lunes, 31 de mayo de 2010

ESTA TARDE


Ha sido una tarde tranquila. Sin ruido. Sin interferencias. Sin gritos. No ha habido ruido dentro, tampoco fuera. Ni estridencia. Ni desasosiego. Sólo el brillo del sol y la nieve cálida del polen de los álamos flotando sobre nuestras conciencias.
El periódico descansaba sobre una silla, como si se hubiera olvidado de las noticias que dormían como alimañas plácidas. El ordenador había cerrado su único ojo de un millón de imágenes, con algunas lágrimas. También los teléfonos móviles habían sido apagados, ni siquiera silenciados… Las televisiones y los aparatos de radio, habían sido amordazados.
Sólo el chirleo de los aviones, los piídos de los verderones, o de los gorriones, el gorjeo del mirlo, el canto del jilguero, y algún graznido de urraca o de tórtola, eran la banda sonora de la tarde.
No importaba nada. No nos importaba nada de lo que aconteciera más allá de la orilla de nuestras pieles, que se habían convertido en un solo deseo. El mundo era apenas una tramoya insustancial. No es que estorbara, pero estaba tan lejos de la entraña de la luz de la tarde…
En aquellas ciudades lejanas, la nuestra, por ejemplo, había otras gentes. Unas eran solitarias que deslizaban su soledad con entereza y con una sonrisa de felicidad; otras arrastraban su soledad con desasosiego como víboras que no muerden. Existían otros enamorados que paseaban con las manos enlazadas, como sarmientos de vida. También había personas que, simplemente, se dejaban acariciar por el sol o por una nube. Otras reían o lloraban...
...El mundo, su devenir.
Sí, estábamos seguros de que había otras gentes. Pero estaban tan lejos esta tarde.
Porque esta tarde sólo he sido testigo de su temblor, y en aquel temblor, como de luz que suspira, estaba todo el misterio del mundo. Estaba el mundo.

viernes, 28 de mayo de 2010

La ventana. 1


La primera mañana que me di cuenta de su presencia, fue una casualidad o accidente. Fue una mañana en que no fui a la oficina. Llamé al jefe diciendo que me encontraba indispuesto, lo cual era cierto en su significado etimológico, pero mentira en lo que se refiere a la semántica que habitualmente se le aplica al término. En fin, y dejando vanas disquisiciones, que no estaba dispuesto a salir de casa y pasar la mañana rodeado de papeles que portaban mensajes que me eran indiferentes, cuando no hostiles u ofensivos. No era la primera vez que lo hacía. De hecho, en los últimos dos meses era la tercera vez que utilizaba el mismo mensaje. En mi descargo, diré que, la primera vez, una lejana jaqueca se me acercaba poderosa y veloz dispuesta a conquistar mi parietal derecho y parte de ese lado del frontal. En la segunda ocasión, una noche de insomnio me impidió salir a la calle, por lo demás fría, pues sentía mi espíritu demacrado, a punto de ser destruido. En cambio, la tercera mañana, a la que me refiero ahora, fui ceñido por una absoluta inapetencia o desgana o indiferencia, una sensación insalvable de laxitud absoluta en el ánimo, como si me hubiera atrapado la más feroz calma chicha en el centro mismo de mis entrañas.
El remordimiento fue el primer soplo de brisa que hizo posible la puesta en marcha de mi voluntad.
Me acerqué a la ventana del salón de mi casa. Una ventana que, en muchas ocasiones, ha sido mis ojos por los que contemplar el tránsito del planeta, o de la porción que habito, que viene a ser lo mismo. Una ventana tan vulgar o humilde que sólo se puede decir de ella que es ventana, si acaso, que es rectangular y estrecha, quizá, siendo lírico, estilizada o esbelta. Una ventana con vocación de mirador, por lo alto, pero que se queda en un simple vano acristalado, sin ninguna otra particularidad. El paisaje que me ofrece es tan anodino como su esencia: los edificios de enfrente, apenas situados a diez metros de distancia de la fachada de mi vivienda, una calzada mal adoquinada, dos aceras estrechas y grises, un contenedor de basuras, que podría ser arrojado sin rubor también al vertedero, un par de faroles (uno de los cuales lleva con uno de sus vidrios roto más de cinco meses) y los coches que con pereza de orangutanes ahítos deambulan por ella en busca, las más de las veces, de un utópico aparcamiento, unos pocos centímetros cuadrados en forma de polígono irregular de celaje.. Como digo, me aproximé a ella en un intento de encontrar algo que lograra sacarme de esa pereza que me amordazaba el espíritu, y que me había impedido intentar siquiera elegir la camisa que me pondría aquel día. Sabía que lo que encontraría al colarme tras la luminosidad que se introducía en la estancia por tal oquedad vidriada, sería un conjunto de visiones tan poco estimulantes que lo que me podría suceder es que aumentaran o ahondaran más mi abulia.
Pero lo intenté. Quizá por justificarme, más que otra cosa.
A los pocos instantes de que mis ojos recorrieran los consabidos edificios, las conocidas farolas, los aburridos adoquines, el sucio contenedor o el cansino deambular de los vehículos, hubo algo que llamó la atención a mis retinas. Algo que me despertó de aquel letargo. Al principio no caí en la cuenta de lo que era. Sin duda a causa del torpor o entumecimiento que mi estado producía también en el cerebro.
Pero al poco, las leves señales que marcaban las sutiles diferencias que se habían producido en la vivienda que se enfrentaba a la mía, hicieron que acabara por fijarme en ellas. Me llamó la atención, y casi actuó como el timbre del despertador matinal en mi subconsciente, la instalación de nuevas persianas en la casa. Eran unas persianas amarillas, casi ocres en realidad, que desentonaban o destacaban del resto del vecindario, que se limitaba al desvaído verde oscuro con vocación de gris. Recordé entonces que los días previos un camión de mudanza había anunaciado la presencia de nuevos vecinos en aquella casa.
Las persianas estaban levantadas y de dentro de la habitación salía un pequeño resplandor azulado. Ese claror celeste fue lo que más hizo que mi atención se detuviese entre asombrada y expectante en aquel balcón. A diferencia del mío, aquél sí era un vano con personalidad, con algo que decir, con algo que recordar: la rejería de hierro que se mostraba hermosa en sus líneas austeras y nítidas. Pero aquella luz azulada retenía mi mirada como si se tratara de una red que me hubiera aprisionado. Era una luz improbable, puesto que su color o su utilidad eran tan inexplicables como su misma presencia, en la que hasta ese instante de aquel día no había reparado.
Quizá porque nunca antes había estado allí, era acompañante de los nuevos vecinos.


