lugares, protegerme a mí y a la madre de Jesús de probables complicaciones de última hora. Era necesario que regresáramos a casa de Marcos y esperar acontecimientos. Mi cabeza no daba para más. Pero fue la propia madre de Jesús quien me rogó que fuéramos hasta el Calvario. "No podemos abandonar a Jesús ahora, al final su vida". Me fue imposible hacerle variar de idea, me lo impidieron sus ojos suplicantes, negros y ardientes, profundos y llorosos.
Luego sonreí. Recordé las palabras de Alena Collar... Quizá el rubio gitano de pelo rizoso y andares vaqueros, estaba esperando a esa joven que apenas tenía los cinco euros para comprarlo...

Javier, nuestro serpa cumplió con su parte y fotografió para la posteridad la prueba documental del acontecimiento. Según su propio testimonio, esta foto no está tomada como vulgar paparazzi que persigue a los famosos y los fotografía de cualquier modo... No, queridos lectores, están ustedes ante un auténtico posado.

domingo, 8 de noviembre de 2009

NUEVOS PAISAJES VIEJOS

Imagen tomada de Internet. Google Imágenes


La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Junio de 2005


Presumo de conocer Segovia a fondo. Me refiero a su capital. Sin embargo, esta tarde he descubierto parajes por los que nunca había estado. Paisaje agreste, duro, difícil, incluso si no se tiene cuidado de relativo peligro, sobre todo para alguien con mi extraña capacidad para retorcerme los tobillos.
Es un lugar que está ahí mismo, al lado, como quien dice. La parte de atrás de las Lastras que más bien se corresponde con una zona como de cañón, como si un río —y no de los pequeños— hubiera pasado un centenar de metros más abajo. Digamos que las Lastras es uno de los lados de ese profundo cañón. He estado correteando, trotando, paseando, por la cresta de ese lado de la profunda cuchillada. Primero en dirección sudeste, para girar hacia el sur y luego curvear y ascender hacia el Poniente, hasta que he llegado a otros de los extremos, que implicaba un largo, pino y revirado descenso que concluye, al otro lado, probablemente en las proximidades del Hospital o de la Residencia asistida. A esa parte no me he atrevido, por desconocimiento del terreno y por algo de prudencia. Aunque he estado tentado de hacerlo porque cuando he llegado al borde esa altura una corredora se ha tirado por ese descenso vertiginoso como que desciende la C/ Real o algo por el estilo.
(Era una corredora muy musculada, fuerte aunque delgada. Se ve que está acostumbrada a hacer muchos kilómetros en terrenos que serían muy buenos para el cross. Además, el equipamiento deportivo que lucía, se veía que era de calidad, de marca, el adecuado. Vamos el de alguien que se gasta dinero, y no le importa, porque sabe que es un dinero bien invertido).
Uno se piensa que por ese terreno se va a encontrar en total soledad, sin embargo me he cruzado, o he visto en las proximidades, al menos, seis o siete personas. No es que se trate de una turbamulta, claro, pero no me deja de sorprender que allá a donde se vaya aparezca otro ser humano haciendo cosas parecidas a las que uno hace. Los mayores pasean, que es un muy buen ejercicio para ellos, los más jóvenes corren, y yo troto y paseo, incluso me hago algunos cientos de metros en plan de carrera.
Este es otro paisaje que subyuga el ánimo, porque, aunque no sea la octava maravilla del mundo, uno se da cuenta de la pequeñez y de la endeblez del hombre. Somos criaturas ínfimas, no sé si arrojadas sobre el planeta como afirmaba con cierta desesperación Sartre, o puestas para algo más. Pero en estos territorios, uno se puede percatar de que los problemas diarios no son nada, o casi nada.
La quietud inmóvil de la naturaleza, los roquedos, el césped ralo, los caminos estrechos que serpean en un subibaja caprichoso y torturador para las piernas, el viento cálido del principio del ocaso que envuelve el resuello agitado, la inmensidad aquietada de las lomas y las laderas casi verticales, el sonido fugaz de los pájaros que sobrevuelan el cielo, más abajo, en la vertical que corresponde al Tejerín, los agudos relinchos de algunos caballos que se alufran como los caballos de juguete que teníamos cuando niños.
El mundo está muy cerca, es cierto, a penas a unos cientos de metros, y sin embargo, uno se siente absolutamente embargado por la soledad —aunque no sea total—, por el silencio, de nuevo el silencio. Y uno vuelve a pensar, quizá con reiteración machacona, que la mejor catedral construida par alabar al Creador, se la hizo Él mismo, porque ese espacio —y son unas cuantas hectáreas—, sólo invita a centrarse en lo que verdaderamente importa. Y porque ese espacio ayuda, y mucho, a encontrar la adecuada perspectiva que tienen que tener nuestros problemas. Que casi nunca, deberían ser de mucha importancia.
En fin, que aquí mismo, tengo casi un paisaje de montaña, y yo sin haberme enterado en todo este tiempo. Prometo que con sumo cuidado, eso sí, y cuando esté seguro de lo que hago, seguir investigando ese terreno. Creo que puede ser incluso divertido ver por donde llegan los empalmes de unos caminos con otros y hacerme distintas rutas, con distintos atajos, que me ayuden a evitar la monotonía de los mismos escenarios durante mucho tiempo. Porque el ser humano se cansa de todo, cuando se repite muchas veces lo mismo. Hasta se cansa de la inmensidad de la hermosura, aunque sea una inmensidad agreste, casi desértica, lunar casi.

