viernes, 29 de enero de 2010

LA CARTA. Segunda parte.




Primera parte, aquí

Porque lo primero que vieron sus ojos, una vez que se acostumbraron a la claridad del día de primavera, fue el color negro, no sólo de las ropas de su madre, sino de su mirada, lo que le impactó más que otra cosa, porque hasta ese día su madre había repartido luz de esmeraldas desde sus ojos. A pesar de los muchos gritos con que adornaba las órdenes que dictaba tanto a él, como a su hermano Gabriel, lo normal es que la sonrisa materna presidiera cada gesto, cada frase, cada mirada, cada silencio. Sin embargo, como si siempre hubiera sabido que algo horrible ocurriría alguna vez en ese momento de la jornada, a la hora de la comida del mediodía solía ponerse nerviosa. Siempre había alguna circunstancia imprevista que mordía su impaciencia con afilados incisivos y despertaba en ella esa ansiedad o nerviosismo al que se habían habituado, pues sabían que era algo pasajero, como una tormenta de verano que igual que surge se acaba, casi de improviso. Así ella, en cuanto que estaban todos a la mesa, los cuatro, se tranquilizaba y volvía a repartir luz de pradera a su alrededor.
Quizá la culpa de aquella tensión desmedida en el ánimo de Laura Enciso, pensó el ayudante del fiscal, la tenía el trabajo de su padre. Mientras recordaba, no se decidía a desdoblar la carta, que no parecía muy extensa, escrita por una caligrafía abigarrada y poco atractiva a primera vista. Si don Luis, como le llamaban todos en el pueblo, no hubiera tenido que volver cada tarde a su puesto de trabajo, casi con la boca disfrutando del último bocado, lo más probable es que su madre no hubiera sido tan rigurosa con que estuviera dispuesta la mesa antes de que él asomara por la puerta. Esa exigencia suya, que sólo desaparecía los domingos y fiestas de guardar, era la que provocaba la explosión tormentosa en el carácter materno.
Pero al descubrir a la séptima mañana después del accidente, aunque cuando Luisito despertó no podía precisar el tiempo transcurrido desde que su cabeza se golpeó contra los adoquines, que la mirada de luz verde transmitía la misma frialdad que la hiedra o el musgo, comprendió que algo muy serio había pasado. A sus ochos años era imposible que determinara con alguna precisión por qué tuvo aquella intuición. Acaso el miedo. Un miedo que se emparentaba con la desolación. A pesar de que aquel rostro que veía era inconfundible, ni más ni menos que el de su madre, le resultaba una cara desconocida, como una máscara de hielo… No lo supo decir en aquel momento, pero llegó a la conclusión de que se trataba de la efigie de su madre a la que le habían extirpado de cuajo la vida. Se movían sus labios, pero lo hacían como dirigidos desde un lejano control remoto. Procuró sonreírle cuando sus ojos, por fin, descerrajaron el portón pesadísimo en que se habían tornado sus párpados durante tantos días y tantas noches, pero aquella mueca le asustó más que le reconfortó. Y pensó vagamente en aquellos seres que había visto en alguna película de la televisión que emergían de las tumbas y caminaban por desérticas ciudades aterrorizadas. Y sin poderlo explicar tampoco, la mañana en que abrió los ojos comprendió que su vuelta al presente, no aliviaba el tremendo dolor que había tornado la luz de esmeralda en sombra de hiedra.
Dejó la carta sobre la mesa del salón. Se encontraba un poco aturdido. Demasiados recuerdos agolpados sobre sus pensamientos sobrecargados, demasiado pasado cayendo con todo su peso de odio y tristeza sobre su ánimo. Se desanudó la corbata de rayas diagonales rosas, malvas, plateadas y negras que combinaba con la camisa rosa, y fue a por un vaso al que introdujo un par de hielos. Abrió el mueble bar y sirvió una generosa dosis del güisqui que sólo reservaba para ciertos momentos. Necesitaba por todos los medios espantar, sino los recuerdos, al menos el halo de tristeza y dolor con el que estaban envueltos y que tenían cierta condición de sustancia líquida, al menos fluida o viscosa, pues acababan por cruzar el tiempo, aquellos treinta y tantos años, y habían aflorado en el presente y empapándole el ánimo de hoy con esa aroma fétido de la tristeza y la podredumbre.
El rostro de su madre se abalanzó sobre el suyo y más que besarlo lo empapó con el llanto de unas lágrimas desaforadas que no eran de alegría. No supo qué preguntar, tampoco hubiera podido pues con la cabeza de su madre aplastándole la suya difícilmente podría articular palabra, pero ya sabía que algo tremendo había pasado. Instintivamente movió las piernas. Por alguna razón, quizá cierta intuición, supuso que el accidente podría haberle dejado paralítico, pero al darse cuenta de que no era así, empezó a sentir en el estómago el horror a lo desconocido. Con tan pocos años era difícil matizar, pero se dio cuenta de que él estaba bien, o no estaba muy mal y de que su madre, aunque se alegraba de verle al fin despierto, sufría por algo, y ese algo era más fuerte que su recuperación. Por tanto, y esto Luisito lo adivinó con absoluta certeza, lo que había ocurrido era tan grave como su propia muerte. Y no supo qué pensar, pero tampoco supo qué preguntar. O sí lo supo, pero la pregunta le asustaba tanto como tirarse por un precipicio, así que decidió esperar.
Mientras movía el güisqui y escuchaba el tintineo del hielo sobre el vidrio del vaso, miraba la carta que le gritaba sobre la mesa de metacrilato del salón. Y sintió que aquella mirada era muy parecida a la que le lanzó a su madre cuando, por fin, despegó su rostro enlagrimado* de su cara.
— No, cariño, tú no tuviste nada que ver.
Luis recuerda que esa frase fue la que le abrió el portón de la culpa. Desde entonces supo que su madre lo acusaba (y probablemente lo acusaría durante toda la eternidad) de ser el causante de algo terrible. No hacía falta ser muy inteligente para saber que se refería al accidente que no recordaba. Con ocho años era difícil enfrentarse a un adulto que lloraba sin pausa y decía aquello. Mucho más si ese adulto era la propia madre. Así que permaneció en silencio, incapaz de preguntar qué había pasado, o por qué no se alegraba mucho de que despertara, o por qué decía aquellas cosas, y sobre todo, por qué lloraba de ese modo, por qué de sus ojos sólo brotaban lágrimas oscuras.
Aquella noche Luisito no durmió. Los médicos no dieron importancia al asunto, puesto que después de una semana de inconsciencia puede ser explicable la falta de sueño, o una alteración en su ritmo habitual, pero a ellos tampoco les dijo que, en realidad, estaba muy asustado con lo que le había dicho su madre y necesitaba desentrañar la madeja de sus recuerdos para ver si recordaba alguna circunstancia de aquel golpe que le había llevado al hospital. Se pasó toda la madrugada intentando reconstruir la escena, buscando con desesperación obsesiva aquello de lo que, según su madre, era inocente, y que, sin embargo, le producía semejante dolor a Laura Enciso.
Al cabo de unas horas, con una cefalea terrible, resumió sus conclusiones en una pregunta. En realidad fue una distracción de sus pensamientos que se acababan irremediablemente en el bote artero de la pelota de colores y en una especie de sombra blanca que ascendía por la calle. Las imágenes en su memoria eran incapaces de avanzar de ese instante, como si la cinta de la película se hubiera atorado en ese momento. Y en un descuido del cerebro se le coló la pregunta, como un vendaval de aire congelado que mata las flores, como una respuesta que en realidad es el filo de una espada.
— ¿Por qué no ha venido papá?
Sabía que no había nadie en la habitación, pero tuvo que escuchárselo decir a sí mismo en voz alta, para que la pregunta no fuera un cañonazo interior que le reventara los oídos y las ganas de vivir. Aunque su padre salía tarde del trabajo como secretario y contable en la fábrica de don Samuel Roquedal y Villafresno, nunca lo hacía después de la puesta del sol. Luisito no sabía a la hora en que se había despertado, y por tanto no sabía si su padre estaría en el trabajo. Pero cuando su madre se tuvo que marchar, ya era de noche, y su padre no había ido a verlo ni un sólo minuto.
___________________
* Enlagrimar... Esta palabra no existe en el diccionario. Se me apareció durante la redacción de Gorrión de invierno, una de mis novelas inéditas, y me parece tan expresiva que por ello la uso. Digamos que sería un vocablo análogo otros como empedrar, enladrillar, encalar, enlucir, etcétera. Por tanto, ‘enlagrimar’ podría definirse, más o menos de este modo: Acción o efecto de cubrirse el rostro con abundancia de lágrimas.

miércoles, 27 de enero de 2010

EN TIEMPO REAL

Cortan tus manos la esencia de la tarde, mientras prenden de tus dedos, como anillos de rubíes, los últimos rebrillos de este crepúsculo de invierno. El principio del ocaso, como un lirio prematuro, se desgaja del cielo que ya casi no es azul de puro cansado y aterido. Mis ojos devoran el último matiz de la luz que se desmaya, para resucitar de su ceguera, mis ojos, cansados, se tumban sobre una línea quebrada como radiografía de piedra, y un zumo de rosas acaricia la efigie de la mansión donde yace el cuerpo agonizante de la tarde. Mientras el incendio crepita en el corazón, un abanico helado esparce el último destello de una perla de aguamarina.


