viernes, 26 de febrero de 2010

LA CARTA. Parte sexta



1ªparte 2ª parte 3ªparte 4ª parte 5ª parte

Aquella respuesta no sirvió para aliviar en nada las madrugadas de Laura Enciso, pero sí se convirtió en una barrera infranqueable para el equilibrio emocional de Luis, un parapeto que evitó la caída por el precipicio que se abría a sus pies. Al menos comprendió que su muerte no hubiera resuelto el sufrimiento de su madre, quizá le hubiera provocado reacciones diferentes, pero en todo caso habría actuado de modo similar sobre ella: le habría degollado el alma, aunque su cuerpo continuara respirando, tan a su pesar.
Para algo más sirvió aquel diálogo.
Desde entonces Luis se acostaba más tarde y aprovechaba para estudiar más y mejor que el resto de sus compañeros. Las horas que robaba a su sueño eran, a la postre, horas, sino de placidez, al menos de calma para ella, horas que birlaba al voraz apetito del monstruo que consumía a su madre.
Las primeras semanas notaba que ella se empezaba a poner nerviosa poco antes de la media noche, pero en poco tiempo se habituó al nuevo ritmo de los quejidos que mordían sus entrañas, y quizá porque el suplicio empezara más tarde o quizá porque ya sabía que su tortura no era invisible para el resto del mundo, pues su hijo era testigo confuso, o quizá por haber expresado con palabras parte de su sufrimiento, o quizá por el cúmulo de estas circunstancias, al menos su intensidad decreció, hasta tal punto que se tornó en hondo lamento emitido en un pianísimo casi inaudible.
Para Luis era difícil conocer si su madre dormía algo o seguía sin hacerlo, pero intuyó que poco a poco el sueño volvía a ser parte de su rutina, al menos durante algunas horas de la madrugada.
Se podría decir que se aficionó al estudio como mejor medicina para aliviar el martirio materno. A aquellas alturas ya era consciente de que esa herida no cicatrizaría nunca del todo en el ánimo de Laura Enciso, pero al menos parecía que sangraba con menos abundancia. Ésa fue la primera satisfacción y si sólo hubiera producido semejante efecto, habría sido suficiente compensación a tal esfuerzo. Pero es que, además, semejante tesón le otorgó un lugar de privilegio entre los profesores del colegio. A medida que más estudiaba, mejor les entendía, y mejores calificaciones obtenía, y, del mismo modo, mejor profundizaba en los misterios de la sabiduría humana.
Entre los compañeros, sin embargo, el asunto presentaba aristas diferentes y no tan gratas. Pero esta opinión nunca le preocupó en exceso. Desde la muerte de su padre, se había convertido en un niño introvertido, silencioso y medroso. Es decir que todos los condiscípulos que había tenido casi siempre le habían conocido igual comportamiento. La mayoría respetaba su modo de ser y la mayoría, incluso cuando con catorce años pasaron al instituto para estudiar el primer curso del BUP*, conocía el motivo de ese silencio, de esa mirada huidiza, de ese gesto intuitivo para colocarse en un lugar que siempre parecía un escondite. No obstante, los adolescentes son impulsivos por naturaleza, y dicen lo que sienten y lo que piensan sin que medie mucha reflexión. Más de uno, de vez en cuando, solía hacer públicos sus pensamientos secretos, cuando Luis contestaba acertadamente a la pregunta más enrevesada planteada por el profesor más puntilloso o exigente.

— ¡Cómo no iba a ser el Empollón el que acertara…!
Luis Prieto Enciso era el Empollón. En el fondo prefería ese apodo que no el Raro. Se comparaba con el resto de sus compañeros y en su fuero interno, más que como empollón, se reconocía como raro. Se giró sobre sí mismo, volvió sus ojos hacia la carta que era una nube oscura que crecía y amenazaba tormenta y sonrió con amargura. Fue Eladio, cómo no, quien sacó aquel mote por vez primera, incluso antes de que llegaran al instituto. Aún no sabía muy bien por qué, desde el día del maldito accidente, el hijo del jefe de su padre no había podido perdonarle. En un primer momento llegó a la conclusión de que se trataba de algo irracional, que había nacido en la infancia por alguna discusión que él había olvidado, por algo a todas luces insignificante, pero, cuando, incluso después del accidente, Eladio seguía mostrando aquella animadversión hacia su persona, empezó a percibir vagamente que podría haber algo más que se le escapaba o que ni siquiera formaba parte del paisaje que podía atrapar con su entendimiento. Pero nunca llegó a ninguna conclusión que pudiera considerarse medianamente razonable. Si acaso pensaba que, dado que el padre de su compañero era el jefe de su propio padre, sus hijos habían heredado en los genes el mismo tipo de relación servil que Luis no estaba dispuesto a prestar a Eladio. Pero tal idea no sostenía ningún análisis, por tanto siempre la descartaba como absurda.
Cuando, aún en el colegio, Eladio le instaló públicamente en la categoría odiada por todos de empollón, no le preocupó nada, bastante tenía con todo lo que sucedía en su propia casa. Pero al llegar al instituto, un par de años más tarde, con lo peor de la galerna cotidiana relegado al recuerdo, intentó bajarse de ese podium, sin mucho éxito.
Aunque en el instituto había alumnos procedentes de varios colegios, la influencia de Eladio Roquedal Torrequebrada no disminuyó respecto de la que siempre tuvo en el colegio. La prosperidad de la fábrica de embutidos de su padre, La Florida, era archiconocida en toda la ciudad y provincia, por tanto, ser amigo de Eladio podría garantizar ciertas ventajas. Es decir que lo que opinase Eladio era muy tenido en cuenta por los otros jovencitos, más aún cuando afectaba a juicios de valor sobre otros compañeros que no tenían ningún baluarte con que evitar semejantes ataques despiadados.
Que el resto de compañeros del instituto le conociese como el Empollón, no le hubiera preocupado, si Azucena no hubiese aparecido también aquel curso en el mismo instituto y en la misma clase. Hora tras hora, día tras día, semana tras semana, contemplaba a Azucena riendo las gracias de Eladio, mientras él se consumía por ser objeto de una sola de sus miradas.
Luis Prieto Enciso avanzó hacia el dormitorio. Con descuido posó el vaso de güisqui sobre la mesita de noche. Necesitaba una ducha o acabaría mal. Antes de entrar en el baño apuró el último trago con la torpe creencia de que el agua de la ducha arrastraría los recuerdos que empezaban a ser demasiado peligrosos.
Con catorce o quince años, Luis sintió la primera sacudida del amor en su vida. Nunca supo como sucedió con precisión, pero sucedió. El primer síntoma fue que al escuchar la voz de Azucena, su corazón se aceleraba como si estuviera disputando una carrera. El segundo síntoma fue sorprenderse a sí mismo mirando sin disimulo el cuello de la jovencita que se asomaba apetecible cuando su cabeza se inclinaba sobre alguno de los libros o de los cuadernos escolares. El tercero fue al notar sin duda posible que su rostro se tornaba de color de puesta de sol si ella le dirigía la palabra, aunque fuera para pedirle prestado un bolígrafo. Pero el síntoma definitivo de todos los síntomas posibles es que le preocupaba cada día más lo que ella pudiera pensar acerca de él. Si Azucena hubiera considerado como un valor ser empollón, se habría pavoneado por la Calle Imperial de Euritmia con un letrero de enormes dimensiones en el que figurase la leyenda: 'Soy el Empollón'. No le cabía duda. Más aún, hubiera estudiado más, mucho más… Pero Azucena odiaba a los empollones. Pensaba que poseer semejante cualidad era similar a portar una enfermedad muy contagiosa. Cuando las risas de la chica se hacían repiqueteo de cristal agudo sobre el resto de la clase al escuchar a Eladio llamarle Empollón, sentía que se convertían en esquirlas que atravesaban sus ojos. No es que fuera algo tan tremendo como lo que le sucedía en su casa, pero se acercaba a ese tipo de sensación que le laceraba el ánimo. Entonces comprendió hasta qué punto una palabra que anteriormente le era indiferente, se convertía en una navaja que le hería. Aún así tuvo el suficiente tino como para no hacer público, ni siquiera un poco notorio, su interés por Azucena, pues si lo hubiera hecho, el asedio de Eladio sobre su persona habría sido mucho más insistente y dañino. En este caso, su modo de ser, esa introversión similar a la de una sombra en medio de la noche, fue buen aliado, aunque en cierto sentido fuese un terrible impedimento para su verdadero deseo por aquellos días: conseguir que Azucena le tuviera en cuenta.
Durante aquellos meses sí echó de menos un confidente de su edad, alguien que pudiera escucharle y hablar con él sobre estos temas. Fue por entonces cuando más añoró al hermano. Le hubiera encantado compartir con él estos sentimientos, pero era imposible. Gabriel ya era alguien lejano, alguien que sólo era hermano, porque lo decían los papeles. Como nunca, sintió el dolor de aquella amputación, de aquella ausencia, pero, aunque intenso, fue un dolor efímero.
No le quedó más remedio que vivir en el más absoluto de los silencios este sentimiento que para sus adentros definía como un géiser de agua hirviendo que le abrasaba continuamente. No quería llegar mucho más allá. Para que su día cobrara sentido, sólo necesitaba un pensamiento: que la joven de ojos nocturnos que brillaban como un cielo cuajado de estrellas en mitad de un paisaje de nieve, le dedicaba una de sus sonrisas.
Pero hay pensamientos demasiado parecidos a un sueño inalcanzable.
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* BUP: Bachillerato Unificado y Polivalente. Nombre con que desde el año 1974 ó 1975 se conocía al bachillerato estudiado en España. Eran tres cursos que comenzaban en torno a los catorce años.
En la actualidad, se correspondería al Tercer curso de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria).