sábado, 7 de noviembre de 2009

¿Y SI PUDIERA MI MANO...?


¿Y si mi mano acariciara el rostro del pasado,
cercenara el tiempo
con el mismo gesto con el que la hierba
emprende el vuelo,
o el viento desnuda los brazos de los árboles?

¿Y si mi mano atisbara con sus ojos sin mirada
aquella sonrisa de entonces
cuando me columpiaba sobre el cielo inventado
de un parque azul,
esa sonrisa que ni los puñales han borrado de su rostro?

¿Y si mi mano empequeñeciera
y retornara al diminuto tamaño de ayer,
cuando posarla, como desmayo de ángel,
sobre la poderosa cueva de la mano de mi padre
era alcanzar las fragancias del Edén?

¿Y si mi mano pintara la luz
del rayo que engalanó de oro las hojas del castaño
que abrazaba al jardín entero
mientras el recreo era una sucesión de gritos
diminutos, como el eco del olvido?

¿Y si mi mano, navegando río arriba,
bebiese el tiempo que aún espera
y hundiera su carne fustigada de hoy,
en el agua núbil de ayer
para recorrer el camino del mañana?
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viernes, 6 de noviembre de 2009

EL PERDEDOR. ENTREGA 5ª



Su primera deuda fue un aguijón venenoso que se infiltró en su sangre.

Desde aquélla, cada noche acudió al casino con la esperanza de recuperar lo perdido... y cada noche perdía más. Teniendo en cuenta su buen sueldo, no habrían sido grandes sumas (entre doscientos y trescientos euros por noche), si no hubieran sido diarias, pero se convirtieron en una sangría imposible de taponar. En cuatro semanas debía unos siete mil euros. Y lo peor fue que, sin darse cuenta, sus días comenzaron a ceñirse al único deseo de que llegara la noche para ir a jugar al casino. Lo tomó como antídoto a sus otros problemas.
El abandono de su mujer estaba en un segundo plano. Era una sensación lejana, como de cierta melancolía, de cierta tristeza porque ya no estaba con él. Era añoranza de su presencia, pero sólo a ratos, pero sólo por la costumbre.
O eso se decía.
Cuando quiso percatarse (en pocos meses), su cuenta corriente estaba en números rojos. No podía hacer frente a las deudas. Vendió acciones, participaciones, canceló un fondo de inversiones... No fue suficiente. Pero no quiso enfrentarse a la realidad: la trampa fundamental en la que se había metido: no quería abandonar el casino. La voz nítida y clara, aunque leve, optó por enmudecer, lo cual fue un alivio para sus pesadillas.
Los trabajadores del casino le miraban con cierta sorna no exenta de lástima. Era el típico perdedor que no se reconocía a sí mismo. Habían visto a muchos.

El par de jugadores profesionales exultaban gozosos cuando se repartían los beneficios de las partidas en la casa del supuesto prestamista, a la que acudían por separado. Todas las precauciones eran pocas. Aquel hombre resultó una mina. Habían hecho uno de sus mejores negocios en los últimos tiempos.
No se preocuparon porque al final de mes el perdedor oscuro no devolviera casi religiosamente la deuda de la víspera. Aquellas cosas podían suceder. Ellos tenían previstas todas las posibilidades.
Absolutamente todas.

Una noche dejó de acudir al casino.