No puedo acceder al recinto de tus sueños, a la cripta mágica y caliente donde se desborda la ilusión, donde nace el llanto, donde tiembla el miedo, donde hiela la soledad, donde la noche ausculta a las estrellas sin bufandas, donde tus labios se convierten en comba para que salten felices mis dedos como niños de la infancia.


Detrás de la espalda de tu nombre, esa luz de fragua agónica, entreteje la túnica de luz que envuelve el territorio de tus latidos, y espero, como un guerrero sin coraza, que el último latido de la tarde convoque el premio de la paz y del silencio del planeta para que tu voz resuene con la vocación con la que el ungüento sana las heridas de la guerra.

lunes, 25 de enero de 2010

UP IN THE AIR

Fotograma de la película



Hay personas cuya principal cualidad es la de hacer atractiva cualquier profesión. Quizá haya otros que convierten en odioso hasta pasear por la calle, pero existe el caso contrario
Ryan Bingham trabaja en una empresa cuya misión es la de viajar por todos los Estados Unidos de Norteamérica visitando empresas en muchas dificultades económicas y que deciden despedir a muchos empleados (esto en España lo llamamos ERE) y no tienen valor para comunicarlo por sí mismos. Ryan Bingham  vive en los aeropuertos, como él dice. Es un maestro haciendo equipajes y pasando por los controles de seguridad. Ryan Bingham pasa cuarenta y tres desgraciados días al año en su impersonal apartamento. Ryan Bingham está soltero. Ryan Bingham no tiene hijos.Ryan Bingham tiene dos hermanas a quien no ve, sólo discute con ellas por teléfono. Ryan Bingham está convencido de que su trabajo es el mejor del mundo, porque no anuncia despidos, sino que en realidad ofrece nuevas oportunidades para quien es despedido. Ryan Bingham viaja por los Estados Unidos con un equipaje ligero y sin ninguna atadura, ni material, ni personal.
Ryan Bingham es el protagonista de Up in the air interpretado por George Clooney.
Durante un buen rato de la película, aunque sabe que no es así, que no puede ser así, uno piensa que quizá no le falte algo de razón. Y estoy seguro de que esto se debe a que Ryan Bingham  es un tipo estupendo, con una sonrisa convincente, una mirada cálida y una capacidad para convertir en blanco lo que es negro admirable.
Hasta que de pronto uno se da cuenta de que Antonio Machado escribió, viajar ligero de equipaje, no sin equipaje. Y entonces Ryan Bingham empieza a tambalearse, porque empieza a evolucionar.
Y en la evolución uno descubre la mano de un buen novelista, Walter Kirn, y de un buen director de cine, Jason Reitman (autor de Juno y Gracias por no fumar). Y cuando todo se pone patas arriba, Ryan Bingham sigue siendo encantador.
Absolutamente encantador.

viernes, 22 de enero de 2010

LA CARTA. Primera parte

IMAGEN TOMADA DE INTERNET




La carta llegó mezclada con la correspondencia bancaria, con la propaganda basura que infecta los buzones, y con la factura de la compañía eléctrica.
¿Cuánto tiempo hacía que no recibía una carta manuscrita? ¿Quién podría necesitar comunicarse con él de este modo? ¿Quién perdía su tiempo en escribir a mano, pudiendo llamar por teléfono, pudiendo mandar un correo electrónico…?
Antes de introducir la llave en la cerradura, ya sabía quién era el remitente.
Y la tarde empezó a girar en otro sentido. Como si retrocediera, como si se hiciera un espejo de sí misma, un espejo dirigido hacia el pasado.
Nunca había pensado que aquel nombre podría volver a lastimar sus recuerdos.
Fue una aparición demasiado brusca, una granada de mano arrojada desde alguna parte imposible del pasado y que partió en dos el tiempo.
Eladio Roquedal Torrequebrada era un nombre que su vida se había encargado de arrojar al profundo mar del olvido, envuelto en una argolla de hormigón y con la orden de quemarlo en cal viva.
Pero algo había fallado.
O alguien que le conocía demasiado bien sabía cómo podría hacerle daño, mucho daño.
Mientras rasgaba con impaciencia el sobre, el recuerdo del cristal cortante de la voz de su madre también reapareció sobre el oleaje de los recuerdos que amenazaban con anegarlo en el pasado.
— ¡Luisito, Luisito, baja a por una hogaza de pan, que a tu hermano se le ha olvidado…! ¡Y date prisa que está a punto de llegar tu padre del trabajo!
La voz había llegado con nitidez y envuelta en un halo inconfundible de ansiedad. En realidad no había ninguna interpretación posible. Pero no le apetecía bajar hasta la panadería de doña Tesita, y menos a esa hora. Seguro que se encontraba con Eladio y después de lo que había ocurrido en el patio del colegio tampoco es que fuera el mejor momento para reencontrarse con ese bruto.
— Pero, mamá, si seguro que doña Tesita ya ha cerrado.
— ¡Qué bajes, he dicho!
Mejor arriesgarse a un mal encuentro con Eladio que a un sonoro sopapo de mamá.
El sol del mediodía le acompañó durante su carrera veloz, acera abajo hacia la panadería de doña Tesita.
Ya estaba a punto de alcanzar la puerta de la vieja, cuando, antes que a su dueño, vio su pelota de colores.
Fue un solo instante, un momento de duda.
Quizá, si hubiera seguido adelante, hacia el viejo comercio del pueblo, le hubiera dado tiempo a esquivar el encuentro con Eladio. Pero el atractivo de la pelota era excesivamente grande. Era su pelota. La que le había robado con tan malas artes durante el recreo. Casi fue una reacción instintiva. Giró a su derecha y fue tras la pelota, mientras el grito de Eladio rompió el silencio de la calle.
— Luisito, como toques la pelota te vuelvo a machacar, ¿o es que no has tenido bastante, esta mañana?
No, no iba a ser esta vez víctima de la fuerza de Eladio. Esta vez no le pillaba por la espalda, ni de sorpresa. Y él, por ser más pequeño y más delgado, era más ágil y más veloz. Seguro que no le alcanzaba.
Con toda la fuerza que fue capaz de imprimir a sus piernas, continuó tras el bote un poco artero de la pelota de colores, la que esta mañana había pasado a ser propiedad de Eladio Roquedal Torrequebrada, después de una pelea desigual e injusta.
De pronto el silencio se vistió de blanco en su mirada.
No recordaba nada más.
Iba obcecado por alcanzar la pelota, su pelota, y, al mismo tiempo, iba perseguido por aquella voz autoritaria, de quien se sabe dueño de haciendas, voluntades y vidas, aunque sólo tuviera ocho años. El auto que subía por la calle, fue una aparición innecesaria. ¿De dónde había salido? El aullido de la frenada llegó unas décimas de segundo más tarde de que hubiera perdido el sentido, tras el golpe con el parachoques metálico que le arrojó contra los adoquines brillantes de sol y primavera.
Ni siquiera reconoció a su padre que, con la cara desencajada, intentaba abrir la portezuela del vehículo, para ayudar a su hijo, a quien acababa de mandar al cielo, o eso pensó confusamente, mientras el corazón le estallaba dentro del pecho…
Claro que de eso se enteró unos días más tarde, cuando recobró el conocimiento. Aquella última imagen de su padre se confundía en su mente con un vago recuerdo que el tiempo anestesia, y al mismo tiempo con cierto aire de retrato falsificado, pues en su fuero interno estaba seguro que él no había visto ni al coche ni a su conductor. Sus ojos, y su corazón completo, estaba pendiente de la pelota que botaba como si la felicidad fuera eterna.
Salvo el abrigo, que arrojó de cualquier manera sobre uno de los sofás, no se desprendió de nada más. Necesitaba leer aquella carta, porque necesitaba poder volver a respirar. Aquel nombre había tenido casi el mismo efecto que el golpe contra el pavimento adoquinado. Eladio Roquedal Torrequebrada era un puñetazo en el mismo centro del plexo solar. Definitivo en la mayoría de los casos. Es verdad que habían pasado más de treinta años, y Luisito ya no era Luisito, sino Luis Prieto Enciso ayudante del Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial, pero ciertas cosas son inevitables, como temblar después leer el nombre de Eladio Roquedal Torrequebrada.
Era un viejo temblor casi olvidado. Pero quizá sea conveniente aclarar que no había ningún tipo de miedo en aquella reacción de su organismo. Se trataba de la ansiedad que desde aquella mañana, siete días después del accidente se alimentaba como una parte más de su cuerpo. Si hubiera podido, se habría levantado de la cama del hospital donde había yacido inconsciente más de ciento sesenta horas, pero con las constantes vitales en perfecto funcionamiento, y habría vuelto a la casa de Eladio, no para cogerle la pelota de colores. La maldita pelota azul y amarilla y roja ya no le importaba un bledo. Habría ido hasta allí para intentar arrancarle la cabeza. Y esa primera reacción, la que tuvo nada más despertar después de aquel mal golpe, fue espontánea, aún antes de conocer con exactitud las consecuencias del accidente.
Las más graves no habían sido sus costillas rotas y el golpe en la cabeza (lo que más preocupó a los médicos durante mucho tiempo, pues aquel hematoma que no sangró podría tener complicaciones en un futuro). La más grave fue contemplar cada día desde entonces el eterno luto de su madre. La eterna rabia que desde ese momento consumió a Laura Enciso y que le transmitió a él, desde que abrió los ojos, a la séptima mañana después del accidente, hasta que murió muchos años después, de pura consunción y odio.

miércoles, 20 de enero de 2010

MIRABA EL TIEMPO



Miraba el tiempo a través de la ventana del dormitorio. Y el tiempo no se movía, permanecía en un estatismo impasible. Pensó que había enloquecido, pues desde que fue un buen estudiante de bachillerato sabía perfectamente que el tiempo nunca se detiene, ni siquiera cuando parece que se inmoviliza.