(Continuará)

miércoles, 26 de mayo de 2010

Berto

Imagen tomada de Internet



— Se ve que has descansado fatal. ¡Qué carita traes!
— Bah, seguro que no es pa’tanto.
— Que no, que no me engañas, que no has pegado ojo, que te has pasado toda la noche de juerga… Así no se puede llegar al curro, cualquier día vamos a tener un disgusto, y luego ¿quién paga los platos rotos…? Pero no, el señorito es joven y controla y puede aguantar todo lo que le echen… Por no hablar de lo que habrás bebido… O peor, mucho peor, te habrás puesto hasta el culo de droga… ¿No hablas…? ¡Qué coño vas a hablar! Si no tienes nada que decir.
— Que no, que no, que en realidad…
— Que realidad ni niño muerto. Mira, Berto, a mí no me la das con queso. Este cuerpo serrano ya tiene muchas horas de vuelo, ¿me entiendes? Pues eso, que te has pasado toda la noche de juerga, no has pegado ojo y ahora pretendes coger la máquina ¿y qué…? Luego tenemos una desgracia, y ¿quién paga los platos rotos...? Y todo porque el señorito tenía que pasarse otra noche más en blanco...
— Déjame que te explique.
— ¡Que no, coño! Que no tienes nada que explicar... ¡Así no se viene al trabajo! ¿Entiendes? ¿No ves que es una insensatez…? No te jode… Sin dormir, seguro que todavía estás medio borracho… ¡A ver, ven, que te huela el aliento!
— Rogelio, no te pases… Que otros duermen toda la noche y se desayunan con una copa de aguardiente y no les pides que soplen… Joer que pareces un Guardia Civil en la carretera…
— ¡Cómo no me eches el aliento ahora mismo, te vas a tu puta casa y no vuelves por aquí! ¿Entiendes…?

— Vale, vale, te has lavado la boca antes de venir, pero eso no quiere decir nada…
— Sí, después de haber desayunado, después de haberme duchado… No, no he dormido en toda la puta noche, pero es que en el hospital no he podido… Y no venía a trabajar, sino a pedirte el día, porque mi madre, ¿sabes?, está a punto de morir...


lunes, 24 de mayo de 2010

La luna y la niña


La niña quería guardarse la luna dentro de un bolsillo: estaba tan cerca, a penas estirar la mano...
La niña quería guardarse la luna dentro de un bolsillo: estaba tan cerca, a penas extender un poquito los dedos…
Papá que tenía los brazos más largos y era más alto y era más fuerte, seguro que podría…
Pero papá no pudo. Papá ni lo intentó. Papá miró a la niña y le contó cosas.
Le contó y le contó.
Pero la niña lloraba. La niña no entendía que el cielo estaba muy lejos, que la luna estaba muy lejos.
Y la niña no entendía y lloraba y pataleaba...
Ella quería la luna, porque la luna le pertenecía, porque la luna estaba en el cielo para que ella jugara como juega con los sueños.
Papá dejó que llorara, qué más podía hacer… ¿Decirle que mañana quizá? ¿Decirle que otro día? ¿Engañarla sólo por no oírla llorar?
Y la niña lloraba y la luna, sin embargo, se alejaba blanca, blanca, tan fría.