miércoles, 24 de febrero de 2010

PLACIDEZ COTIDIANA

Imagen Tomada de internet

La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Septiembre de 2005


Mientras todo el ritmo de las cosas se ajusta a la placidez cotidiana rayana en el aburrimiento, escribo por la mañana. Casi en la madrugada. Es domingo y el tiempo ha cambiado, parece que por fin. Las nubes grises entoldan el cielo y el aire huele a húmedo. Esperemos que ese anhelado elemento caiga sobre nuestras cabezas y sobre nuestros embalses. Somos, me vuelvo a repetir, una especia frágil.
En el fondo, desde la prehistoria, las cosas no han cambiado tanto y dependemos mucho más de lo que parece de la naturaleza. Aunque a veces lo parezca, no es malo depender de la naturaleza, ¿por qué no aceptar el hecho con tranquilidad?
Por mucho que avancen las ciencias y la tecnología, a la postre, dependemos de ella, y mejor nos pintaría a todos que la cuidáramos y la apreciáramos como lo que es, la madre de todos; pues en caso contrario se va a tornar en fiera herida que nos va a morder hasta acabar con nosotros. Durante todo el siglo XX se ha dicho que el ser humano acabará por destrozar el planeta, y que el fin del mundo lo provocaremos nosotros con alguno de nuestros inventos diabólicos, o en alguna de nuestras absurdas luchas fratricidas; a medida que pasa el tiempo, intuyo que puede ser al contrario. Quizá la Naturaleza acabe por volverse contra nosotros con tal virulencia que nos haga desaparecer del Planeta. Y me da en la nariz que lo del cambio climático, lo del calentamiento de la atmósfera con el consiguiente deshielo polar, no va a ser ajeno a todo el proceso.
Lo peor de la cuestión es que el tema tiene mal remedio, puesto que los principales agentes de tal desmesura, las grandes multinacionales, las fábricas inmensas que no dejan de expeler CO2 a la atmósfera, como si sus entrañas no dejaran de ventosear veneno, no van a detener su camino. Preferirán pagar multas (en las escasas ocasiones en que lo hagan), antes que esto. Sólo se me ocurre una cuestión, pero esta medida, para que fuera efectiva, tendría que ser asumida por todo el planeta. Sólo si dejáramos de consumir los productos que se generan en estas industrias, quizá estuviéramos a tiempo de salvar a la especie. Por lo demás esto es una utopía, porque automáticamente el sistema se tambalearía, para, caer por su peso, dando paso al caos, el hambre, la guerra. En fin atrocidades sin cuento. Pero el aviso está lanzado, muchas voces lo anuncian; pero nadie escucha.
Serán los nietos de nuestros nietos los que sufran las consecuencias, y entonces quizá ellos sí, nos pidan cuentas retrospectivas de nuestros crímenes actuales. Pero dentro de un siglo, nuestra memoria será un lejano eco, al que ni siquiera ellos llegaran. Precisamente en ese egoísmo, es en el que fundamos nuestra actitud, nuestro encogimiento de hombros y nuestra miopía colectiva.
En el fondo esta es la frase que explica nuestra actitud, incluso la pasiva, como la mía:
Las futuras generaciones sabrán lo que tengan que hacer.

lunes, 22 de febrero de 2010

ESTOS DÍAS AZULES Y ESTA LUZ DE LA INFANCIA...

Uno de los últimos retratos de D. Antonio.
Imagen tomada de Internet


Hoy se cumple el septuagésimo primer aniversario de su muerte
en el pueblecito francés de Colliure.
El último verso escrito por el poeta decía:
Estos días azules y esta luz de la infancia.
In memoriam