Pero aquella tarde era diferente. Por mucho que cualquiera le pudiera demostrar que, como cada día desde que el universo existe, el tiempo proseguía su camino infinito, él sabía que no avanzaba.

Ese silencio absoluto, esa ausencia total de ruido...

¿Y aquellos gestos lejanos...? Él sabía que el tiempo se había detenido y que no volvería a arrancar.

Nunca.

lunes, 18 de enero de 2010

CRUJE LA TIERRA

A todos los cientos de miles de muertos en Haití

y a Pilar Juárez Boal, segoviana de La Granja
In memoriam.

Imagen tomada de la red

Solidaridad y Paz de Beatriz Ruiz, gracias al envío de Mentxu, se ha publicado un artículo escrito por Mercedes Gallego para el Diario Vasco, allí encontraréis un relato estremecedor.

Cruje la tierra, como si se resquebrajase de arriba abajo, como si se descerrajasen todas sus goznes que chirrían, como si fuesen a destejer todas sus costuras, como si se descuajara ya para siempre, como si fuera el último día… el último minuto del último día…
Se tambalea todo y son sólo unas imágenes lejanas. Se tambalea lo que siempre está en calma, la sólida base sobre la que nos sentimos firmemente asentados. Y eso es lo más terrible, que todo cuanto se posa en el terreno, en apariencia inamovible, se derrumbe en un estrépito automático del que es imposible captar cada detalle del horror.
Pero estar a miles de kilómetros de distancia, continuar en el futuro, mientras el pasado se reblandece en la memoria es un síntoma de estar vivo. Y es el síntoma de que no comprenderé con precisión el horror y la hondura de esta tragedia ni el horror de otras tantas tragedias. No podrán mis manos sopesar con algo de precisión qué quieren decir tantos cientos de miles de muertos de golpe, en un minuto, en unos pocos minutos…

No tengo vocación de periodista, esa vocación que le hace saltar a una mujer, o a un hombre, voraz sobre la noticia que acaba de producirse. Mi mente es de digestión lenta, tumultuosa, escabrosa. Estas noticias me dejan sin movimiento, pero no sólo físico, sino, sobre todo mental.

Han pasado las horas más decisivas para los rescates de las posibles víctimas que quedaran con vida bajo los escombros de una ciudad entera que ya es un fantasma irreconocible. Ojalá que aún aparezcan más seres humanos con vida bajo vigas, muros, camas o cadáveres que hayan actuado de escudo protector. Pero cada minuto posterior a las cien horas (acaso menos) son minutos para el milagro, para la casualidad o para la fortaleza de determinados organismos…

Si algo bueno tienen estas tragedias, es la espontánea respuesta solidaria que levantan entre el común de los hombres y mujeres de buena voluntad, que son la mayoría. Enseguida, por desgracia, aparecen sombras, aparecen aprovechados, y aparecen quienes sacan su tajada del dolor y de la muerte, pero ahora, ahora no quiero hablar de ellos.
Ahora quiero hablar de quienes tienen la sensibilidad como una palabra escondida en un diccionario apolillado, incluso quizá tachada de él. Quiero hablar de quien confunde todo. Quiero hablar de quien revestido con los hábitos clericales es capaz de no darse cuenta que sus palabras son pedradas arrojadas contra el sufrimiento y el dolor. Si, según él, con la sola creencia en Dios se puede justificar la miseria, la pobreza, la injusticia y la muerte, porque ellos son más felices que nosotros, me dan ganas de hacer lo que nunca haré, porque sé que él vive en el error y que su opinión no es la opinión de la mayoría. Cuando la otra tarde, ante una audiencia millonaria de escuchantes, Su Ilustrísima, el Reverendísimo Arzobispo de Guipúzcoa proclamó que tendríamos que llorar por nosotros mismos, por nuestro pecado, por nuestra miseria moral que es peor que los sufrimientos que están padeciendo los pobres inocentes de Haití, entendí a qué se refería, pero dijo lo que dijo. Y quizá porque entendí a qué se refería, me produjeron más repugnancia sus palabras.
Repugnancia de vómito sobre mi alma.
Es imposible creer que un obispo de la iglesia de Jesús de Nazaret (Dios hecho carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado), sea capaz de presentar una espiritualidad tan descarnada, sea capaz de ofender tan gravemente al mismo barro del que el Señor se sirvió para crear al materia finita y frágil de la que estamos hechos y para luego usarla como suya propia. Ciertamente los adoquines de las calles, a veces parece que tiemblan más que su gesto de faz oblonga.
Y cuando al día siguiente pretendió justificar lo injustificable, lo puso peor, mucho peor. Le habíamos, oh torpeza de inútiles ovejas descarriadas, malinterpretado, pues la respuesta formaba parte de una conversación de temática espiritual y teológica.
Es decir que el espíritu y la teología, no entienden de cuerpos, de materia, de enfermedad, de sufrimiento, de injusticia, de dolor, de abandono, de muerte. ¿Qué vino a hacer Jesús a la tierra, entonces? ¿Qué pretendía proclamar el tozudo Pedro en Jerusalén cuando decía que todo empezó allá en Galilea, donde Jesús se pasó haciendo el bien…?
Y claro, es que le habían tendido una trampa, porque la periodista, con toda sencillez, y porque cualquiera le hubiéramos preguntado lo mismo aquella tarde, inquirió: ¿Cómo se puede explicar que Dios permita tanto sufrimiento?
¿Y para no responder a esta pregunta son necesarios tantos años de estudios complejísimos y arduos?
¿Es que no es capaz de decir lo elemental, lo que todo misionero, misionera, mujer u hombre de buena voluntad ha visto tantas veces en las zonas más humilladas, castigadas y olvidadas del planeta?
¿Es que no fue capaz de contestar que Dios no tiene nada que ver en este asunto? O sí, pero no en el sentido en que solemos aplicar la pregunta.

Esta tragedia es el alarido del fracaso. Otro grito más ante otro fracaso más. No es la demostración de la inexistencia divina, ni, peor aún, la constatación de la indiferencia divina. Cuando la muerte da un zarpazo de estas dimensiones, echar la culpa a Dios es muy sencillo. Es fácil encogerse de hombros y mirar lejos del propio corazón para encontrar un culpable que nos resguarde, aunque sólo sea un poco, de este dolor y de este hedor de cientos de miles de cadáveres pudriéndose en el calor del Caribe.
Es muy fácil, repito, apartar la mirada de los cuerpos segados que ya son pasto de la corrupción y suponer que el resto de individuos de la misma especie, los que seguimos unidos al tenue hilo de la vida, no tuvimos nada que ver con ese escalofrío brutal de la Tierra.
Un minuto dicen que fue el instante. Un minuto inabarcable en que un pedazo oculto del planeta modificó su posición habitual. Un minuto impredecible, pero siempre posible y más en determinadas zonas.

La naturaleza continúa imperturbable su marcha. Mejor que no detenga su melodía, ese equilibrio de amaneceres y ocasos, ese equilibrio de estaciones, ese equilibrio de frío y calor, ese equilibrio de borrascas y anticiclones, ese equilibrio de movimiento imparable. Probablemente que estemos vivos depende de que el soporte sobre el que nos movemos esté también vivo, no sea un mero pedazo de materia inerte. Es decir que en sus entrañas se produzcan movimientos telúricos.
Cuando amanece, nadie grita despavorido, y nadie piensa que en ese preciso instante una superficie del globo ha girado una porción de grados tal, que hace posible la presencia del sol ante nuestra mirada. Cuando oscurece, nadie grita, y sin embargo continúa girando nuestro vehículo espacial. Cuando una montaña embellece nuestro horizonte, nadie se plantea cómo surgió, que tremendos choques y fracturas y contracciones geológicas dieron lugar a esa altura… Cuando las arenas de las playas son negras, y decimos que son volcánicas, nos parece un juego hermoso pensar en un volcán que arroja magma y arrasa todo cuanto pilla bajo su cauce de fuego y muerte…

Somos una especie inteligente. Escrutamos cada fenómeno planetario y con el tiempo hemos encontrado y encontraremos explicaciones a cada uno de ellos, así como las posibles soluciones para evitar los inconvenientes que tales acontecimientos tengan para nuestras vidas . Sin embargo, y aunque sea un contrasentido, también somos una especie arrojada a la voracidad y sumida en el solipsismo. Y para terminar de verter dudas sobre la coherencia humana, también somos una especie repleta de gestos solidarios, cuando el dolor se hace tan insoportable como el que en estos días nos rompe las entrañas.
Sólo cuando un fenómeno natural deja de ser poético y se convierte en devorador de vidas humanas, nos rasgamos las vestiduras y alzamos nuestras voces contra una divinidad que permite semejante desastre…

Pero, ¿cuál es el desastre?