Safe Creative #1101208302800


COMENTARIO DE MARÍA A (Microrelato con lágrimas):

Esta mañana un compañero, que regresaba de pasar el fin de semana en la otra orilla, ha llegado tarde y descompuesto: el ferry en el que venía casi se lleva por delante una patera en mitad del Estrecho... Eran subsaharianos que querían tocar la luna-sueños-península con los dedos... Contaba casi llorando cómo había pasajeros del Ferry que protestaban por la pérdida de tiempo que suponía intentar rescatarlos... Eso sí que es crisis... Abrazos africanos.

viernes, 21 de mayo de 2010

La pesadilla

Se adensa la noche en vapores inasibles. He despertado cubierto por un sudor pegajoso. Me gustaría saber qué me ha despertado exactamente. A mi lado, junto a mi brazo izquierdo su respiración tibia me acaricia. El aroma de su aliento sigue siendo el aroma de la luna.
No sé si ha sido un grito dentro de la pesadilla el que me ha despertado, o ha sido un grito de fuera el que se ha colado en mi sueño de terror y me ha sobresaltado más aún.
Ella no ha sido, salvo que su grito hubiera sido emitido por culpa de otro sueño y no se hubiera enterado. Pero su relajado semblante de nácar, casi sonriente, y lo tenue de su respirar, no permiten adivinar o intuir algo así.
Me levanto. El silencio se agita, casi vibra, como si la densidad del calor de la madrugada fuera a romperlo. Sólo pretendo beber un trago de agua, para borrar de mi recuerdo su sabor podre todavía pegado al sueño.
Creo que el grito procedía de mi propio subconsciente que hoy, por razones que no me explico, está más agitado que de costumbre.
Doy una vuelta por el piso. A pesar de que las ventanas están abiertas, no se nota ningún frescor. El pasillo y las otras habitaciones vacías están dormidos. Antes de volverme a acostar, me enciendo un cigarrillo que me fumo en el alféizar de la ventana del salón. Pretendo contemplar las estrellas, sin embargo la luz de la farola me lo impide.
Culebreo con mis ojos legañosos calle abajo y la primera vez no reparo en ella.
Cuando hago el mismo recorrido a la inversa, su presencia golpea mis retinas como si el campeón mundial de los pesados hubiera estrellado sus puños de piedra sobre mis párpados. Es un cuerpo de mujer, tendido inerte en mitad de la calzada. Podría haber sido la emisora del grito que ha acuchillado el silencio de la madrugada.
El cigarrillo se ha quedado a mitad del trayecto que le conducía a mis labios. Pero esa figura de mujer yerta sobre el asfalto ha revelado los fotogramas dispersos de la pesadilla.
Es su misma silueta.
En mi sueño yo estba abajo, contemplando lo mismo que ahora veo, pero sin poder intervenir en el devenir de los acontecimientos, se trata de una película en tres dimensiones. Si todo ha sucedido como en mi pesadilla, un hombre la ha apuñalado por la espalda, justo, en ese momento ha gritado y su chillido me ha despertado.
Deduzco que su grito real, en medio de la noche, ha coincidido con el alarido de la pesadilla.
No sé si llamar a la policía o esperar. Me detiene una pregunta, ¿soy testigo del crimen o soy sólo un ciudadano que ha descubierto un cuerpo tendido en mitad de la calzada? (Sé que ella está muerta).
Pasan los minutos, he acabado mi cigarrillo. He decidido alertar a la policía, porque, al fin y al cabo, concluyo, he sido testigo de un crimen y reconocería al culpable en cualquier parte. Su mirada de odio algo enajenada no se podría confundir entre un millón.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Tribulaciones de un escribidor sin ironía


A este escribidor le gustaría poder escribir cosas llenas de ironía y buen humor esta noche. A este escribidor le gustaría escribir las palabras más felices esta noche...
Aunque muchos me dicen aburrido, pues mi máxima diversión (confesable) es la de escribir y leer (en este orden), yo les garantizo que me lo paso como los niños en un parque.
Claro que esto viene de muy atrás, puesto que de niño me lo pasaba muy bien con muy pocas cosas: unas chapas para revivir la Vuelta Ciclista a España o el Tour de Francia, una pelota de trapo para oír los aplausos del Bernabéu, un camión de plástico tirado por mi manita enganchada a un cordel, una mesa vacía, unos cromos con la efigie de los futbolistas retratados para disputar infinitos torneos intercontinentales... Cosas así.
Parece que hoy son necesarias otro tipo de diversiones mucho más sofisticadas para que nuestros niños se lo pasen bien. Pero no se llamen a engaño, no es cierto. Mis hijas, cuando eran una niñas, se lo pasaban muy bien con una muñeca, con un papel que pintarrajeaban, con las castañas que al final del verano caen de los árboles...
Y hoy en día seguro que ocurre lo mismo. Cuanto más posible sea protagonizar el juego, y no ser un mero espectador más se disfruta. De eso no hay duda.
A lo que iba que pierdo el hilo y desvarío...
Pero a pesar de que disfrute escribiendo, a pesar de que me gustaría escribir las palabras más alegres esta noche, hay un no sé qué que me impide semejante exceso.
Se hace difícil hablar de justicia en este país.
Se hace difícil hablar de solidaridad.
Se hace difícil hablar de sueños.
Se hace difícil hablar de libertad.
Se hace difícil hablar de futuro.
Se hace difícil vestir de ilusión la mirada, pues donde se esparza ésta hay algo que te remite a algo más bien turbio...
Probablemente, además, todas las cosas estén más entrelazadas de lo que parece. Quizá me equivoque, ojalá me equivoque, pero intuyo que nada es un hecho aislado y que el verdadero poder, ése que nadie sabe dónde está ni quién lo ejerce, ha decidido poner al mismo tiempo todas las cartas sobre la mesa. Mejor dicho, ha decidido resquebrajar la mesa común, donde debían estar los platos con la ración necesaria y suficiente para cada quien, con un soberbio puñetazo incontestable, a lo que parece. No puede haber fisuras económicas, judiciales, filosóficas e ideológicas.