Estos días azules y esta luz de la infancia se arrugan en el viejo gabán que será mi mortaja. Estos días azules y esta luz de la infancia quedan tan lejos que no calientan mis huesos ateridos y tristes. Estos días azules y esta luz de la infancia me empujaron al temblor del recuerdo de sus manos tan blancas mientras el Duero cantaba canciones de gesta vestidas de arco, alzadas en flechas de olmos hendidos, a las afueras de Soria. Estos días azules y esta luz de la infancia recorren la huella de otros días azules de otro sol sin niñez, de otros días de salmodia en francés tras la lluvia que quería ser manto de plata envolviendo la voz de los jóvenes recitando a Verlaine. Estos días azules y esta luz de la infancia se asoman tras el andamio de mis ojos y son horizonte a la inversa, como si la brújula de mi mirar, sabiendo que se acerca la hora de emprender el camino sobre las aguas, me obligara a revestirme de infancia. Estos días azules y esta luz de la infancia son la meta hacia la que me gustaría retornar en una singladura desprovista de equipaje, desnudo como los hijos de la mar. Estos días azules y esta luz de la infancia son el tesoro que acaricio y que me atavía después de desnudar de ecos a las voces. He surcado las tierras grises de los olivares andaluces. En las altas parameras de Castilla, junto a las torres de cigüeñas, he amado la más pura inocencia de la juventud intacta y la más apasionada locura de la madurez serena. He soñado una España que no deje el corazón helado al españolito que llega. Mi torpe aliño indumentario y el humo de mi cigarrillo me han acompañado en el bullicio parisino (ay, París de infantiles pulmones agrietados) y en el Madrid acogedor y cálido, como regazo de matrona de Roma. He esperado, sin esperanza cierta, junto a las caricias de espuma mediterránea, el milagro de una victoria... Ahora que en mi último viaje me veo triste y solo y enfermo y derrotado, ahora que en esta pensión de febrero el sol quiere aventurarse a una primavera fría y temprana, ahora que mis nudillos llaman a las puertas del vacío, ahora sólo me resta el recuerdo de un patio en Sevilla, de un limonero que huele a sol, de un cante quedo en la fuente, y de este tesoro que tintinea en mis manos vacías: estos días azules y esta luz de la infancia…

viernes, 19 de febrero de 2010

LA CARTA. Parte quinta



Primera parte Segunda parte Tercera parte Cuarta parte

Luis intuía que tenía que callar, sin que su madre se lo tuviera que decir, aunque sólo fuera por salvaguardar la inocencia de Gabriel; aquellas lágrimas, aquellos lamentos, en realidad, eran silencios, eran como secretos que nadie debería conocer. Sospechaba con la extraña lucidez de los niños que si él tenía acceso a ellos era porque su verdadero deseo era evitar que se produjeran. Intuía que si su madre paseaba su dolor durante las horas invisibles de la madrugada, casi inexistentes salvo para juerguistas y algunos moribundos, era por paliar en lo posible un daño quizá irreversible en el alma de sus hijos.
El ayudante del fiscal sabía ahora que su madre estuvo enferma desde aquella tarde en que le contaron que su marido había muerto víctima de infarto y su hijo se hallaba sin conocimiento en la UVI de la recién inaugurada Residencia Sanitaria de la Seguridad Social Río Óreo de Euritmia. Su enfermedad tenía nombre y apellidos y figuraba en los manuales de cualquier estudiante de psiquiatría, y el tratamiento hubiera sido relativamente sencillo, si se hubieran puesto manos a la obra durante los primeros meses. Una vez pasados unos años, quizá era una aventura imposible. Pero en los principios de los setenta del siglo pasado estaba mal visto que alguien acudiera a un psiquiatra, porque todo el mundo juzgaría que se trataba, no de una enferma mental, sino de una loca, como se decía entonces. (¿Habrá aún quien sostenga la neutralidad de las palabras, habrá aún quien crea en la inocencia de las voluntades al hablar?).
Si en 1972 Luisito no hubiera transitado por los ocho años, quizá hubiera comprendido que su madre era víctima de un monstruo que consumía su alma, con la sabiduría del parásito que ha descubierto que su manutención está en no acabar de un zarpazo con su víctima, sino en mantenerla con vida, para así ingerir de ella cada jornada, para que su alimento no tenga caducidad y esté siempre fresco y en posesión de todas sus virtudes nutricias.

Cuando transcurrieron algunos años desde la funesta tarde, quizá tres, acaso cuatro, se produjeron dos acontecimientos que modificaron sustancialmente su vida cotidiana.
Sus abuelos, los únicos seres humanos que, fuera del cofre cerrado de aquella casa, intuyeron algo de la tragedia que se vivía, se llevaron a vivir con ellos a su hermano Gabriel. Fue algo casi natural y que Laura Enciso vivió con algún dolor, pero a la vez, con alivio pues, en medio de la bruma en la que aún habitaba por entonces, comprendió que a Gabriel le iría mejor fuera de aquella vivienda a la que ya no podía llamar hogar. Con Luis también se intentó algo por el estilo, pero se negó en rotundo, él tenía que acompañar a su madre. Como alternativa se planteó que fueran a vivir los tres al pueblo, fue entonces Laura Enciso la que se negó sin dar ninguna opción.
El otro acontecimiento trascendental, natural e invisible al mismo tiempo, fue la aproximación de la pubertad a su vida. La pubertad había comenzado a adueñarse de su fisonomía magra y alargada que se acentuaba más aún por el brillo lánguido de su mirada y por la sombra de sus ojeras que hundían a sus ojos en simas. Ya no era un niño, pero tampoco se le podía clasificar como adolescente. Sin embargo en su interior, más aún que en su fisonomía, se producían transformaciones que sentía agudas y radicales, aunque para sus compañeros y profesores fueran imperceptibles, por no decir inexistentes.
Se sorprendía a sí mismo con pensamientos y dudas que parecían corresponder a otra persona. Fue por entonces cuando comenzó a asomarse en algún rincón de su cerebro una idea perniciosa: el muerto en el accidente tendría que haber sido él y no su padre. Las cadenas en forma de quejidos quejumbrosos de su madre habían horadado su resistencia hasta ese punto. Era una idea irracional, por tanto muy poderosa, y con todas las posibilidades intactas de arraigarse como una mala hierba en su interior. Sospechaba de modo viscoso que su madre no sufriría tanto si en vez de haber enterrado al marido, hubiese enterrado al hijo.
Luis Prieto volvió a levantarse del sofá con el vaso en las manos y en los ojos una lágrima, que creyó olvidada, velaba su mirar. La carta quedó de nuevo sobre la mesita. Fueron días o semanas muy complicados. Sólo muchos años más tarde encontró la imagen que explicaba de un modo adecuado aquellos días. Durante aquellos tres o cuatro años el viaje macabro que había empezado el día del accidente, avanzó hasta la desembocadura de un precipicio, y allí hubiera concluido precipitándose al vacío sin remedio.
Mientras sentía el paso amargo del güisqui por su garganta, recordó la conversación, y sonrió. Con doce años, Luisito tenía más argumentos para enfrentarse al viejo padecimiento de su madre. Con doce años, Luisito necesitaba arrostrar tanto dolor como laceraba los muros de la vieja casa. Con doce años, Luisito sentía que debía desenmascarar al monstruo que consumía las madrugadas de su madre. Pero aún tardó en encontrar el instante preciso en que se podría enfrentar cara a cara con esa realidad que convertía las noches de su madre en infierno que a él también lo abrasaba. Sabía que su madre pensaba que el sufrimiento era solitario y silencioso, un sufrimiento que sólo le afectaba a ella, que excluía al resto de la humanidad. Su madre vivía todo aquello como una condena, como si durante las horas más tétricas de oscuridad ella tuviese que habitar una celda de castigo inaccesible al resto de los mortales.
Fue la casualidad o la suerte, la que vino a abrir el portón de esa celda de castigo. Se trataba de un examen de Lengua Española. El primer examen de su vida que le exigió quedarse a estudiar más allá de la media noche. Tenía que memorizar para aquella prueba los diferentes tipos de estrofas de la poesía en castellano, tanto las de arte menor, como las de arte mayor. Había descubierto que aquello le gustaba, pero también había descubierto que era más complejo de lo que parecía a primera vista. Su mente demoró el proceso de almacenaje de rimas consonantes y asonantes, pareados, aleluyas, cuartetos, serventesios, cuartetas, redondillas, silvas, romances, alejandrinos, endecasílabos, octavas reales, tercetos encadenados, sonetos, sonetos con estrambote, quintetos, sextinas, silvas, versos blancos, versos sueltos … A medida que pasaban los minutos y Laura Enciso contemplaba que su hijo no se acostaba, se ponía más nerviosa. Y él se daba perfecta cuenta del aumento de aquella inquietud pues el movimiento de los pies maternos era incesante, continuas las miradas al reloj, creciente la aceleración de su respiración. Él persistió en su estudio, si cabe con mayor despliegue, con mayor ahínco demoró el instante de acostarse, hasta que se atrevió a mirar de frente a su madre.
— Mamá, ¿por qué no te vas a la cama...? Aún tardaré un rato.
Su madre le miró como quien descubre que ha sido víctima del robo de un tesoro. Sin saberlo, Luis comprendió que su madre era adicta ya a los quejidos de la madrugada y que su presencia a aquellas horas en el salón causaba ansiedad a Laura Enciso. Pero se mantuvo firme en su pretensión. Después de media hora, fue su madre quien tomó la palabra.
Luisito, deberías acostarte. Mañana no vas a rendir nada en el examen. Tienes que dormir.
Quizá fue un poco cruel por su parte, pero la respuesta le brotó con la misma potencia con que el agua rompe un dique de contención agrietado o endeble.
— Mamá, ¿qué cosas más raras dices…? Dormiré como cada noche…