¿Os extraña mi pregunta? Respondedme, por favor…

El desastre es la muerte, diréis, la destrucción, diréis, el horror diréis…
Y tenéis razón, pero, pregunto de nuevo ¿el verdadero causante de la muerte, de la destrucción, del horror, es un fenómeno natural que no es ajeno al funcionamiento del Planeta y menos aún en esa zona del Planeta?
Subid de nuevo los ojos unos renglones más arriba. Ya sé que el texto es largo. No importa. No respondáis aún, leed de nuevo la pregunta: ¿el verdadero causante de la muerte, de la destrucción, del horror, es un fenómeno natural que no es ajeno al funcionamiento del Planeta y menos aún en esa zona del Planeta?
¿Ya?
Os pregunto de nuevo:
¿No hemos sido nosotros, esta vez por omisión, los verdugos de nuestros hermanos de Haití?
¿Os escandalizáis?
No, no es justo que soportemos tanta sangre sobre nuestras manos. Yo no he sido. A mí que me registren. ¿Qué tengo yo que ver con el asunto?
Vale…
¿Y Dios, sí?
¿No saben los ingenieros y los arquitectos construir edificios e infraestructuras que resistan casi todos los impactos de un terremoto? En Japón, USA y otros lugares, sí.
¿No hay dinero que se malgasta en construir edificios de más de cuatrocientos metros de altura para formar parte del libro Guiness de los récord? En algún territorio de los Emiratos Árabes, sí.
¿No se emplean en otros países materiales que resisten los embates de la Tierra, cuando una placa tectónica se desliza sobre otra?
¿No es verdad que Haití es el país más pobre de Latinoamérica?
¿Quién recuerda que en los últimos años un par de huracanes también asolaron su territorio?

Y por si todo esto fuera poco, cuando un ser humano ha visto que no tiene nada que perder, cuando ve que a su alrededor todo y todos mueren, a poca fuerza que tenga, no reaccionará como un animalillo pusilánime. Será capaz de cualquier cosa, de saquear, de matar, incluso, por un poco de comida. No escribiré al respecto, porque alguien lo ha hecho mejor que yo. En el blog

Repito y me reafirmo, cuando la acción de la naturaleza (supongamos que se ha tratado de la pura acción de la naturaleza) se convierte en desastre para los humanos, normalmente no suele ser la demostración de la inexistencia o la indiferencia de Dios. Más bien se trata del alarido que constata nuestro fracaso como especie. Porque si a veces, algunos fenómenos hacen daño, sí, pero no son tan destructivos, la gran diferencia, mal que nos pese, está en el lugar donde golpean. Y cuando se producen en territorio de miseria, el resultado nos convierte en algo despreciable.
Se está diciendo mucho en estos días que los desastres naturales golpean en los países pobres. Y lo dejamos estar, sin más...
¿Es que no es objeto de este debate el modo de salir de la miseria, que suele ser la hija mayor de la injusticia?
¿Es que no tiene que ver en todo esto el silencio cómplice de ciertos gobiernos democráticos con la corrupción y el despotismo casi feudal de tantas décadas en Haití?
¿Cuántos gobiernos se han planteado ayudar a los gobiernos de las zonas sensibles a estos fenómenos sísmicos para que puedan construir sus edificios e infraestructuras, al menos las básicas, con un mínimo de garantía?

Al menos el movimiento espontáneo de solidaridad nos alivia un poco de esa culpa, aunque quizá no sea suficiente redención. No obstante prefiero esta espontaneidad, a la dureza de ciertos corazones que aún no han aprendido las implicaciones inmediatas del misterio de la Navidad, eso que celebrábamos hace a penas unos días: Dios se hizo carne de nuestra carne, materia de nuestra materia, y la convirtió en barro iluminado. No está permitido, desde entonces, despreciar el sufrimiento de un hermano.
Sé que este texto de hoy es muy largo. Ni he podido, ni he querido evitarlo.

viernes, 15 de enero de 2010

TRIBULACIONES DE UN ESCRIBIDOR EN UNA CADENA DE MONTAJE


Verán ustedes, he descubierto en la prensa de hoy que hay personas que dicen ganarse la vida escribiendo en un blog. O sea blogueros profesionales que habrán firmado un contrato con alguien y a cambio de un salario se dedican a publicar post tras post.
(Los detalles en el enlace de más arriba).
Se trata de escribir y escribir y escribir y escribir… (pongan ustedes la cifra que quieran en el exponente de este infinitivo).
Mientras leía el artículo, me imaginaba la dura y rutinaria vida de un trabajador en mitad de una cadena de montaje. El bloguero escribe, pero no es suficiente un artículo al día, ni dos, ni tres, ni cuatro… Quizá tampoco sea suficiente ni un blog, ni dos, ni tres, ni cuatro...
Uno, que es proclive a la imaginación, como ya saben ustedes, le da por pensar que los lectores devoran letras, una tras otra, y a las pocas horas padecen nuevamente hambre, hambre de palabras virtuales que sacien esa necesidad. Y aunque las letras de hace cinco horas, pongamos por caso, continúen pareciendo apetecibles a la vista, ya no sirven, han debido de perder todos sus componentes nutricios. El voraz lector necesita nuevas palabras, nuevas ideas, nuevos comentarios.
El bloguero se convierte en una fábrica de producir palabras, de vincular artículos, de subir vídeos, de insertar imágenes, de enlazar melodías, de responder comentarios, de moderar discusiones...

En una vida anterior (la previa a mi entrada en Internet), este escribidor soñaba con la misma pretensión con la que sueñan nuestros intrépidos blogueros descritos en el mentado artículo. O sea, vivir de la escritura. Subrayo, vivir, no hacerse millonario. Precisamente después de arribar a la compleja retícula universal e inasible, me doy cuenta de que semejante anhelo sigue siendo un sueño, con visos de tornarse horrenda pesadilla. Un sueño al que se aferran cada vez más personas, escritores de calidad literaria perfectamente contrastable, tal y como se demuestra, por ejemplo, tras la lectura de los blogs de muchos amigos y amigas que lo tienen y además regalan algunas de sus reflexiones en el espacio de este escribidor.
Escribir como quien forma parte de una cadena de montaje no es mi aspiración. Más bien sería una pesadilla.
Hoy todo es cocina rápida, consumo rápido, viajes rápidos... escritura rápida. Más que mirar se echan vistazos, más que leer se sobrevuela sobre las palabras. Resumen, brevedad, velocidad... Casi estaba por escribir superficialidad. No en el sentido peyorativo, sino en el más objetivo posible, o sea quedarse en lo evidente en lo primero que se ve, en lo primero que llega a nuestros ojos.

Este escribidor tiene la sensación de que el ser humano ha puesto una velocidad en su propio funcionamiento vital que no se acompasa con el ritmo existencial para el que está diseñado. Mi padre a veces lo dice de un modo muy gráfico, recordando una vieja expresión de mi abuelo: "Tranquilo que los hombres no somos escopetas".
Nos hacen creer que somos una especie que necesita de la velocidad, y no es cierto. Es un engaño más de los poderes económicos que destruyen nuestra verdadera esencia, acaso porque el cimiento sobre el que se asienta nuestro modelo de sociedad no es otro que el consumo, pues éste es el que garantiza la producción de bienes.
Cuando este escribidor sólo era lector cibernético, descubrió algo que ya fue anuncio de lo que le esperaba: los eslabones de los periódicos digitales.
¿Qué?
Un periódico digital que se precie (no hablo de aquellos que son digitales en segundo lugar, es decir que, además y aún, mantienen la edición que se vende en los quioscos), cambia de titular cada muy poco tiempo. No importa, o importa poco, que la información sea realmente noticia de titular. Su única trascendencia estriba en su novedad. Es como si se hubiera establecido un nuevo axioma periodístico: Si es nuevo es noticia. En ese preciso instante forma parte de una cadena, es un eslabón más, que desbanca a la información precedente de la imagen de apertura y a su vez será descendido en la pantalla del lector pocas horas o minutos más tarde. Parece que uno entra en la vorágine del consumo de noticias. Uno no respira aire, respira noticias, y si la noticia no cambia el aire está viciado y puede morir por falta de oxígeno. El lector bien informado tiene que saber todo lo que pasa en el momento en el que pasa (y si es posible un poco antes de que ocurra, mejor aún).