En el banco, tras el tercer préstamo personal solicitado, le informaron que su situación financiera era crítica (palabras textuales). Y añadieron que, a pesar de no ser magro, su sueldo no podía respaldar tanto dispendio. Y también le comentaron que a aquel ritmo habrían de ejecutar sus propiedades. Para concluir la sarta de malas noticias, le espetaron que era el último préstamo personal que podían hacerle. Y como si fuera la puntilla, se negaron a hipotecar su vivienda.
Comenzó a ponerse nervioso. Así que decidió no volver por el casino.

Después de una semana de ausencia, sin que su acreedor diera señales de vida, sonó el teléfono. Fue una advertencia cordial. Parecía una conversación de viejos conocidos en la que, como por casualidad, hubiera salido el tema del dinero. Pidió un plazo de diez días, que su interlocutor concedió sin problemas. A la vez, como si fuera casual, quedaron para una nueva partida. Nunca supo cómo, pero le hizo una perfecta llave de judo en el cuello de su decisión y le inmovilizó la voluntad. No se resistió.

Regresó al casino. Volvió a perder. Otros doscientos euros... solamente
Por fin, estuvo una noche sin dormir. Ajetreado, pesaroso.
Reaparecieron los avisos de la voz que creyó enterrada para siempre; sin embargo aquella madrugada le pareció el eco de la voz materna. Al principio volvió a confundirla con su insana imaginación. En su mente daban vueltas las cartas. Soñaba con el repóquer de ases, con imposibles escaleras de color. Pero eran, más que ensueños, pesadillas que le aletargaban la voluntad.
Se rindió. Tomó la decisión definitiva, inapelable: No volvería.
Esta vez era un propósito firme. Pidió otro plazo que le fue concedido.

Y en su fuero interno decidió que no pagaría. Decisión irrevocable. Pensó que, como no había papeles por medio, las cosas no irían a más, no podían ir a más.
No se atreverían.

Ese fue su último error.

jueves, 5 de noviembre de 2009

ALGO EXTRAÑO

* * *
* *
*
Le ocurría algo muy extraño. Desde niño. No lo podía evitar. Algunas veces era una bendición y otras una maldición. Con el tiempo se acostumbró. Se acostumbraron sus padres, sus hermanas, los compañeros del colegio. Cuando lo alegó como defecto para no acudir al servicio militar provocó un debate ante el tribunal médico que solventó no con cierto alboroto entre los médicos encargados de la evaluación. Los que le conocían bien procuraban actuar en consecuencia, pero, ay, quién no tenía el gusto (o el disgusto) de conocerlo… Tuvo varias novias. Sólo una soportó más de un año, pero siempre supo que no se casaría… Y esto sucedía aunque no conociera de nada a la persona, ni sus circunstancias. Ni siquiera era necesario que atendiera a la conversación...Cada vez que alguien mentía en su presencia, provocaba que el color de su piel se tornara azul. Infalible. Siempre.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR DEL CLUB LETAL