En los ojos de Laura Enciso apareció un brillo de dolor nuevo y diferente, desconocido y sorpresivo. Luisito comprobó que su intuición era cierta: su madre pensaba que el mundo entero era ajeno a las madrugadas de insomnio acuciada por el dolor insuperable de la muerte de su marido.
— ¿Qué quieres decir?
El muchacho que aún no lo era se lanzó a la verdad como único recurso para encontrar un modo de recuperar la paz que cada vez se alejaba más de su corazón.
— Mamá, lo que quiero decir es que cada noche desde que murió papá te oigo llorar y suspirar y pasearte por toda la casa arrastrando los pies como si no pudieras con ellos, y que casi no duermo, que escucho hasta muy tarde las campanadas del reloj.
Ella le miró con ojos de sorpresa atormentada.
— Desde que murió tu padre, soy incapaz de pegar ojo... Si supieras cómo le echo de menos.
El hijo comprendió que era cierto lo que decía, que aquella mujer, que era su madre y que peleaba a diario por mantener el hogar, y por demostrarse a sí misma que seguía queriendo a sus hijos, atesoraba el espacio de la madrugada para su propio sufrimiento, para protestar contra un destino que había finiquitado su felicidad y que no aceptaba de ningún modo. Y más que por la frase, fue por aquel gesto de sus manos posadas sobre su cabellera en señal de cariño, por lo que se decidió a formular la pregunta, ésa que le atormentaba desde hacía unas semanas. Sí, ahora pensaba tantos años más tarde, aquellas manos sobre su cabeza quizá les salvaran a ambos.

Como cuando en el hospital preguntó a su madre por la ausencia del padre, en este caso tampoco hubo ningún filo cortante en el tono de su voz. No hubo doblez de intención en su mirada. Recuerda el ayudante del fiscal que como si el niño de doce años fuera un experto conocedor de almas, tuvo el gesto intuitivo de alzar el rostro, de tal modo que las manos un poco ásperas de la madre, ya no le tocaran el cabello, sino la cara, y pudiera contemplar lo diáfano de su mirar.
— ¿Si hubiera muerto yo en vez de papá, serías más feliz?
Si el hijo hubiera podido bucear en el corazón de la madre, habría sentido un terrible maremoto que desarbolaba sus entrañas. Pero él estaba fuera y lo que vio fue casi la misma escena de aquella otra mañana en la habitación de la Residencia Sanitaria. El rostro materno, mucho más afilado y demacrado y arado por las arrugas y el dolor, se enlagrimó y se unió al suyo en un desesperado intento porque comprendiera, pero también en una desesperada declaración de incomprensión. Durante varios minutos de duración inabarcable sintió que su rostro que se acercaba a la adolescencia era regado por el dolor, hasta que las lágrimas dieron paso a una voz quejumbrosa.
— No, Luis, no... No digas esas cosas... No, hijo, seguro que no. Seguro que si tú hubieras muerto, estaría como ahora, haciendo la vida imposible a tu padre. Y si hubierais muerto los dos, que es lo primero que temí, no sé, yo no hubiera podido soportar la vida, salvo por tu hermano, pobrecillo. No tendría que haber muerto nadie, Luis, nadie. ¿Por qué tuvo que morir él...? ¿Por qué tuvo que morir nadie...?

miércoles, 17 de febrero de 2010

CANTE

Imagen tomada de Internet


La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Septiembre de 2005


Ha vuelto el buen tiempo, así que de momento disfrutaré de la naturaleza. Antes de meterme en un local cerrado, prefiero continuar correteando y paseando por las afueras de Segovia. He vuelto a las Lastras, donde hacía semanas que no estaba. Se nota que el estío ha hecho daño a la vegetación; a la escasa vegetación.
Pero lo peor del asunto ha sido descubrir, de nuevo, la barbarie humana. En mitad de la primera subida, un coche calcinado exhibiendo sin ningún pudor la negritud de la acción que le ha carbonizado. No he entendido nada. Tampoco es una zona desértica como para que se atrevan a tal tipo de actos. Además, no está muy lejos de zonas con rastrojos, y después del verano que se ha pasado, no en esta provincia gracias a Dios, de fuegos y muertos debidos a su causa, no entiendo, o entiendo menos aún, tal tipo de acciones.
Gracias al cielo, un poco más adelante los relinchos de los caballos de los gitanos que malviven en el Tejerín, cubrían la tarde de sonidos agudos y llenos de vida. La brisa que se ha levantado, aunque no era fría, sí que se hacía un poco desagradable.