Sólo le pido a Dios estar equivocado.

Y, repito, siento no poder escribir las palabras más felices esta noche...

Quizá pudiera esperarse otra versión. Quizá sí, pero en estos días desde Latinoamérica están llegando apoyos y ánimos suficientes, como para tener este detalle.
No olvido la versión de Ana Belén, por supuesto que no, pero permítanme hoy que me emocione con ésta.




lunes, 17 de mayo de 2010

María Sangüesa: "La piel del viento"


Portada del libro de la que es autor Adrián Luciague


Si pincháis sobre la imagen se accede al Vuelo de Hécate, blog de María Sangüesa.
Para adquirir el libro os podéis poner en contacto con la Librería La Clandestina.
He dicho en varias ocasiones que escribir la reseña de un libro me parece una tarea complicadísima. No sé hacerlo. Hacerlo de un libro de poesía todavía me parece más complejo. Y si se trata de una amiga, ya la cosa se complica hasta extremos indecibles.
Pero después de la lectura de La piel de viento, el corazón sólo me empuja a publicar las palabras que emergen como un geiser.
Casi todos sabéis que en muchas ocasiones escribo con música de fondo, melodías que ayudan a centrarme en el asunto que me ocupa, cuando lo externo a mi cerebro es demasiado ruidoso.
Hoy, ahora, escucho música de Mozart, y he elegido al salzburgués, porque creo que le va como anillo al dedo a los poemas de María Sangüesa en general, y a este libro en particular.
En apariencia, como la música que escucho ahora, los versos de nuestra contertulia son sencillos, de ritmo fácil y cierta musicalidad muchas veces marcada por la asonancia de sus versos. Pero esa careta, más bien es un pequeño disfraz para que el lector no huya antes de tiempo. Sus palabras llevan a un hondo sentimiento en el que cierta dosis de dolor y de melancolía abundan más de lo que a simple vista y en una lectura rápida parece.
Es como este solo de violín que ahora canta en mis oídos. Dentro del primer movimiento del concierto número cinco de violín, un allegro en apariencia desenfadado de Mozart, este instrumento de pronto se alza por encima de la orquesta y revela, sin perder la sonrisa, una honda pena, un cierto dolor que subyace en sus entrañas.
Leemos muy deprisa. Escuchamos muy deprisa. Vivimos muy deprisa.
Demasiado.
La poesía, en especial, requiere de un tiempo sosegado. Creo, o creía, que este formato blog, en el que María nos regala casi a diario poemas de su autoría o de otros poetas, es adecuado para la poesía, puesto que su extensión (en principio no muy grande), ayuda al habitual lector de internet. Pero a medida que pasan los meses, ya no estoy tan seguro, porque nadie habla de la profundidad.
La extensión de un poema, y los de María no son precisamente una excepción, no se mide únicamente por el número de sus versos, ni siquiera por el número de sílabas de sus versos. Hay otra dimensión, quizá similar a la música, que más bien los emparenta con las raíces de los árboles o con las ramas que se aúpan hacia la cresta del viento. Es decir, su profundidad. Esa carga de hondura que tiene que terminar por abatir las primeras barreras de nuestro entendimiento para acomodarse en otros aposentos de nuestro interior, y la profundidad es un tipo de dimensión, que también implica invertir tiempo, unos minutos que en muchas ocasiones no se invierten.
Los poemas de La piel del viento, son, formalmente, de estructura sencilla, con versos no muy largos, limpios y claros. Versos donde el artificio se le deja, si acaso, al lector. La escritura de María, como su voz, es limpia, es de cristal. No hay mucho que indagar para llegar al fondo del poema…, o eso parece. Son como los manantiales de alta montaña. Esos lagos al que si uno se asoma, sin ningún esfuerzo, ve a los pececillos crecer. Abro al azar el volumen que nos regaló y dedicó en Sevilla y leo del poema titulado Lilith:
Negado el paraíso, rechazada / por no querer ser alguien sometido/ e izar mi voz al viento y al destino…
Y de pronto estos tres versos cobran una contundencia como de estatua de bronce, y más en estos tiempos que están corriendo por la piel de España. Y es que, por una de esas casualidades del destino, acabo de toparme con tres endecasílabos que definen muy bien a esta persona.
No sólo nos dicen de la poeta María Sangüesa, sino que nos susurran del modo en que María Sangüesa mujer de carne y hueso entiende la vida. Y aquí en medio de esa apariencia de tranquila belleza, de sosegada existencia uno descubre a una rebelde que se revela sin prisas, pero con determinación.
La piel del viento, formalmente, está dividido en dos partes. La primera, habla, por resumir mucho, del tiempo y la libertad, de cierta rebeldía, de ciertas posiciones ante la vida que quedarían sintetizadas en los versos entresacados más arriba.
En la segunda parte descubrimos ese rumor dolorido y melancólico, más íntimo, al que también me he referido. Esas heridas del amor, de la vida, que han dejado su cicatriz sobre esa piel del viento que acaricia su rostro y remueve su cabello, como si éste jugase con él:
Amor, estoy cansada ya del juego,/ el adiós me araña en la garganta.
Como las anteriores reseñas que he hecho de un libro en este espacio (Estampaciones de Alena Collar y La última vuelta del scaife de Mercedes Pinto) no pretendo un análisis exhaustivo y literario de la obra. Otros tienen muchísima más capacidad que yo para este menester, sólo pretendo dejar mi huella de lector, en los tres casos derrotado de antemano por el corazón. Y lo quiero hacer porque este libro merece la pena ser leído y degustado. Despacio, bien despacio, justo al contrario que se degustan hoy las cosas, incluso la literatura, la poesía incluso. Sin preocuparse por llegar a su final, sin preocuparse porque caiga la luz de la tarde.
Si es necesario, pongamos un marcapáginas y cerrémoslo. Tomemos de la mano a quien nos ama, y vayamos a pasear. No importa. Mañana seguirán los versos esperando pacientes para llegarnos bien adentro y decirnos algo, susurrarnos algo tan esencial para la vida como el llanto de un violín en un concierto compuesto por Mozart, o unos versos:
lograré enterrar tu nombre en un poema/ y allí esculpido, en viento sobre losas,/ reposará en sepulcro de dolores.