Pues bien, semejante cosa es la que parece que ocurre con los blogs a los que me refiero.
Después de unas pocas horas, se supone que el valor de lo escrito ha caducado y es necesario renovar continuamente para mantener el nivel de tráfico de la página, o sea que el blog sea siempre como una autopista en hora punta.
Durante el primer año de vida de este blog, este escribidor mantuvo, como recordarán ustedes, un ritmo que llegó a ser infernal, de una entrada nueva al día. O sea, y a la vista de lo publicado en el artículo enlazado, y sin ser muy ambicioso, hubiera percibido unos treinta euros al mes.
Ni para amortizar un café diario.
Pero este problema no es sólo de los blogueros.
Los escritores, en el sentido más tradicional del término, en el fondo se pelean a brazo partido con los mismos fantasmas.
Un Escritor Importantísimo (vamos de los que se sientan en las mejores poltronas de las salas más exclusivas del famoso CAS -Club de las Almendritas Saladas-) le contó a un amigo mío que el escritor de hoy en día para sacar un mínimo de soldada con sus libros tiene que escribir muchos más que antaño.
El escritor tiene un número más o menos limitado de lectores y, salvo milagros puntuales, las ventas de sus libros oscila poco de unos a otros. De ahí que los escritores que se dedican a escribir para vivir, en muchos casos, parezcan jornaleros de la palabra, pues necesitan de un libro de creación al año, un artículo semanal en un suplemento de un periódico de tirada nacional -que se convertirá en libro recopilatorio, casi seguro-, formar parte de alguna conocida tertulia radiofónica o televisiva, unas cuantas conferencias, diversos concursos, varios pregones y un blog o página web que le permita también cazcalear (hacía tiempo que no salía, no me riñan ustedes) por esta retícula universal e inasible.
Imposible.
Me niego.
Al final va a resultar que la mejor situación es la que tengo.
Porque, entre artículos, post, concursos, pregones, conferencias, entrevistas, promociones, viajes... ¿cuándo, dónde, cómo escribe...? ¿O habrá que sustituir esos pronombres por el personal y suponer, además, que el color de la piel del escritor se oscurece?
A mí me parece, no sé a ustedes, que el escritor tiene que escribir, no juntar palabras. Y alguien tendrá que recordar que escribir está emparentado con el arte, es una actividad creativa, y esa capacidad no es inagotable, antes bien suele ser un embalse más bien pequeño, al que hay que cuidar al máximo, porque siempre llegan los años de sequía.

miércoles, 13 de enero de 2010

MUESTRA DE CINE EUROPEO

Cartel de la pasada edición MUCES.
Durante la penúltima semana de noviembre del año pasado, Segovia ha sido escenario de la IV edición del festival de cine MUCES (Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia). Según las cifras facilitadas por la organización más de veintitrés mil espectadores hemos asistido a alguna de las proyecciones habidas en sus diferentes secciones (Sección Oficial, Cineasta Europeo, Rodado en Segovia, País invitado, Cine Documental, Lo nunca visto), lo que para una ciudad como ésta no deja de ser un número abrumador. Se constata de nuevo que si se ofrece calidad a precio módico el ciudadano apuesta por ella.
La celebración de esta muestra, es la que me ha llevado a la reflexión que encabeza este artículo…

Existe el adagio que afirma que más vale una imagen que mil palabras. No siempre creo en él, aunque podría pensarse que esta opinión es interesada dado mi apego enfermizo por las palabras. Y digo que algunas veces no creo en tal máxima, porque en muchas ocasiones ocurre lo contrario, o sea, que un simple puñado de palabras sustituye con ventaja a las imágenes y que esas palabras provocan la llegada a nuestro recuerdo de imágenes a velocidad de vértigo…
Mientras que un escritor en un relato, con independencia de la extensión del texto, puede introducirnos en la vida interior de un personaje de modo abrupto sin que el lector sufra menoscabo en el entendimiento, el cineasta tiene que recurrir a otras estrategias para llegar al mismo punto. Si un escritor necesita de varias líneas (o páginas) para describir un paisaje, un cineasta ‘sólo’ tiene que mover la cámara ante el paisaje para que el espectador sea testigo y comprenda lo que se le quiere decir, o parte de ello…
Sin embargo no creo que se trate de establecer estériles contiendas entre un modo u otro de expresarse o comunicarse. Mi creencia, por el contrario es que los humanos somos un complejo conglomerado diseñado y preparado para servirse y utilizar ambos modos de completar o urdir un relato. Creo que no exagero si afirmo ahora que en esta generación la máxima prueba artística de la atracción mutua que ejercen entre sí palabras e imágenes es el cine.
Lo que entiendo por cine. El cine que más me gusta.
El cine que hemos visto estos días pasados en Segovia es de esta clase, esa filmografía en que el guión es tan importante (a veces más) que las propias imágenes. Ese cine en el que la atención del espectador queda prendida de la historia que, si además, está filmada con hermosas imágenes se convierte en un potente y sugestivo vehículo de comunicación.
Los buenos guionistas, escritores al fin, son en general grandes conocedores de tipos humanos. Éste, probablemente, sea otro de sus secretos. Porque las historias que se narran en una película viajan sobre la carne de los personajes que se desplazan por la carretera de un argumento. Por tanto, los diálogos, las miradas, los gestos (palabras e imágenes de nuevo) son los materiales con los que se trabaja a la hora de construir una película.
Creo que los organizadores de esta muestra van en la misma línea que someramente he apuntado puesto que al tiempo que se desarrollan las secciones citadas más arriba de la muestra, se falla el premio de guiones que este año ha recaído en la argentina Inés González Devesa, por su obra Verano, que se presentó al certamen junto con otros casi doscientos guiones.
Y no deja de ser significativo que el jurado de este concurso lo haya presidido Vicente Molina Foix, un escritor y cineasta.
Aunque tras un siglo ya poco tiene que ver, no se puede olvidar, no lo olvido, que el cine incorpora del teatro y de la narrativa mucho del bagaje que le ha hecho grande y lo ha convertido en séptimo arte. Y tanto creció la criatura, que desde hace décadas, ya sucede al contrario, y es la literatura quien también se deja influir y se nutre de los hallazgos y el modo propio de expresarse de la cinematografía. Sigue habiendo grandes películas que son adaptaciones de obras literarias, más aún, algunas de estas adaptaciones encumbran definitivamente los textos de donde bebieron.
No siempre este idilio es una convivencia maravillosa. Todos conocemos adaptaciones cinematográficas que han destrozado, literalmente, grandes novelas, pero no era el objeto de estas líneas ponderar los merecimientos de unos respecto de otros, sino constatar, al hilo de la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia, que el cine, el buen cine, el cine de toda la vida, depende de un buen guión, aunque no sólo, al igual que muchos textos literarios de indudable vuelo se nutren de muchos hallazgos logrados por el séptimo arte.
Han cambiado los modos de producir un film, la manera en que se rueda, los formatos en que las imágenes pueden ser trasladadas a la pantalla… El verismo con que hoy se puede filmar cualquier escena, hace que algunos momentos de memorables películas del pasado nos parezcan casi infantiles. El notabilísimo avance de la técnica y la tecnología también son una innegable mejoría para que el espectador se sumerja mejor en la narración que se nos traslada. Pero a la hora de la verdad, al menos en el cine europeo, lo que cuenta es la historia.
Luego, como en la literatura, a unos les gustará una cosa más que otra, o como en la vida, habrá momentos para una cosa y para su contraria, pero en definitiva, ahí estarán esas historias esperando impacientes a que nuestras miradas y nuestras voluntades se fijen en ellas.
No es de extrañar que grandes escritores sean grandes cinéfilos y que algunos directores de cine sean magníficos escritores. Al fin y al cabo pertenecemos a la misma estirpe, la de los seres que se sientes impelidos a contar historias para que el resto las disfrute, aunque, algunas veces, las sufra.

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* Se pueden consultar más datos sobre el Festival en El Norte de Castilla y El Adelantado.com *

lunes, 11 de enero de 2010

COMO LAS ROCAS DE UNA MONTAÑA


Había una determinación oscura, como de honda corriente de río, en su deseo de callar. Un injerto de silencio había recubierto su mirada y aquel lienzo invisible cruzaba toda la osamenta del cráneo hasta sellar la cueva de su garganta. Lo sabía todo, pues todo lo había visto, pero si permanecía como las rocas de una montaña su memoria quedaría indemne.
Y no era asunto sencillo tal mudez, puesto que se arriesgaba a que la perspicacia de la investigadora confundiera su mutismo de esfinge con la asunción de una culpabilidad casi necesaria. Interpretar los silencios es arte sólo reservado a algunos músicos y a los felinos de la noche.
Además, sus dedos, impelidos por el resorte inevitable del recuerdo de las caricias, habían actuado con excesiva premura y ya era tarde para que devolvieran el único testimonio a su lugar sin que cualquiera, sospechara su reubicación espuria.
Intuía sin demasiadas incógnitas que las imágenes se convertirían en un oleaje perenne que acariciaría la superficie terrosa de su cerebro, y que acabarían por minar cualquier resistencia al desánimo o a la tristeza, pero no podía hablar.
Hablar hubiera supuesto, no sólo arrojar su memoria al olvido, como guijarros sin partida de nacimiento, sino enfangarlos en el oprobio. Hablar hubiera supuesto la traición. Ya no temía amonestaciones por su parte, salvo que su sombra se alzara para siempre del cadáver y se anudase a la suya propia, pero el pensamiento lejano de su reproche, como un eco que se pierde, hería su ánimo.
La contempló por última vez para acumular el vestigio de un latido que había abandonado su cauce en un vuelo sin destino, para evitar el pulso de mármol sobre el aleteo indeciso del recuerdo, y supo que el último fogonazo que había atravesado su mirada lo teñiría de abrojos que se clavan para que sangre la mirada.
Aún así, selló sus labios, amordazó su lengua, obturó su garganta y se hizo pedregal inexpugnable su mirada.