Me he encontrado por segunda vez en este verano con un joven que se dedica a cantar coplas y flamenco. El primer día que lo vi (creo recordar que en el mes de julio) supuse que era un gitano. Su voz es hermosa y hiende el aire con la pureza de un canto desnudo de cualquier oropel. El desgarro de esas letras que cuentan tremendas historias de odios y amores, de crímenes y pasiones, viajaba por el aire limpio. Sin embargo, esta tarde me he cruzado con él, mejor dicho, he pasado a su lado. Cuando me he acercado, pudoroso ha silenciado su voz; yo iba corriendo, y sólo nos hemos dado las buenas tardes; en cuanto que he pasado unos metros, ha vuelto a su afición. Ni he vuelto la cabeza no fuera a ser que el joven se cortara. Al contemplarle de cerca he descubierto que no es de la raza calé, sino que es tan payo como uno. Su canto de coplas sentidas se acomoda bien al paisaje desnudo y un poco abrupto de esta parte de la ciudad. Como un rey en la soledad el joven ha seguido desgranando su canto, mientras su voz de tono elevado cortaba la pureza del aire límpido. Hermoso escenario, aunque sin auditorio. No sé si en su cabeza anidará la idea de intentar ser algún cantaor famoso, o dedicarse a este asunto profesionalmente; o, más bien, la timidez que le sospecho, le dejará en el cantante solitario de las Lastras.
Uno no entiende de cante jondo, ni de coplas, pero me parece que este chico lo hace muy bien, francamente bien…
Ha vuelto a ser un paseo agradable, una limpieza de neuronas, a pesar de la visión del coche carbonizado.

lunes, 15 de febrero de 2010

CICLO DE TEATRO "LOS CLÁSICOS" EN SEGOVIA

Foto el Adelantado de Segovia

El teatro Juan Bravo, que pertenece a la Diputación Provincial de Segovia, ha presentado a últimos del mes de diciembre una de los pilares en los que se apoya su programación anual. El denominado ciclo Los clásicos. El renombre y calidad de los espectáculos que se irán dando cita a lo largo de 2010, mezclándose con la programación más estable y cotidiana, otorga a este teatro un plus especial que lo acerca, en cierta medida, a las grandes salas del país. Nombres como Ana Belén, esta vez en su faceta de actriz interpretando nada menos que Fedra, o Paloma San Basilio o el Orfeón Donostiarra el Coro de los Niños cantores de Viena o Inma Shara dirigiendo una orquesta, son suficiente atractivo para que la pequeña sala cuelgue en estas jornadas el cartel de no hay billetes.
Y quienes vivimos en Segovia, sabemos que tal cosa se produce.

Bienvenidos y bienvenidas pues sean estos artistas de tremenda fama y que sin duda, como acabo de escribir, atraerán a un público fiel que se rendirá a sus pies. Las pequeñas ciudades de provincia también tenemos derecho a disfrutar de grandes espectáculos.
Pero dicho todo lo anterior y poniéndolo en primer lugar de estas líneas, para que no haya duda sobre mis pretensiones, quisiera hacer una reflexión sobre la huella que pueden dejar en el público, en este caso segoviano, estas actuaciones.
Y en este sentido no soy nada optimista. Se corre el peligro de que el árbol tape el bosque. Quiero decir que el resto de representaciones o actuaciones que irán subiendo al escenario de este teatro no atraerán ni a la misma cantidad ni siquiera a las mismas personas.
No es que me preocupe excesivamente que determinadas personas sólo acudan a determinados espectáculos. Me preocupa lo contrario. Me preocupa que ciertas personas no puedan acudir a alguno de estos espectáculos porque las localidades queden agotadas de forma sospechosamente rápida,
Y también me preocupa que el teatro se utilice como lugar para el mero encuentro social. De todos modos está ha sido siempre unas de las funciones del teatro, uno de los foros públicos donde los notables de una sociedad se daban cita para ver y ser vistos.
A uno le puede el afán cultural y le gustaría que todo el mundo que asistiera a las representaciones o a los conciertos lo hiciera en exclusiva por el valor de los artitas, de la obra y su ejecución, no para ver y ser vistos; pero este es un componente inalterable de cualquier función de teatro.

Ojalá, al menos, que a la llamada de presencias como la de Ana Belén, alguno descubra que Fedra es una obra imperecedera.
Que ustedes lo disfruten.
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*Para más información: Teatro Juan Bravo de Segovia , y la crónica de Ana San Romualdo en El Adelantado de Segovia.*

viernes, 12 de febrero de 2010

LA CARTA. Parte cuarta



Primera parte Segunda parte Tercera parte

Sin embargo después de aquel comentario, el silencio del rostro de la madre, además del de su voz, no parecía augurar la misma opinión. Cuando Luis explicó aquella circunstancia por vez primera, sintió que algo se aliviaba en su interior, como si hubiera salido del meollo de una pesadilla. En poco tiempo, quizá en menos de una hora, pudo comprobar que fue una sensación injustificada. Cuando llegaron a casa, la cara de Laura Enciso deshizo la tensión que se acumulaba y se convirtió en tempestad o tormenta que puede llevarse por delante hasta los más sólidos muros de cualquier edificio. El niño entró de nuevo en la pesadilla.
— ¿Por qué te inventas mentiras? ¿Qué es eso de que te habían quitado la pelota? ¿Es que te crees que me puedes engañar?
No había posibilidad de contener aquel vendaval, o no supo cómo hacerlo. Con sus pocos años había entrado en una galerna que lo desarbolaba. De repente, ella desapareció de su vista, y pocos momentos después, reapareció con la pelota en la mano. De nuevo el rostro convertido en pedregal de lágrimas, a lo que había que añadir el impacto de su griterío sobre los oídos, y los colores de aquella pelota que le abofeteaban sus ojos atónitos…
— ¿¡Qué es esto, Luisito…!? ¿No es la misma pelota que llevabas en la mano y se te cayó, y fuiste a coger sin mirar a los dos lados de la calle como siempre te hemos enseñado papá y yo?
El ayudante del fiscal recordaba que en las crispadas manos de su madre, que nunca más le volvieron a acariciar con la misma calidez, a pesar de que lo intentaron muchas veces, estaba su pelota de colores. Por un momento, un frágil rayo de sensatez blanqueó sus ideas y pensó en preguntarle por qué razón la tenía ella, quién se la había dado, cómo había vuelto a casa. Intentó contar nuevamente la historia que acababa de relatar ante aquel semidesconocido, pero las palabras se espantaron al llegar al brocal de su boca, y comprendió que era inútil. Intuyó que lo importante era aportar pruebas, y no las tenía. Salvo que el mismo Eladio contase a su madre que todo era verdad, que efectivamente le había quitado la pelota y que se le había escapado justo cuando él bajaba por la calle, nadie le creería. Aunque en realidad a él, en ese preciso instante, y en el resto de los instantes de su existencia, le dio igual que el mundo creyera o no creyera su versión, únicamente necesitaba que le creyera su madre, y lo necesitaba del mismo modo que sus pulmones necesitaban el aire… Pero se dio cuenta que tal cosa era imposible.
Luisito comprendió a la perfección que en esas preguntas, lanzadas como flechas envenenadas, iba implícita su declaración de culpabilidad sin posibilidad de apelación ante ningún tribunal. Desde ese mismo momento, ante los ojos de su madre, se habían acabado todos los resquicios de duda. Su hijo había sido el principal causante de la muerte de su marido. Para su corazón moribundo de viuda inconsolable la mayor evidencia era que el hijo tratase de justificar su falta de atención.