viernes, 14 de mayo de 2010

Caminar

Imagen tomada de internet


El caminante, al fin, se puso en marcha, cogió su ritmo, el que le pertenecía, con el que iba cómodo, y el sendero avanzó ante sus ojos, ligero cual brisa. No parecía que hiciese ningún esfuerzo. Más bien parecía que era el camino el que se movía bajo sus pies, como una cinta transportadora, pero diseñada por un artista ecológico, o algo por el estilo. Ni había cuestas que le fatigasen ni cárcavas que le produjesen vértigo ni el sol le asfixiaba ni la frialdad del cierzo hería su piel. Impertérrito, erecto como un ciprés, la mirada siempre al frente, casi inmóvil, calmada y serena como un lago en una plácida noche de estío.
Sin embargo, el caminante sentía la acucia del desasosiego que le carcomía el alma. Una desazón que se manifestaba como una miríada de bocaditos dentro del estómago. El caminante supo desde el primer momento que aquello no era hambre, o que el desayuno le hubiera sentado mal a su organismo. Supo, que era ese nerviosismo que se da en las almas excesivamente sensibles que se ven acometidas por la imperiosa necesidad, por la obligación moral de hacer algo que va dañará al otro.
No quería hacerlo.
En su fuero interno anhelaba que las cosas hubieran sucedido de otro modo. Que las cosas se hubieran desarrollado como por arte de magia, que se hubiese llegado a la misma conclusión por el mismo procedimiento por el que la uva llega a su colmo en la parra o en la vid, por la lógica maduración del fruto después de haber recibido los rayos de sol y el agua de lluvia. Sólo así se hubiera evitado las lágrimas que sentía se iban a derramar pocas horas, pocos minutos después, o quizá ya hubieran comenzado a brotar.
Debía de haber comprendido ella, su compañera durante los últimos largos trechos de aquel camino sin fin, que desde hacía mucho tiempo, muchos años, era una rémora, un pesado fardo que ralentizaba la marcha hasta detenerla por días, por semanas; o, incluso, volver sobre sus pasos a aquellos zonas ya visitadas, ya recorridas, y que no eran nada, salvo estériles recuerdos. Era como si siempre viviera en el pasado, como si lo de delante fuera un precipicio que marcara el final de la tierra, o por lo menos el final de esa vereda por la les había tocado transitar.
Aquella mañana, ya lejana, decidió que aquello no podía seguir así. Que su destino era avanzar, seguir adelante, para no rezagarse del ritmo que las propias necesidades le imponían. Si ella no podía o no quería seguir aquel ritmo y, más bien, buscaba dar vueltas en círculo por el mismo pedacito de vereda, como si rumiara pasos en vez de alimento, era su problema. Ya no podía esperar más.
Ésta fue su primera intención.
Pero la lástima inundó su venero con afán de sustituir a la sangre, con afán de ocupar cada uno de los poros de su piel, con afán resolutivo de hacerse uno con él mismo para no abandonarlo nunca jamás. Por lástima, volvió sus pasos hasta donde ella le esperaba llorosa y preocupada. Por lástima, amainó la cadencia firme de su paso hasta acompasarlo con el de ella. Por lástima, una vez más, perdió de vista el horizonte que se le abría. Por lástima, otra vez, fue capaz de no ver su propio destino.
Con el paso de los meses, no obstante, descubrió que todo lo que intentara para evitar que las cosas sucedieran de otro modo, sería inútil o estéril, sin sentido. No sabía si se trataba, en efecto, del destino, de su destino o, más simplemente, de la fuerza de las cosas, de esa sensación interna e inevitable que el ser humano tiene en su interior para encontrar el camino que conduce a la felicidad. Aunque hablar de felicidad es elevar demasiado el tono, por eso, se conformó, al menos, con la dicha, o más sencillamente, con vivir apaciblemente, andando su propio camino, aquél que pensó debería haber compartido con ella.
Comprendió, después de mucho tiempo, mucho tiempo sin a penas haber avanzado, que el dolor era inevitable, pero que él no se podía quedar ahí quieto por más tiempo. Su camino le esperaba.