viernes, 8 de enero de 2010

VECINOS



La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Julio de 2005



Las noches de verano pueden deparar algunas sorpresas. La necesidad imperiosa de mantener ventanas abiertas para que la densidad del calor diurno se alivie algo, puede hacer que uno se entere de ciertas cosas.
Hace unas semanas cambiaron los vecinos que teníamos en el piso de debajo del nuestro, el que está enfrente. Un piso que, al ser un bajo, dispone de una terraza que no es excesivamente grande, estrecha como una longaniza, de unos ocho o nueve metros por dos. Los nuevos vecinos, como los anteriores y los anteriores y los anteriores y los anteriores y los anteriores son estudiantes. En este caso concreto creo que se trata de tres. Un chico de acento andaluz y amaneramiento extremo, y dos chicas, una rubia de acento gallego, y otra morena.
El caso es que me anoche, escuché retazos o jirones de dos conversaciones telefónicas que se mantuvieron en la terraza. El silencio de la vivienda, el que fueran en la terraza, el que la ventana del dormitorio de las niñas, justo al lado de esta habitación donde normalmente trabajo y leo, estuviese abierta, suponía que las conversaciones se desarrollaran, en línea recta, a menos de cuatro metros de donde yo estaba, y si tenemos en cuenta la diferencia de altura, a unos seis o siete metros. No más. Doy tanta explicación, en apariencia inútil, porque era casi imposible que no me enterara de lo que decía el interlocutor que tenía bajo mi ventana, como aquel que dice.
(Por ejemplo, ahora que estoy escribiéndolo, que están las ventanas cerradas y que escucho música de Beethoven, el primer movimiento de la Quinta, concretamente, a pesar de que están los tres en su terraza ahilados tomando el sol, sesteando relajados, dejándose mecer por la brisa cálida, no se escucha ni un átomo de sus voces).
Supe que alguien había conseguido cangrejos, lo que de algún modo, supuso una tremenda alegría para la chavala y pidió que se los guardaran hasta el próximo jueves o viernes, en que ella habrá acabado con sus exámenes y parece ser que regresa a su tierra. Luego, con enorme decepción, se dio cuenta de que estaba pidiendo algo imposible, puesto que en una semana los tales crustáceos se habrían echado a perder, lógicamente. Si yo fuera su madre, le tendría preparada una cangrejada histórica para el día en que mi hija arribara de vuelta a nuestra casa. No lo dudo ni por un instante.
Además me enteré, sin prestar demasiada atención, de que la rubia de acento gallego tiene una madre que debe de sufrir insomnio, o angustia, quizá alguna clase de depresión, o algo así, porque no duerme nada bien, está muy triste, se medica, y la hija, o sea mi vecina, le preguntaba si se distraía, le decía que saliera de compras, que se paseara, que no bebiera… Deduje, por una contestación que le dio, que sus padres están separados, y que ella, o sea, mi vecina, no soporta nada a su padre, pues le exclamó a su madre, Le dices que yo llamo cuando me sale de los cojones, no cuando él lo diga. Así, textual, en voz alta y enérgica, como si elevando el tono de voz, la idea que se encerraba en la frase llegase más claramente, a través de las invisibles ondas espaciales, al cerebro de su madre allá en Galicia. Con lo cual no es demasiado desatinado suponer que se trata de una separación traumática y relativamente cercana en el tiempo, y que, según la apreciación de la estudiante, la culpa la tiene el marido; aunque, esto, probablemente sea mucho imaginar, pues las vivencias personales de los pequeños o grandes dramas que, como cardos en una pradera, nos salen al paso por doquier, son, eso vivencias personales e intransferibles. Quiero decir, que, a lo mejor, una separación producida hace cinco años (mis vecinos no creo que lleguen ninguno a los veinte) suponía que la galleguita rubia tendría unos trece o catorce años cuando vivió aquel episodio tan duro. Con lo que aventurar cualquier hipótesis es como intentar salir del laberinto con el monstruo detrás y sin el famoso hilo de Ariadna.
También supe por tal conversación de que la madre tenía que viajar a Soria en breves días. Y esto último es lo que más me intrigó de toda la conversación: ¿Por qué una gallega, madre de una universitaria en Segovia, supongo que en la SEK —aunque no lo sé— tenía que irse hasta Soria? Sin duda lo que más ayudó a producirme esa intriga era la extrañeza que mostraba la hija que insistía una y otra vez en la pregunta, como si temiera algo de aquel viaje, como si intuyera una sombra en ese desplazamiento, como si supiera que su madre caería víctima de una emboscada de salvajes sin piedad, no sé, como algo terrible. El caso es que se debía de tratar de un viaje sorpresa, aunque no extraño, de algo que no tendría que producirse. Me pude imaginar que le reclamaban asuntos de familia, quizá que ella fuera profesora, que formara parte de una empresa que necesita una empleada con urgencia en su delegación soriana, quizá algún familiar enfermo… No sé, muchas posibilidades…
Como se ve, en breves minutos uno puede andamiar toda una vida de unos desconocidos por los ajironados retazos de una conversación telefónica.
… Pero pude hacerlo con dos…
… A penas habían transcurrido cinco minutos, cuando el relevo de la charla lo cogió el andaluz amanerado. Vamos como un señorito andaluz en edad de aprendizaje. Pero gracioso, el muchacho, con ese gracejo natural que nace a los hispalenses al mismo tiempo que les engendran, digo yo. Hay que reconocer, en primer lugar, que el chico es un bellezón, de rasgos aniñados, con antecedentes griegos, sin vello, con cabello castaño claro, algunas guedejas casi rubias, como de dorado viejo, distribuido en ondas que parecen pedazos del suave oleaje del Guadalquivir en un ocaso broncíneo, que se ha traído a estos secarrales castellanos. El chaval, con esa voz casi femenil, hablaba con una tal, como no podía ser de otro modo, Macarena. Era un borbolleo de palabras, un chorro que no paraba, como cataratas amazónicas. Supongo que en algún lugar hispalense, su oyente, intentaba meter baza, algo realmente imposible con el aluvión que mi vecino le soltaba.
Así me enteré de que se habían cambiado de piso porque estaban en otro que debía ser la mansión de los horrores o algo así, y, además, la casera, debía de ser una vieja arpía, de las peores que se pudieron escapar de los libros de mitología a revolotear en nuestro entorno. Pero además de arpía, había adquirido los rasgos de los avaros más populares en la literatura, como el inmortal retratado por Moliere, o los dibujados por Dickens. Sin embargo, en este piso están muy contentos. Les parece grande, luminoso, Ideal, dijo. Desde luego, lo que les tiene más encantados ahora mismo es la terraza, cosa que no me extraña, pues en verano es de agradecer una terracita como la que disponen.
(Lo que me sorprende, lo digo entre paréntesis porque es una digresión, es que, hasta ahora, los otros vecinos que ha habido (siempre estudiantes, ya digo) no la hubieran utilizado. Quizá es que es la primera vez que los estudiantes están en esta época del año, lo que debe de tener que ver con lo de las asignaturas cuatrimestrales que escribí el otro día. Fin de paréntesis).
También me enteré de que había discutido con alguien muy fuertemente. Lo que no sé es si con su novia, o con alguien que era la novia de alguien, o qué sé yo, creo que se llama Inma.
Supe, en todo ese aluvión de palabras, en el que los temas viajaban o aparecían como sorprendidos, como si realmente fueran los despojos de una riada que arrambla con todo lo que encuentra a su paso, que habían terminado de amueblar toda la casa y que en tal proceso habían sido ayudados por unos amigos, y que el transporte de muebles, debió de pasar a los anales de las mudanzas de piso, pues según dijo, la gente nos miraba alucinada, sólo faltaba que aplaudieran por el espectáculo que les estábamos dando, gratis y todo.
Resulta que el tal señorito andaluz de belleza como griega o así, estudia periodismo. Hace unos días, tuvo un examen del que salió contentísimo, Lo hice de puta madre, Macarena, te lo juro. Cuando fue a ver las notas, la lista estaba llena de ochos, sietes, seises, y un tres, Adivina Macarena de quién era el tres; sí, hija de esta persona que te habla. Juro que lo dijo así. Pero siguió, Yo lo miraba, te lo juro, tía, y no me lo creía; si yo había puesto lo mismo que los demás, pensé que se habían equivocado, tía; yo lo miraba y decía, joder, es un ocho, al que se le ha caído la mitad del número. Y esa figura me pareció brillante y poética, casi una greguería: “El tres es un ocho que ha perdido el espejo”, por ejemplo. Y luego siguió con que había puesto una reclamación, y que el otro día se cruzó por la calle con el profesor que le miró como si le pidiera explicaciones…
Yo me imaginaba a la pobre Macarena en Sevilla, quizá junto al Guadalquivir, quizá junto a la Giralda, quizá en Sierpes, yo que sé, intentando intervenir en esa conversación, lo que era imposible.
No sé lo que nos deparará el curso que viene con estos vecinos, espero que sean más o menos tranquilos, como los que hemos tenido hasta ahora; pues nosotros en todos estos años, no hemos tenido ni una sola pega con los estudiantes, a diferencia de los del once, que parece que siempre caen en manos de vándalos, o alanos o suevos, vaya usted a saber.
Con otro par de noches como la pasada, me puedo enterar de su vida y milagros, sin necesidad de levantarme de la silla, mientras leo a Andrés Trapiello.