Luis Prieto, mientras entornaba los ojos hacia la tarde que sobrevolaba los tejados, tuvo que reconocer que, a pesar de todo, su madre tampoco incidió mucho más en el tema, en ese asunto en concreto.
El verdadero calvario era la oquedad de los sonidos.
El silencio se enseñoreó de las tardes y las noches de aquella casa. La ausencia del padre se convirtió en una pesada losa que asfixiaba cada tictac del reloj de pared del salón de la infancia, normalmente el único sonido que se escuchaba en la amplia planicie de las tardes interminables.
Luis recordaba sin mucha precisión, pues a partir de aquella discusión todos los días fueron el mismo día monótono, lánguido y opresivo, que durante los primeros meses desde aquella alta hora del mediodía de luz dolorosa, no hubo excesivo cambio en la organización y ritmos de la vida familiar, salvo en que la tristeza de su madre se acentuaba con el movimiento de los minutos, como si a cada paso del reloj, que tejía el tiempo en la pared del salón, le aumentara en un gramo más la pesadumbre del alma. Pero sólo eran los hijos y ella misma quienes percibían este proceso. En realidad sólo era él quien notaba aquel dolor. Su hermano, Gabriel, nunca se enteró de nada, quizá porque era más pequeño y aunque sabía de la ausencia del padre, nunca lo vivió del mismo modo que Luis.
Las noches eran un manantial amargo y salitroso que se degustaba en exclusiva dentro de la casa. Los de fuera sólo veían el luto y cierto rictus de tristeza, por lo demás no sólo justificable, sino deseable en una viuda joven que en 1972 había perdido de modo tan repentino y horrible al marido. A la vista de cualquier juzgador de morales ajenas, doña Laura Enciso llevaba con entereza el duelo por el esposo muerto y con tiento la nueva situación en que quedaba el hogar con dos hijos tan pequeños.
Al menos en apariencia, los sistemas de protección que la sociedad se había dado a sí misma para casos similares funcionaron con corrección. Y no se pudo echar en cara a la burocracia ningún error, ni ningún retraso que originara contratiempos muy dañinos para la familia.
O así debió ser, pues por más que quisiera recordar otras circunstancias, a Luis Prieto Enciso no le quedaba noción de dificultades y apreturas excesivas. Claro que para poder afrontar mejor la situación, su hermano Gabriel pasaba los veranos en casa de los abuelos maternos, donde él nunca quiso ir, porque temía de un modo inexplicable que la soledad absoluta fuera el empujón definitivo que su madre no intentaría evitar. Tampoco les faltó nunca una ayuda extra que consistía, sobre todo, en comida que con frecuencia les llegaba desde la casa de los abuelos. La matanza se hizo parte indispensable de su dieta: el chorizo de la olla, un jamón, lomo, torreznos, resolvieron muchas meriendas y muchas cenas de su infancia.
Aunque sí recordaba, como pellizcos duraderos, pequeñas carencias, leves ausencias que descubría a medida que sus ojos se abrían como ventanas dubitativas al mundo. Notaba que sus camisas duraban más tiempo sobre su piel que las de sus amigos, se daba cuenta que en Reyes los regalos que a él le dejaban aquellos señores con barba se parecían mucho a las cosas que se usaban en la vida diaria y no a los jueguetes que recibían otros niños; observaba que las pastelerías eran locales vedados, como si su familia fuera la única que no dispusiera de un salvoconducto imprescindible para cruzar su puerta de entrada; sabía que su madre (escudada en la obligatoriedad de un luto que después de un par de años nadie le exigía) tenía menos ropa que el resto de las madres que él iba conociendo…

Después del primer güisqui se sintió con ánimos para desdoblar la carta. Al hacerlo comprobó que eran dos folios de letra abigarrada, y echó un vistazo al comienzo. A penas unos segundos para discernir los dos primeros párrafos de aquella carta escrita con la complicada caligrafía de Eladio.
Todos los ánimos se le vinieron abajo, y retornó a la cocina para recargar con otro par de cubitos de hielo el vaso al que volvió a servir una generosa cantidad de aquel güisqui de doce años que tenía reservado para los momentos muy especiales.
Delante de sí tenía las letras del verdadero artífice del dolor en su vida...
Al menos no había cambiado en exceso. Eladio Roquedal Torrequebrada seguía siendo un tipo duro y directo, sin compasión, siempre directo al grano, sobre todo si ir al grano implicaba quedar por encima de alguien, aunque las consecuencias fueran un daño irreparable. A pesar de los treinta y ocho años transcurridos seguía gozándose en el dolor generado, que había sido insoportable, aunque el mundo ni lo intuyera.

El padecimiento había sido una víctima esquiva al apetito voraz de la maledicencia vecinal. Fue una presa que supo camuflar su presencia a pesar de la cercanía de las fauces del carnicero. La gente que juzgaba no estaba con ellos durante la noche, cuando todos los fantasmas salían a arrastrar las cadenas que amenazaban con extinguir la piel del alma.
Sobre todo el alma de Laura Enciso, quien se había tornado insomne y además no pretendía luchar contra su falta de sueño. Es como si gozara en el sufrimiento. Él, Luis, acababa por dormir, quizá menos que la mayoría de sus compañeros de clase o que los niños de su edad, pero cada noche acababa rendido por el sueño que relajaba, no su ánimo, pero sí su cuerpo. En esta costumbre de dormir menos horas que la mayoría, con los años, estuvo parte del secreto que le permitió disponer de más horas que el resto de condiscípulos y por tanto obtener alguna ventaja (que a veces fue sustancial) a la hora de preparar exámenes, obtener buenas calificaciones y llegar antes a los momentos decisivos en que se jugó el futuro laboral. Sin embargo a sus nueve, diez u once años se le veía más demacrado que al resto de sus compañeros, como si la vida le hubiera obsequiado con un fardo más pesado que al resto.
Por el contrario, su madre era resistente, a pesar de la apariencia de fragilidad que regalaba a la vista. A los ojos de Luisito, su madre parecía dos personas. La madre aferrada al cuidado de sus hijos y que llevaba con dignidad su viudez trágica, ésa que el barrio y buena parte de la ciudad tardó en olvidar lustros, y la mujer sola, pero enamorada que había perdido el norte de su existencia. Esta última salía a pasear entre los muros de la casa oscura y silenciosa, cuando el resto de la ciudad dormía, cuando nadie con uso de razón podría acabar desgarrado por el sufrimiento tan atroz de una persona.
Aquellas lágrimas, aquellos suspiros, aquellos quejidos eran las cadenas de los fantasmas que se clavaban con crueldad en el oído de Luis, y que le hacían profundizar, cada día unos centímetros en la sensación de culpa que amenazaba con ser un carnívoro que le devoraría por completo. Era demasiado niño para que aquel sufrimiento materno no terminara por aplastarle. Y era demasiado fácil encontrar el camino empedrado que le conducía al abismo de este infierno: “Si no hubiera cruzado la carretera, mi padre no habría muerto… y todo por una pelota de colores”.
Era como una jaculatoria laica, como un cilicio invisible, como un flagelo nocturno con el que despiadadamente dormía cada noche, horas más tarde que lo que cualquier niño de su edad lo había hecho en la ciudad.

miércoles, 10 de febrero de 2010

¿DÓNDE ESTABAN LAS LLAVES?