Como ustedes bien saben, no formo parte del CAS que significa, según la denominación utilizada por Andrés Trapiello en sus diarios, Club de las Almendras Selectas, y hace referencia a los Escritores Importantísimos que diría nuestra contertulia Alena Collar... A estas alturas de la película, sé que ni apareceré en los títulos de crédito del final, esos que sirven para que el personal vaya abandonando la sala una vez concluida la proyección.
Ahora bien, quiero que sepan que he dado un paso importante en mi trayectoria como escribidor.
No formo parte del CAS, vale, pero soy miembro de los escritores del club LETAL (Libros entre Endivias, Telas, Aceitunas y Lechugas). No poseo la información, pero es casi seguro que sea el único escribidor vivo que pertenezca a esta organización sin ánimo de lucro.
Uno de mis libros se codea con otros libros que han pasado al momento del desguace, y puede ser visto por cualquiera que se acerque al puesto que tiene Rafa, el gitano, en el mercado de los jueves de Segovia. No he sido aún testigo ocular del acontecimiento, pero las fuentes son de todo crédito. Les informo pues, estimados seguidores o visitantes ocasionales, que comparto tabla con telas al por mayor, libros de variopinta procedencia, enciclopedias viejas, fascículos antiguos, y otras mercancías a las que Rafael intenta dar salida. Muy cerca, enfrente y al lado, se ubican puestos frutas, golosinas, frutos secos, hortalizas, calzados, pantalones, faldas, ajos, ropa interior...
Sé que me repito, pero barrunto que no es mal sitio La Plaza Mayor de Segovia para que algunos ejemplares de Aquel sábado lluvioso salgan a pasear y a orearse un poquito. Cuando me lo comentó nuestro serpa, a él se debe la información, me dio la risa floja y pensé que había empezado el trayecto a la inversa, pero que lo mismo no era mala manera de comenzar. Al fin y al cabo los caminos del Señor son inescrutables.
Esta novela no transitó la habitual senda que recorren los libros, quizá porque su editor, no sea un editor dedicado a la edición de libros, sino una benemérita institución. Lo que que quiero decir es que no ha pasado por los estantes y escaparates glamorosos de las librerías, de donde pudiera haber sido comprado por algún lector que quizá más tarde lo leyó y, tras años, cayó en el olvido y alguien lo rescató de algún desván polvoriento para recuperar parte de lo gastado vendiéndoselo a un librero de viejo.
No, amables lectoras y lectores, no, esta novela, al menos algunos de sus ejemplares, ya están en el final del circuito, sin haber recorrido ninguno de sus tramos previos, pero como todo es tan extraño, quizá sea éste su verdadero inicio.
Bueno, pues eso, que algunos ejemplares de mi primera novela publicada hace ahora ocho años y unos meses por la Excma. Diputación Provincial de Segovia, reposan sobre alguna de las tablas que Rafa y sus colaboradores extienden cada jueves por la mañana cerca de la iglesia de San Miguel.
Alguien, a quien seguramente la Diputación regaló los ejemplares, ha decidido que no tenían lugar en su casa, y se los habrá vendido a este gitano de pelo rubio y rizoso, de andares vaqueros que acentúa con su sombrero al que no envidiaría John Wayne o James Stewart, y éste, digo Rafa, no James Stewart, habrá valorado la mercancía, a ojo de buen cubero, en un puñado de euros, no de dólares. Según me comentan, los vende a siete... Veamos, entonces el kilo de Aquel Sábado lluvioso sale a nueve euros con treinta y cuatro céntimos, lo digo porque cada ejemplar pesa setecientos cincuenta gramos.
A mi modesto entender este acontecimiento es una segunda oportunidad.
¿Me permiten ustedes soñar?
Pues soñaré.
Quizá algún amante de los libros acuda los jueves por la mañana a una hora indeterminada al mercado de los jueves, precisamente a echar un vistazo al puesto al que me refiero, por si descubre algún ejemplar raro de alguna revista, o de algún libro descatalogado. (Quizá vaya a comprar una pieza de tela para que le hagan alguna prenda de vestir, o decida que los ajos que venden al lado son de buena calidad, ese asunto ahora nos interesa menos). Quizá sus ojos se topen con la portada de la novela, que ustedes conocen muy bien, pues está situada en la columna de la derecha de esta bitácora cibernética; a lo mejor toma el libro en sus manos y comprueba la calidad del papel, el peso del libro, la hermosa ilustración de la portada y, acaso encogiéndose de hombros, decida que se lo lleva a casa... Total por siete euros. Quizá una de estas tardes frías que ya nos acompañan, inicie su lectura y lo mismo hasta le gusta y se engancha con hasta el final y ...
Vale, vale, ya les estoy escuchando a ustedes, no se preocupen ya dejo de soñar.
Si siempre me ha parecido un misterio comprender cómo es posible que alguien se fije en el libro de uno teniendo en cuenta los centenares de libros que se almacenan en las estanterías de una librería, ahora el milagro será que alguien de quienes curiosee por el puesto de Rafa sea capaz de llevarse el libro.
¿Y si mañana me acerco al puesto y le pregunto a Rafa algunas cosas sobre el asunto?
Les mantendré informados, supongo.

martes, 3 de noviembre de 2009

ACODADO EN EL QUICIAL DE UN NUEVO DÍA

El canto del ruiseñor a medianoche y la lluvia matinal.
Joan Miró. Imagen tomada de Internet


Cualquier noche de noviembre de 2005...
Acodado en el quicial de un nuevo día contemplo el devenir de los segundos, los que se marchan, fúnebre cortejo de una jornada transcurrida, los que llegan balbuciendo respiraciones nuevas, nuevas ilusiones, llantos y risas presumidos y futuros. El humo blanco y pesado de un pallmall no remonta el vuelo, cae, en perezoso deliquio, unos cuantos metros abajo, se deshilacha en el charol transparente de la medianoche. Las campanadas de medianoche suenan a dos voces, como un canon desparejado. El reloj de la catedral y el reloj del ayuntamiento no se ponen de acuerdo, cada uno marca la hora a dispar ritmo, pero se subrayan mutuamente. Acodado al quicial de un nuevo día, siento el cansancio en forma de leve presión sobre mi sien izquierda, como si todos los latidos preocupados del día se hubiesen almacenado en ese estrecho mechinal de mi cráneo. El frío de la helada arrastra, hacia cierto sumidero ignoto, los besos de las parejas que quizá se estén amando ahora. El festival silencioso de los gatos y sus familias hace sonreír al embudo de esta calle que contempla al poniente ahora frío y negro. Acodado al quicial de un nuevo día, intuyo que la vida viene y va al ritmo de un nocturno de Chopin que tengo almacenado en mi memoria, y la única conclusión realmente inteligente es la de dejarse acunar por los dedos del chileno que interpreta, el viejo Arrau, siempre vivo en mis cedés, ahora, en el quicial de un nuevo día, enmudecidos, quizá soñando…