Lo mejor era ponerse a andar y no pararse en más contemplaciones, caminar mirando siempre al horizonte, con el sol a veces de frente y otras de espaldas. Caminar. Caminar. Quizá, también lo pensó, aunque dedujo que más bien se trataba de una justificación o de la petición de un milagro, si él caminaba, ella, por no perderlo, pues eso repetía una y otra vez, se decidiera a seguirle. Si eso sucedía (y sólo Dios sabe, cuánto pidió que así fuera), él la esperaría; aunque tuviera que aminorar en algo el paso. No le importaba tal cosa. Ir más despacio, siempre y cuando se avanzara con regularidad y decisión no le preocupaba. Había descubierto también, que, a la postre, no se trataba de llegar a un meta, sino de transitar por un camino, ni más ni menos, pues como ya sabía, los caminos son infinitos, y en el punto en que los dejemos, otro vendrá a continuarlo. Y eso sabía que no era un sueño.
Sin embargo, ella quedó atónita, como varada en el mismo sitio. Asustada como siempre, ante la perspectiva de lo desconocido. Escuchaba sus voces, y a veces volvía hacia atrás, parecía que se acercaba, pero luego se podía dar la vuelta. Cundo aún estuvo próximo, la distancia de una jornada o un par de ellas, todo todavía parecía posible; pero, a medida que esa lejanía creció, se hizo evidente que nada tenía sentido, que con semejante estrategia, lo único que conseguían era hacerse daño, mucho daño, un daño irreparable.
Así que por fin, decidió que aquello no tenía vuelta atrás. Que había esperado demasiado, que había perdido demasiado tiempo para nada, que tenía que volver a su camino.
Cuando lo hizo, sintió la comezón del estómago, esa punzada dolorosa que no se atenuaba, sino que al contrario parecía acrecer con el paso de las horas. Sin embargo, él sabía que aquello estaba bien. Que no podía ser de otro modo. Quizá su ausencia no fuese tan nociva para ella; quizá sin él, ella encontrara su ritmo, su vereda; porque podía suceder, y esto era algo que no descartaba, algo que llevaba algún tiempo pensando, como el segundo tema de una sonata, que el verdadero problema es que ambos se habían equivocado y el error, el gran error de sus días estaba en haber comenzado aquella dura ruta. A cada paso salían nuevas sendas que podían unirse a otros caminos; entre tantas vueltas y revueltas como daba a lo largo del día, quizá en alguna ocasión encontrara el itinerario adecuado. Mas, antes de que eso sucediera, antes de que pudiera gozar de su propia dicha, él sabía que ella sufriría el desgarro de la separación, con la misma crudeza con la que se sufre el desgarro de un miembro propio.
Esto es lo que más le fastidiaba, y le hacía sentirse tan mal; aún a sabiendas de que tenía razón, aún a sabiendas de que aquello era lo mejor que les podía suceder a ambos, aún a sabiendas de que todo se superaría; a pesar de todos los pesares, él no quería hacerla sufrir. Mucho daño le había hecho a lo largo de la vida en común, en ese trayecto; pero nunca se lo había tenido en cuenta hasta el punto del odio, ni siquiera el desdén. Es verdad que el primer amor había quedado roto para siempre, en millones de pedazos diminutos, casi semejantes al polvo; sería imposible recomponerlo, salvo milagro procedente de la divinidad, cosa que, aunque no imposible, ni que se pudiera descartar del todo, era improbable, una millonésima de posibilidades había; pero sentía hacia ella una sensación similar a la piedad, a la lástima, a la compasión. Sentimientos, por otra parte, nada recomendables para sostener una relación de igual a igual con un semejante, con un compañero de viaje, pues conducen al paternalismo, a la sensación de superioridad, a la manipulación del otro; pero, por el contrario, sentimientos que ayudan a no tomar determinadas decisiones; más aún, sentimientos que conducen a la sensación de culpa cuando se toman determinadas decisiones que la razón más evidente obliga a tomar.
Por eso, aquella mañana en la que, en apariencia, caminaba recto, tranquilo, con la mirada puesta en el horizonte, cualquier observador pudo pensar que el caminante era un ser insensible, incluso un ser altivo, alguien que no le importaba el dolor que iba dejando tras de sí, las lágrimas que unos cuantos centenares de metros por detrás, derramaba ella. Nadie podría descubrir que sus lágrimas le horadaban el corazón y se lo estaban dejando maltrecho, probablemente para siempre; pero ya no podía más. Como alguien le había dicho en alguna ocasión memorable, las auto inmolaciones solo eran propias de los fanáticos de cualquier religión.
Y siguió adelante.
Impertérrito, en apariencia.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Rostros de Roma

Retrato que puede contemplarse en la exposición.