Estuvimos discutiendo el mejor camino para llegar lo antes posible. Si hubiéramos salido unos minutos antes, diez por ejemplo, no habría ocurrido, pero, ¿dónde estaban las llaves...?
No me sucede casi nunca, pero me pasó en el instante en que íbamos más apurados. Sin llaves no podíamos salir, ¿cómo entraríamos luego? Mientras me iba poniendo nervioso, porque no aparecían y porque la hora se nos echaba encima, pensaba en el mejor atajo para llegar puntuales.
Quince minutos después y varios improperios irreproducilbles más tarde, recordé que, cuando abrimos la puerta al llegar del trabajo, en vez de depositarlas en su sitio habitual, las había guardado en el bolsillo de la americana.
[Justo en ese instante llegó un mensaje al móvil (publicidad bancaria para mayor desesperación), y, entre el paraguas que chorreaba, las llaves y coger el móvil, aquéllas fueron a parar donde estaba éste.]
La hora se echaba encima. Y si llegábamos tarde, no podríamos entrar, y ellos no estarían.
Cuando pasamos al lado de Ricky, no le hicimos caso. Pero para mi desgracia el número se me quedó grabado en la retina.

¿Cómo le digo que podríamos tener treinta y cinco mil euros más que ayer?

lunes, 8 de febrero de 2010

COMO BUITRES QUE SIGUEN LA AGONÍA DEL LEÓN


Imagen tomada de internet



La palabra de cada día.
El camino que serpea.
Agosto de 2005


Todo parece que marcha más o menos con calma. Todo parece que ha entrado en cierta rutina de tranquilidad quizá anodina, pero desde luego reparadora del alma. De repente, una llamada trastoca todo. De repente, la vida con un impulso un poco dañino golpea a la puerta de la preocupación feroz y aterradora.

El caso es que uno se viene preparando para estas cosas desde hace tiempo. Desde hace muchos años, al menos algunos, procuro despegarme más de las cosas, y tengo claro que apegarme a ellas es más contraproducente que un baño desnudo en medio del Antártico. Tengo claro que las cosas se acaban (y las situaciones y las personas), tengo claro que nuestra carrera es una carrera de fondo hacia el atardecer. Después, no sé qué ha de pasar. Tengo mis esperanzas, incluso podría decir que son casi evidencias que se podrían demostrar matemáticamente, lo que ocurre es que uno es tan malo en las Matemáticas, que mejor no intentarlo. Pero no iba a hablar de la inmortalidad o no inmortalidad.

Al igual que creo a pies juntillas en esta probabilidad, también tengo cada día más claro que no podemos vivir preocupados por ella, sino que hemos de vivir sabiendo, simplemente, que los instantes de aquí concluyen, van concluyendo cada día, y que lo más pernicioso para nuestra salud es precisamente aferrarnos a ellas como si este fuera nuestro destino.

Pues bien, y dicho todo lo anterior, sin embargo, hay una especie de gancho del que uno no se puede deshacer del todo que te mantiene totalmente unido a las cosas y a las personas de acá abajo. Y cuando se oye el lejano runrún de que algo podría ocurrir antes de que ni siquiera podamos darnos cuenta de que está sucediendo, entra una tiritera de corazón de grandes dimensiones, casi apreciable por los sismógrafos. Y todo ello a pesar de que uno intenta con todas sus fuerzas que estos golpes duelan menos. Cada día un poco menos. Pero ahí están los lazos afectivos, que como digo en la novela, mejor dicho como dice Oliver en la novela, cuando se rompen causan más desgarros que las gruesas cadenas de hierro. Probablemente no se puedan hacer las cosas de otro modo y manera. El ser humano tiene esta condición. Quizá por ello es humano, pues de otro modo no podría serlo.

De todos modos los truenos están lejos. Y la intensidad de la tormenta que se puede avecinar más o menos pronto, también parece que no ha de ser destructiva del todo. Pudiera ser que todos los vaticinios sean erróneos. También podría ser que no todo lo que se dice sea exacto y se nos está ocultando alguna cosa que, ahora mismo, parece que no es así. De todos modos ya se verá.

Las nubes avanzan en el horizonte. Las primeras que vienen parecen grises y dañinas, pero, de momento no parecen suficientes.

El miedo, sin embargo, va tomando posiciones, como los buitres, que están siguiendo la agonía del león.

viernes, 5 de febrero de 2010

LA CARTA. Parte Tercera



Si quieres leer la primera parte, aquí
Para la lectura de la segunda parte, aquí

Habían pasado muchos años desde entonces, pero a veces aún percibía la impresión que le produjo el amanecer del día siguiente: algunas reacciones físicas, sobre todo en el cielo del paladar, en la lengua y en el estómago después de una madrugada en que no había pegado ojo. Similares sensaciones le molestaban en esos momentos al contemplar la carta sobre la mesa. Tenía la certeza absoluta de que detrás o dentro de las abigarradas palabras escritas con tinta negra, había una noticia que le haría daño, acaso un dolor retrospectivo, acaso una llaga en el mismo punto donde yacía la cicatriz que parecía olvidada.
Sospechaba que era imposible que le ocasionara la misma herida que las palabras de su madre aquella otra mañana. Ella llegó temprano, o eso supuso Luisito, pues no había pasado mucho tiempo desde que había visto el primer claror del dia filtrándose a través del cristal de la ventana, como gotas de zumo. Pero a diferencia de la espléndida luz matinal que jugaba a ser novia del verano, su madre traía toda la muerte del invierno con su presencia. Sabía que era inevitable, y a pesar de su corta edad, o por ello mismo, ciertas cosas no podían evitarse. No pudo cambiar la pregunta que se había colado en su conciencia como un murciélago devastador. Quizá fuera la mejor de todas las posibles, o quizá no, pero después de la noche de insomnio ni quiso ni pudo cambiarla.
— ¿Mamá, por qué no ha venido papá a verme?

De nuevo la profusión de llanto en el rostro materno abrió una sima de silencio, que parecía un acantilado desde el que se contemplaba la esencia del dolor. Quizá no hubiera hecho falta mucho más para hallar la razón que explicara la abundancia de la sangría del alma materna, pero era necesario que las palabras cumplieran con la difícil misión de comunicar el contenido y los vacíos de la vida. Después de unos minutos su madre se tranquilizó lo suficiente para que sus palabras no se confundieran con jirones de quejidos. Pero no abordó la cuestión de modo directo o abrupto. Su madre, a pesar de ese dolor que había enlutado el brillo de su mirada, volvió a ser su madre, toda dulzura y paciencia (salvo a la hora de la comida), aunque se trataba de una ternura diferente, una ternura triste, una ternura melancólica, una ternura un punto alejada y fría.
Antes de nada Laura Enciso quiso saber hasta dónde sabía o intuía Luisito.
— ¿Recuerdas cómo fue el accidente?

El niño de entonces cerró los ojos. Quizá abandonó la infancia en ese momento. Siempre que había rememorado ese instante preciso, y habían sido muchas veces a lo largo de más de treinta y cinco años, recordaba un reventón de cristales en su interior. Una fractura en miles de esquirlas que clavaban sus límites aserrados y puntiagudos en lugares ignorados de su organismo que no provocaban borbotones de sangre sobre su piel, pero sí en un interior indefinido. De nuevo la impotencia le consumía. No obstante, le contó a su madre todo lo que se había grabado a fuego intenso en la memoria durante la madrugada y su relato concluía en el mismo punto, en esa décima de segundo en que un bulto blanco impactó con su cuerpecín. Allí se fundía en negro la pantalla de aquella película, allí dejaba tendidas al viento sus palabras, con una clara percepción: después de su olvido, se habían escrito los sucesos que concluyeron en el luto funesto de su madre…
— ¿Y eso es todo, Luis?