lunes, 2 de noviembre de 2009

A INGLATERRA

Cuadrilla de Enanos Toreros. Cuadro de Botero. Imagen tomada de Internet
Me voy a trabajar a la embajada de España en Londres.
Pero si no sabes inglés.
¿Y eso qué importa…? No creo que todos los ingleses sean tan raros que no sepan hablar como Dios manda.
Ya, es que en Inglaterra Dios manda hablar inglés.
No me vengas tú ahora con cosas raras que pareces inglés. ¿A ti te hace falta saber inglés para vivir? ¿No, verdad? Tú sabes español, como yo, como todos los hombres que se precien de serlo, y con eso es suficiente.
¿Y qué vas a hacer en Londres? Que yo sepa, tampoco les gustan los toros.
Como si eso importara un carajo. Si no les gustan, ya les gustarán. Además ya se lo explicaremos nosotros… Oficialmente voy como agregado de prensa.
¿Tú agregado de prensa…? Anda ya, déjate de tanta guasa y al grano que están las cosas que arden.
No, si al grano voy. No te creas que voy allí porque me apetezca, me envía don Ramón.
¿El cuñado…?
En persona, el mismo que viste y calza…
Y, si se puede saber, ¿qué vas a hacer tú en Londres? Porque lo de la prensa no se lo va a tragar nadie.
Es un secreto, la verdad, pero a ti te lo puedo decir, eres un tipo de confianza… Me han encargado que coordine el espionaje español allí. Tenemos mucho qué hacer. No va a ser fácil. Los alemanes han pedido alguien con arrojo y allí alguno de los nuestros está haciendo algo mal. El caso es que han pensado en mí. Muchacho, la suerte de la guerra puede estar en estas manos.
¿De modo, Alejandro, que ahora espía…?
El hijo de mi madre tiene redaños para eso y para mucho más. Se van a enterar esos británicos de lo que vale un torero español.

domingo, 1 de noviembre de 2009

ALLÍ HUBO LATIDOS DE CORAZÓN

Imagen tomada de Internet. Google Images.
La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Junio de 2005


Algunas veces la vida cae como una sucesión de escombros inútiles bajo nuestros pies. Miramos hacia abajo y notamos con cierto pavor y asombro que esos pedazos mutilados fueron cosas que en una ocasión nos importaron. Normalmente nos importaron mucho, y, sin embargo, yacen inertes, como trastos, junto a nosotros. Lanzar una mirada hacia esos desperdicios, en general, produce una dolorosa punzada en lo más íntimo del corazón. Porque verlos allí despedazados, inservibles, yertos, es una especie de reflejo de lo que se ha convertido nuestra vida.
Quizá los que vienen detrás de nosotros no puedan comprender a fondo qué nos sucede, por qué de pronto se nos ha quedado el rostro exangüe, o las manos inanes. Para ellos observar el cataclismo que se extiende ante nuestra visión vidriosa no es más que contemplar los restos de un naufragio lejano, nebuloso; algo que forma parte del lindero entre el sueño y la realidad. Ellos no pueden comprender —ni acercarse a ello, que es peor aún— por qué este desasosiego que nos invade y nos supera y nos lacera el alma. Ellos sólo ven lo que ven: material de derribo, mejor aún, de escombrera. Material de deshecho. Para sus ojos es imposible columbrar que allí hubo latidos de corazón, o ilusiones extendidas a raudales, o sueños que por caprichos siniestros del destino se tornaron en pesadillas insoportables.
Pero hay algo peor aún: por mucho que intentemos que comprendan todos esos sentimientos que nos arrumban contra la melancolía más fría y destructiva, casi fúnebre, seremos incapaces de explicarnos.
Quizá consigamos que entiendan que estamos abatidos, poco más.