miércoles, 6 de enero de 2010

LA CARTA

Imagen tomada de internet

Había preparado la bandeja con los dulces y varias copas junto a las que había situado la botella de anís. Siempre había pensado que los Magos no podrían hacer todo el trabajo ellos tres solos, y que necesitaban colaboración de sus pajes. Por ello siempre había, al menos, media docena de copas, una botella por empezar y una buena cantidad de dulces de todo tipo. Y por si algún miembro de tan selecta comitiva regia corría riesgos de salud, a causa del exceso de consumo de azúcar, en otra se mezclaban diversas clases de frutos secos (almendras, avellanas, nueces, cacahuetes, pistachos…), que también ayudan a reponer las fuerzas.
Ya que su casa está en uno de los extremos de la pequeña ciudad, sabía que los sabios solían pasar muy tarde, casi al abandonar la urbe, así que, después de tanto trajín andarían bastante hambrientos y cansados.
Una vez organizado todo el avituallamiento, tal y como establecen las ordenanzas de la fecha, se acostó con la seguridad de que lo que había pedido a sus majestades estaría a la mañana siguiente, descansando donde sus lustradísimos zapatos.

Al despertarse temprano y descansado como cada día, tras su plácido sueño, comprobó con extrañeza que en comparación con otros años, aquella mañana del seis de enero no era tan silenciosa. Sentía en el salón algo más de ruido, como de carreras de animalillos inquietos o traviesos.
Se levantó de la cama. Que él recordara no había solicitado a sus majestades ninguna mascota, bastante tenía con cuidarse de sí mismo.
Y vio que allí estaban, ocupándolo todo. No estaban quietas, actuaban con curiosidad, veloces, intrépidas. Se subían por el sofá, por las estanterías, por las lámparas, sobre los marcos de los cuadros, se colaban por los agujeros de los enchufes, con riesgo de perecer electrocutadas, hubo quien se cayó por la boca del jarrón, y muchas se afanaban por sumergirse entre las hojas de los libros para ver si podían charlas con las durmientes. También abrían cajones y puertas, la más traviesa manipulaba peligrosamente la botella de anís que sufrió tal inclinación que por poco no la conduce al parquet. Por suerte una compañera de la díscola, con sus largos brazos, llegó a tiempo y pudo evitar el accidente. Parecía una guardería.
La que siempre tenía las orejas bien abiertas, fue la primera en percatarse de la presencia despeinada y desgafada del escribidor en el umbral del salón y avisó a sus compañeras que, en cuanto se percataron, se arremolinaron junto a él; incluso hubo algún codazo que otro, y algún pisotón involuntario. No pudo distinguir el contenido de sus susurros, pues sin gafas no oía bien. Sólo sintió que era mirado de arriba abajo con todo detalle, con una mezcla de desconfianza y de curiosidad.
Otra distinta de quien dio el aviso, de áspera voz, habló en primer lugar, 'Pues no es justo que nos hayan destinado a este lugar donde no alcanzaremos todos los derechos que tenemos concedidos en virtud a lo dispuesto en el artículo…'
'Habrá que esperar algo de tiempo, tengamos confianza, ¿no?', le cortó una tercera.
Se formó un pequeño guirigay que no presagiaba nada bueno. La guardería había dado paso a una clase de instituto y aquello amenazaba en convertirse en una rebelión en las aulas, sin Sydney Poitier.
El escribidor estaba tan confuso, como parecían estarlo aquellas criaturas cuyo aspecto era robusto, nítido, con toda su fisonomía bien marcada.
Otra diferente de las que habían hablado con anterioridad, emergió del grupo y ante su sorpresa se desplegó en un portentoso ejercicio circense al que habría que llamar de des-contorsionismo y quedó, tendida en el suelo, convirtiéndose en carta. No hubo mucho tiempo que esperar para averiguar el remitente:
Melchor, Gaspar y Baltasar,
Reyes Magos,
Algún lugar de Oriente...

Querido escribidor: Lamentándolo mucho este año no hemos accedido a las peticiones que no nos habías hecho, porque nos ha parecido más conveniente suministrarte herramientas y no un producto acabado.
Por ello, de común acuerdo y por unanimidad, decidimos regalarte una colección de palabras vivas para que tu escritura no desfallezca, para que no te canses de la tarea, para que continúes en el empeño, para que no pierdas la ilusión, y para que ofrezcas a tus lectores palabras cuyo uso sea similar al de los puentes, palabras que se comporten como sonrisas, palabras que reivindiquen los sueños, palabras que se abran al futuro, palabras como juguetes, palabras como justicia, palabras como carne, palabras como arcoiris, palabras como declaraciones de paz o amor, palabras como esperanza, palabras como gritos contra la injusticia, la miseria, el hambre, el oprobio, el crimen, la venganza, el miedo, la envidia…
Ya sabes que para un escribidor, las palabras son la mejor y la más fiel compañía.
Creo que no es necesario que te advirtamos de la delicadeza del material suministrado y que, por tanto, aunque no se acompañe manual de uso, conoces a la perfección que necesitan de una cuidada y completa atención.
Sin otro particular, recibe nuestro más cordial afecto:
Melchor, Gaspar y Baltasar…

Una vez leído el mensaje, volvió a su fisonomía habitual y tras una leve reverencia que acompañó de una sonrisa más bien pícara, se confundió con el resto del grupo de criaturas que se sentían como en casa, y todo lo alborotaban en un parloteo tranquilo, pero incesante.. El escribidor que no sabía muy bien de qué se alimentaban las palabras, una vez colocadas sus gafas, decidió ir a la cocina a preparar café para todas, mientras se rascaba la cabeza, aún despeinada, se preguntaba si tendría suficiente para todas.

Las palabras, entretanto, continuaban saltando alrededor de sus cansados zapatos que había lustrado a conciencia, como cada noche del cinco de enero, desde que tenía uso de razón.

lunes, 4 de enero de 2010

EL CAFÉ

Imagen tomada de Internet


Mientras esperaba que la máquina terminara de llenar el vaso con la mezcla de café, leche en polvo y el extra de azúcar que había marcado después de introducir en la ranura un euro, se dio cuenta que no tendría que haberlo hecho.
Hubo un primer síntoma evidente: ningún compañero se encargó de avisarle que la máquina no tenía cambio. O sea que nada más comenzar la mañana había perdido los cincuenta primeros céntimos. En vez de dejar el líquido oscuro en cualquier parte, y regresar a la oficina, se encogió de hombros. Tampoco era cuestión de cancelar la operación (aunque hubiera querido no sabía si se podría hacer tal cosa), sobre todo porque necesitaba de la dosis de cafeína.
Hoy la necesitaba de verdad.
El resto de mañanas tal café se había convertido en costumbre o rito placentero, a pesar de ser rutinario. Pero después de la noche en vela, no tenía más remedio que dotar al sistema nervioso central de un aliado que le permitiera aguantar del mejor modo posible la jornada laboral. Al menos hasta las once y media de la mañana en que haría falta otra dosis de cafeína, está vez en el bar de la esquina, en el bar de Justo…
La hora de la siesta era un valle lejanísimo que parecía imposible de alcanzar en ese preciso momento. Pero no le quedaba otra.

No están las cosas con Ricardo como para que te pille dando una cabezada o simplemente distraída, mientras pretendes dibujar el diseño de ese maldito tornillo que necesitan para que el ensamblaje de la pieza quede perfecto.

Por lo que se oyó hace unos meses, Ricardo, el implacable jefe de su sección, tiene orden de abrir expedientes a la primera de cambio. Y todos, incluida ella, saben que a pesar del poco tiempo que le falta para la jubilación, lo hará, probablemente encantado de la vida.
Según habían explicado los enterados, la apertura del expediente es un mero formalismo, que funciona a las mil maravillas. Los de Recursos Humanos, según los mismos informantes, necesitaban que la falta que abriese el dichoso expediente disciplinario fuera lo suficientemente llamativa, como para disuadir al trabajador de emprender acciones judiciales por despido improcedente, y si algún valiente había, que serían los menos, cuanto más llamativa fuera la falta, quizá el juez fuera propenso, en caso de readmisión, a no ser muy duro con la empresa.
Esta era la cuestión. Despedir a cuantos más mejor. Hay que ahorrar de todas partes, y más en un momento como éste, en que la crisis ha hecho tanta mella en el negocio.
Otro sistema que funcionaba, según le habían comentado estas mismas personas tan próximas al departamento más temido, el de Recursos Humanos, era la acumulación de faltas leves, la denominada falta reiterada. Muchos pocos, hacen un mucho. Desde que se corrió esta información casi nadie llegaba tarde ni un solo día, ni abandonaba el puesto de trabajo (ni siquiera pedían permiso para fumarse un pitillo en la puerta de la calle).
Dormirse en horas de trabajo es falta seria, qué duda cabe.
Y aquella mañana estaba segura de que Ricardo aplicaría el verbo dormir a una leve cabezada, a un parpadeo más lento de lo habitual.