Viene a sostener Javier Marías en su novela Tu rostro mañana que una de las misiones, acaso la más importante, del trabajo de su protagonista en dicha obra como investigador al servicio del gobierno británico, es colegir de un gesto, de una palabra, de un instante cómo será mañana el rostro de su interlocutor, de su espiado, de su investigado, y de ahí deducir, no sólo su vida futura, sino cómo fue la pasada, pues en un instante, en un gesto, en una acción, está encerrado toda la vida de la persona, al modo en que en una semilla figura todo el árbol.
Quizá sea verdad y así suceda con los servicios de inteligencia de los estados, más popularmente conocidos como espías, quizá no sea así, y si sólo se escoge un instante, podemos ser engañados por nuestra supuesta víctima, ya que ésta pudiera ser consumada experta en el arte del disfraz o del disimulo.
A la capacidad para aglutinar en un solo gesto toda la complejidad de una vida, así como las huellas que la existencia ha dejado en ella, se llama retrato. Y su dificultad, o al menos eso siempre me ha parecido, radica precisamente en ese detalle de reflejar, no sólo las semejanzas físicas de la obra con el modelo, sino las anímicas o psicológicas o espirituales (es decir los rasgos interiores del retratado), que, de algún modo, son las marcas que el discurrir del tiempo ha sedimentado en cada quien.
Quizá por ello el retrato ha sido siempre un reto y una prueba ineludible para los artistas que se precien, quizá por ello en el retrato anide la verdadera aventura de quien se dedica a esculpir o a pintar o a fotografiar. Uno, que es un verdadero analfabeto en estas cuestiones, intuye que los grandes retratistas no se limitan a plasmar en la superficie escogida y con los trebejos apropiados los rasgos físicos de quien han de plasmar para la posteridad aunque, obviamente, tal cosa es un requisito sine qua non. Debe ser algo así, me figuro, como quien escribe un soneto. No se trata únicamente de cumplir con las normas técnicas que lo definen como tal: medida, rima, estrofas…, sino de algo mucho más hondo, mucho más trascendente: un pensamiento, una idea, una emoción, un sueño… Siguiendo, pues, con la alegoría, un buen retrato no se tiene que limitar a obtener un parecido razonable o preciso con el físico de la persona, con su apariencia, sino que tiene que ir más allá, más adentro, tiene que ser capaz de plasmar los sentimientos utilizando como vehículo para ello el gesto, la mirada, el color, la luz, la sonrisa, el ceño, quizá algún elemento que dé alguna pista…
A lo largo de la historia del arte, el retrato ha tenido y tiene magníficos y sublimes artistas que nos han regalado ejemplos para el disfrute de todos los tiempos. Y casualmente (o no tanto) los mejores (o al menos los admitidos por todos como los mejores) tienen más que ver con la capacidad del pintor o escultor o fotógrafo de plasmar el interior del retratado.
Pero sin duda de ningún género, creo, los primeros grandes impulsores del retrato son los romanos. Más aún que los griegos que, quizá, apostaban más por el paradigma que por la concreción de las personas o los rostros y acaso tendían algo más hacia la idealización del modelo.

Enmarcada en las conmemoraciones que está ciudad está teniendo con motivo del 125º aniversario de la declaración del Acueducto como monumento nacional, desde el veintiocho de enero pasado y hasta el día treinta de mayo próximo, en la sala de exposiciones que la Social de Caja Segovia tiene en el Torreón de Lozoya de Segovia, se puede admirar la exposición titulada Rostros de Roma. La muestra que abarca ejemplos desde el siglo I antes de Cristo hasta el III de nuestra era, se nutre con las obras que ha cedido para la ocasión el Museo Arqueológico Nacional. A este respecto se señala que alguna de las piezas que se contemplan en el Torreón no habían sido nunca expuestas por falta de espacio.
El hecho de que gran parte de las esculturas sean retratos oficiales, quizá suponga que en los rostros aquí contemplados no se deduzca la verdad de una vida, sino la idealización que el poder exige para pasar a la posteridad, emparentados con la divinidad. A pesar de ella, la contemplación de las piezas nos regala la posibilidad de acercarnos a vidas y a efigies tan similares a nosotros mismos que podría aparecer cualquier rostro conocido delante de nosotros. Es un modo de hacernos ver que a pesar de dos milenios, el ser humano sigue siendo la misma criatura que se afana, goza y sufre por lo mismo.
Por mucha idealización que el autor estuviera obligado a ejecutar en su laboreo, estos rostros, estos cuerpos, estas miradas, son los únicos restos que quedan de quienes un día habitaron la faz de esta tierra e incluso por una serie de años llegaron a ser dueños del Imperio.
A nosotros nos queda contemplar estas piezas que, como se podrá comprobar tiene como itinerario troncal los retratos imperiales de las diferentes dinastías romanas, aunque también hay muestras de retratos a algún filósofo y a algún anónimo ciudadano. Al estar dispuestas de modo cronológico se aprecia con claridad la variación de estilos y de códigos expresivos en el arte del retrato. A la vista de este itinerario a uno se le vienen a la cabeza diversas obras literarias y sus autores, pero eso es otra historia.
A resaltar la actividad enfocada y dirigida a los niños que se desarrolla durante los meses de marzo y abril, titulada Cuento teatralizado El amuleto de los emperadores: la Medusa a la que se asiste previa reserva de horario.
Para más información y detalles se puede consultar en esta dirección. En ella pueden contemplar un pdf sobre la exposición, de libre acceso