Fue la primera vez que su madre le llamó con el nombre que pertenecía a su padre. Así que, en un primer momento, quien luego fue ayudante del fiscal no sintió que aquella pregunta le inquiría a él. Laura Enciso suspiró y procedió a contarle, como si arrastrara cadenas en su voz, que su padre era el conductor del coche blanco familiar y que no le había dado tiempo casi ni a bajar de él. Cuando el vehículo embistió al niño, todos suponen, pues nadie pudo comprobarlo nunca, que se dio cuenta de quién era el niño atropellado. Según explicaron o supusieron los médicos, cuando Luis Prieto comprendió que aquel cuerpo arrojado sobre el adoquinado era el de su propio hijo mayor, le dio un ataque al corazón fulminante. Añadieron más: aunque hubiera habido un médico a su lado con todo el material necesario para semejantes operaciones en estado de uso inmediato, hubiera sido imposible su recuperación. Fue tan destructor el infarto, que nadie hubiera podido hacer nada.
— Tu padre murió en el acto, quizá porque pensó que te había matado.

Así fue la primera vez que se lo contó, aquella mañana vecina del verano en la cama del hospital. Recuerda que no reaccionó, pero, a pesar de la revelación, sintió que todas las cosas tenían un cierto equilibrio. En su percepción infantil de la realidad, más confusión causaba la ausencia sin justificar, que esa explicación definitiva. Pero ese equilibrio dio paso, casi de inmediato, al dolor más intenso, a un dolor del que aún no se ha aliviado del todo. Y todo por correr detrás de la pelota. En realidad no hizo falta que su madre se lo repitiera más veces con el añadido habitual a la frase colofón de la historia. Aquel estrambote trágico, en realidad, ella lo hizo sonoro, pero el niño ya lo pensó en silencio pocos minutos después de conocer el desenlace brutal: y todo por perseguir una pelota.

Así que, cada vez que doña Laura Enciso contaba la historia, estuviese el niño delante o incluso se la recordase a él mismo, concluía del mismo modo.
— Tu padre murió e el acto, quizá porque pensó que te había matado, y todo por perseguir una pelota.

Pero era más cómoda la amnesia y acusar a su madre de haberle inoculado la sensación de culpabilidad de la muerte del padre, que reconocer que él mismo, por la lógica absurda de las cosas, había llegado a idéntica conclusión.

Fue un poco más tarde, para entonces era ya imposible extirpar aquel tumor llamado culpa que había arraigado en su interior, cuando alguien preguntó si es que había ido a la tienda de doña Tesita con la pelota en las manos, y ésta se le había caído. La pregunta nació con aire casual, quizá por evitar una nueva sesión de lágrimas, quizá por evitar que el silencio se convirtiera en cuchillo que saja un encuentro y lo convierte en fugaz, pero al ser escuchada se percataron de que hubo algo en aquel atropello que había dislocado el orden lógico de las cosas.
Fue la primera vez que el niño cayó en la cuenta de que en persecución de su pelota de colores, justo antes de girar hacia la derecha, y poner los pies en la calzada tapizada por adoquines que parecían de luz, vio de refilón, por la comisura izquierda del ojo de ese lado la silueta inconfundible de Eladio.
Que Eladio Roquedal Torrequebrada estuviese en ese lugar era lógico, pues allí vivía, al menos durante el curso escolar, ya que a la llegada de las vacaciones toda la familia se instalaba en el chalet familiar que, como un castillo de ostentación, se habían construido en la finca aledaña a la de la fábrica de la que era propietaria la familia, en donde trabajaba su padre. Por tanto intentar pensar que Eladio tuvo algo que ver de modo directo con aquel accidente era una locura sin sentido. Más aún, desde donde estaba, Eladio no podía ver la calle, por tanto no podía saber si subían o bajaban coches. La única conclusión un poco fiable es que había sido a él a quien se le había escapado la pelota, justo en el momento en que su anterior propietario pasaba ante la puerta.
Una casualidad macabra.

El caso es que ante aquella pregunta, Luisito pudo contar por primera vez lo que había sucedido con su pelota de colores.
— No, yo no llevaba la pelota cuando bajaba a por el pan. Por la mañana me la había quitado Eladio, y cuando estaba a punto de llegar a la panadería, la vi botando en la acera y salí corriendo detrás de ella.
— Pues ya fue mala suerte —, comentó a modo de colofón el interlocutor que preguntó por alargar la conversación.

miércoles, 3 de febrero de 2010

VÉRTIGO

Vértigo, de Salvador Dalí

Me acechan los colmillos de las dudas y de los miedos babeantes de pus y sangre, esos afanes que atormentan la placidez del horizonte. Remejen mis poros las pisadas que oigo dentro del corazón mientras expulso el aire retenido tras las puertas de los alvéolos ateridos. Pisadas que me persiguen con aullidos que sólo se aventan en los callejones de mis arterias, donde nadie más escucha el eco de sus miradas acusadoras…
Sé que son pocas cosas las que hago bien, pero ahí afuera, detrás de las nubes de humo y ruido, peleo contra la docena de bloques que componen cada almanaque sobre el que se derriten mis ilusiones y crecen las dudas y los miedos, hasta que se convierten en colmillos que babean pus y sangre.
Cuando se acerca el instante en que no hay sombras que me espíen ni hay espacio para el asedio de tal presencia imprecisa, pero tan concreta como el arrullo lejano de las fuentes de la infancia, ese canto de aire y agua que conduce a la nada donde cada músculo se mece en la amnesia de sí mismo, las flores emergen como joyas de la mirada, y se asoman en silencio y sonríen como un padre sonríe ante la pataleta del niño caprichoso.
Por más que lleguen los dedos de la noche tibios de caricias de estrellas, queda una hienda que me asoma al abismo y el vértigo azuza la mirada, pero lo soporto antes de caer en el vacío de la oscuridad, donde todos terminamos por caer…cada jornada.

lunes, 1 de febrero de 2010

BLANCANIEVES EN EL BOSQUE

Blancanieves, detalle. obra de María López-Gallego


Mientras Blancanieves pasea por el bosque, no deja de tocarse el pecho, después del susto no tiene claro que su corazón siga donde le corresponde. Le atormenta el pensamiento, porque duda que el cazador engañe a la reina con un corazón de un cervatillo.
‘¿Y si reconoce la trampa?’ se pregunta.
No se imagina a la reina caminando por este mismo bosque. Será difícil que toda una reina decida caer tan bajo. Perderse entre estos andurriales, tropezar con los dedos de las raíces que sobresalen de la tierra, pincharse con las púas de algunas plantas, sentir el bufido de los murciélagos.  Además cualquiera la reconocería.. Y tampoco enviará a un ejército para que busque a una pobre princesa...
A medida que se pierde entre los vericuetos del bosque su corazón se calma, aunque se siente cansada…
Pero eso es otro cuento.

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