Y luego demuestra que no, que era una cabezada si es que a ese gesto instantáneo se le puede llamar cabezada, tan sólo unas escasas milésimas de segundo que no afectaron para nada al desarrollo del proyecto.

También se rumorea en toda la empresa que su departamento está muy mal visto desde hace unos meses, un año, más o menos. En la cúspide de la organización se han producido tremendas tormentas, y algún trueno ha llegado a los bajos fondos. El resumen, más o menos, podría ser éste: No es época para invertir en novedades. Las novedades, además de no saberse nunca si van a cuajar en el mercado, llevan como prendidos de sus mangas, una cantidad de gastos que los dueños no están muy dispuestos a afrontar.
Le llegó a los oídos que si no cerraban de un plumazo todo el departamento, era por pura estrategia, para que la prensa no diera demasiadas informaciones sobre la precariedad de su situación y porque, en casos puntuales, modificar levemente algún detalle de algún producto conocido y que funciona en el mercado, sobre todo si la alteración está encaminada a abaratar costes de producción, es interesante e incluso necesaria.
Desde aquel día les llaman los remendones.
Se acabaron los grandes proyectos, las grandes ideas…

Si hubiera dormido algo más quizá se habría dado cuenta que no debería haber tomado el café de la máquina, y esta era la segunda pista. Una pista que había crecido, sin que lo notase, durante toda la madrugada, interminable. Ella sabía con toda certeza que había sido Ricardo el causante de su noche de insomnio. Y si su jefe no había ido más lejos, era porque todo formaba parte de un plan, que quizá con su torpeza estaba acelarando inadvertidamente.
Lo cierto es que Ricardo no emitió ni una sola palabra, pero ella conocía demasiado bien el tono de su respiración. Y aunque no hubiera hablado nada ningua de las decenas de veces que había telefoneado, su timbre era inconfundible, aun detrás de aquellos susurros y ruidos guturales.

Ricardo sabía demasiado de ella. Siempre se había preocupado por ella. Sabía donde vivía. Sabía que su madre necesitaba esa ayuda de su sueldo para poder pagar a la asistente que iba a su casa días alternos. Todavía faltaba algún tiempo para que el expediente que se tramitaba en la Comunidad Autónoma llegase a su resolución y le fuera concedido la atención gratuita procedente de la Administración. Entretanto, aquel parkinson y la pensión mínima de su madre, impedían cualquier otra cosa. También sabía que si ella se negaba, algo pasaría... Por ejemplo un despido. O una suspensión de empleo y sueldo. Por eso necesitaba estar despierta...
Mientras revolvía distraídamente el líquido adulzado, pensó que quizá una buena salida era hablar con Víctor, uno de los representantes sindicales, en quien más confiaba. Quizá pudiera intentar acusar a Ricardo de acoso, pero no podía demostrar nada. Aunque estuviese completamente segura. Aunque el margen de duda fuese más estrecho que la hendidura de la cabeza del tornillo que diseñaba, no podía demostrar nada, en el sentido policial o judicial del término.

Antes de acudir al trabajo, muy temprano, se prensentó en la Comisaría para poner la denuncia. Muy amablemente le dijeron que abrirían una investigación y que si obtenían algún resultado, no le cupiese duda de aquel canalla sería detenido, '¿Porque está segura, señorita, de que se trata de un caballero, verdad?'. Ante esa insidia no se molestó en contestar. Simplemente asintió un poco malhumorada. No estaba sorda, que supiese. Continuó el policía, 'Lamento decirle que el número que aparece registrado en su teléfono se corresponde con el de una cabina telefónica'.
Al decirle el nombre de la calle donde se ubicaba la cabina, se estremeció, era la que estaba en la misma acera de su apartamento, seis portales más abajo.
Y el policía, experto en estas lides, le aconsejó que si sospechaba de alguien hiciese lo posible para que ese alguien supiese que el caso ya estaba en manos de la policía. Con esto solía bastar. Y, desde luego, tendría que cambiarse de móvil inmediatamente.
Lo de cambiar el móvil no era difícil. Por la tarde iría a la tienda de su compañía y, presentando copia de la denuncia, le aseguraron que no tardarían mucho en completar los trámites. ¿Pero cómo hacía ella para que Ricardo se enterara de que había puesto una denuncia por haber recibido tantas llamadas, y además sin que él intuyese que ella sospechaba de él?

Los resortes de Ricardo en la empresa eran poderosos.
La tercera pista se mostró ante ella pocos instantes después; pero tampoco la vio...
Se le había empezado a ocurrir una idea que quizá cuajase. Subía la escalera con el café humeante en la mano, dispuesta a tomárselo en la misma oficina, cuando, quizá por culpa de andar distraída, tropezó con el borde del escalón. Trastabilló. Ni hubo golpe, ni hubo caída, nada... un pequeño salto poco elegante, si acaso... El problema es que el café abandonó el vaso y buena parte de él fue a aterrizar sobre la camiseta gris y el vaquero blanco que quedaron escandalosamente condecorados…
Quizá tendría que haberse ido sin más. Ni entrar en la oficina. Haber salido a la calle camino de su apartamento, luego daría explicaciones; pero aquella mañana andaba muy torpe de reflejos. Tanto miedo tenía, que pensó que no le quedaba más remedio que pedir permiso para volver a casa a cambiarse de ropa. Y el permiso, bien lo sabían ambos, sólo se lo podía facilitar Ricardo…

'Si quieres te acompaño... Así no tendrás problemas con los de arriba', le contestó con una de sus más afectuosas sonrisas, que a ella le pareció lobuna…

viernes, 1 de enero de 2010

NO LO ESPERES MÁS.





No lo esperes más. Deja de contemplar el horizonte. Olvida el reloj que se anuda a tu muñeca donde laten tus pulsos. No entornes tus ojos impacientes al almanaque sin abrir. Ya está aquí. Ha aterrizado como un beso sin labios entre nosotros. Mira, mira las laderas de tus manos. No están vacías.
¿No lo ves…?
Vuelve a mirar..., más despacio. Sosiega el pensamiento. Aquieta el ritmo de tus pasos. Detén tu alocada carrera hacia ninguna parte. Ahora vuelve a mirar las laderas de tus manos.
Espera... No. Mejor aún, no mires. Aprieta los párpados como si fueran dos portones, pásales el cerrojo y siente. Sólo siente.
Hazte oído y piel. Eres sólo oído y piel. Cada poro es un tímpano que se asoma a todas las latitudes del horizonte.
¿Y ahora no sientes su respiración de cachorrillo indefenso que tiembla de miedo en medio de la noche, miedo al frío, miedo a la soledad, miedo a los colmillos de la mentira, miedo a la garra de los asesinos...?
Ya está aquí. Sin mancha. Sin defecto. Espléndido… y desprotegido.
Cuelgan de sus dedos, aún cerrados y débiles, todas las promesas y todos los deseos y todos los sueños. De sus ojos brota despacio, como una brizna de hierba, todavía sin color, la luz de cada jornada. Es un halo tenue, casi opalino, pero tan maleable que tu propia mirada puede trocarlo sol o puede tornarlo sombra de la noche o puede convertirlo en cansada chispa con anemia.
No busques más. No es necesario. Cada respuesta es la melodía de los latidos de tu sangre. Nada más.
No indagues en oráculos improbables. No escrutes la caligrafía de las estrellas. No desmenuces el silogismo de las entrañas hediondas. No analices el extracto de la acrobacia de las golondrinas.
La criatura habita en ti y eres tú quien determinará si sus manos, todavía cerradas, como temerosas, serán caricias, serán puñetazos o serán muñones atrofiados. La criatura habita en ti y eres tú quien con sus latidos construirá sinfonías o edificará explosiones o levantará rascacielos de indiferencia. La criatura habita en ti y eres tú quien le proporcionará la hoz del campesino, la guadaña del exterminador, o una lata llena de burbujas vacías.
Y llegará, también está aquí, no lo dudes (dispón el funcionamiento de todos los radares de tu piel para evitar un choque brutal), el retumbo de los gritos de los poderosos y el tren cargado de miseria y llanto al que te habrás de subir, salvo que quieras morir a su paso y la risa incongruente de las máquinas de la mentira. Y no podrás contra ellos… Son indestructibles porque en ellos está la destrucción.
Pero no te dejes engañar. No permitas que su estrategia del miedo anule la verdad.
No lo esperes más. Deja de contemplar el horizonte. Olvida el reloj que se anuda a tu muñeca donde laten tus pulsos. No vuelvas tus ojos impacientes al almanaque sin abrir. Ya está aquí. Ha aterrizado como un beso sin labios entre nosotros. Mira, mira las laderas de tus manos. No están vacías.
¿No lo ves…?
Vuelve a mirar..., más despacio. Sosiega el pensamiento. Aquieta el ritmo de tus pasos. Detén tu alocada carrera hacia ninguna parte. Ahora vuelve a mirar las laderas de tus manos.
Espera... no. Mejor aún, no mires. Aprieta los párpados como si fueran dos portones, pásales el cerrojo y siente. Sólo siente.
De ti depende que mañana sea radiante como el pétalo de una margarita