lunes, 10 de mayo de 2010

Como una pompa de jabón


Imagen tomada de internet



Abro los ojos a la vida. Las montañas son mares de rocas callando el arrullo de la eternidad. Nadie creerá que en mi rictus serio y sin sonrisa el soplo del viento es una caricia que me nutre de cosquillas la mirada; sin embargo os aseguro que siento la certidumbre de la vida que explota como una pompa de jabón, en silencio.
Estoy harto de los que vomitan odio. Estoy harto de los que empuñan el odio como pancarta de modernidad. Estoy harto de los que sueñan en mundos mejores porque viven en desvanes húmedos y putrefactos. Estoy harto de los que creen que ir contra es ser algo. Estoy harto de los que se creen mejores que el mundo, que los niños, que los ancianos, que los analfabetos, que los enfermos, que los encarcelados, que las putas y los negros.
Ahora llego y me planto. Y sé que no servirá de nada, pero me da lo mismo, exactamente igual. Proclamo mi fe en el hombre, mi absoluta e incombustible esperanza en los seres humanos que pueblan este planeta. Proclamo desde esta atalaya insignificante e invisible, que son ellos, los que nunca vendrán aquí a leerme, los que nunca sabrán de mi existencia, que sois también vosotros los que acudís cada día a leer mis letras, el objeto sagrado de mi tarea, por lo demás prescindible.
Desde mi primera juventud he proclamado la certeza incombustible en el ser humano, porque es proclamar la misericordia con mi propio corazón.
Sólo desde la vida se vence a la injusticia. A ese colmado repleto de inútiles y pendencieros no le deis la opción de un argumento. La vida está de nuestra parte, porque somos sus fervientes seguidores. Nada nos derrotará, porque cuando no estemos, cuando el último latido de nuestro corazón bese el fleco del viento, no tendrán nada que derrotar, seremos un átomo de la luz. Y la luz acaricia la melena del planeta más rápido que sus torpes instintos asesinos. La vida es nuestro escudo, la vida es nuestro misil, la vida es nuestra justicia, la vida es nuestro destino.
Brindo con vosotros por la vida.


viernes, 7 de mayo de 2010

Sonrisa de lirio desvaído

El beso de Toulouse Lautrec.
Imagen tomada de internet.



Después de aquel silencio de amanecer, le rodeaba el miedo como una sustancia fangosa que se le pegaba a su organismo. Por dentro y por fuera. Era una criatura que venía desde el pretérito y ya estaba frente a su mirada aterrorizada, como si el pasado hubiera dado un doble mortal con medio tirabuzón. Allí estaban sus ojos, su cabello, ese cuello largo y tan blanco y tan delicado, una obra de ingeniería cuyo fin era ser destino de caricias, ese pecho que tantas veces había recorrido como quien camina sobre la superficie de la luna, y ese vientre, levemente abultado en el lugar preciso, y ese vello cálido, cuna de sus besos, y esas piernas que servían como autopista para sus sueños. Cuando se confirmó que no había llegado el indulto, vio de nuevo la sonrisa que una madrugada convirtió en lirio desvaído.

Safe Creative #1101208302800

jueves, 6 de mayo de 2010

Algarabía



Esta entrada es de meramente divulgativa. Y me place que así sea.
Se trata de la presentación en este espacio del último disco del grupo Algarabía, especializado en música medieval. El trabajo se titula De clérigos, trovadores y sefardíes.
No es único el motivo de esta entrada tan ajena a lo habitual de este rincón.

En primer lugar el trabajo en sí mismo es interesantísimo, pues explora y rescata músicas medievales que se realizaba en los reinos de esta Península Ibérica durante la Edad Media.

Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, escucho nuevamente sus sones que se me hacen tan agradables. Se mezclan, con ritmos similares, aunque con acentos diversos, temas cuya procedencia es imposible de negar. El trabajo del grupo Algarabía es pues rescatar del olvido raíces que a todos nos han conformado de alguna manera, en este caso musicalmente.
Como su titulo deja bien a las claras exploran, resucitan e interpretan temas pertenecientes a la tradiciones cristiana y sefardí, tanto de origen popular como trovadoresco.
Quizá hubo una época en que en estas tierras, la variedad cultural y religiosa no estaba reñida con la convivencia, aunque más bien y en muchos casos se tratara de una coexistencia pacífica.

En este grupo, además, tengo amigos y amigas y..., por si ello fuera poco, mi hermano Antonio forma parte de él. En el vídeo de más abajo, toca la mandola. Estas imágenes, tomadas de youtube, forman parte de la emisión que la 2 de TVE realizó el pasado domingo dos de mayo y repetirá el próximo domingo veintitrés, dentro del programa que la televisión pública tiene reservada para los fieles judíos. Es por ello que el tema que interpretan pertenece a una de las canciones que este disco incorpora de la rica tradición sefardí. Como observaréis la voz de María es una auténtica delicia para los oídos. En otros temas, es la de Lola la que nos arrulla los oídos.



En nuestra época, además de la interpretación musical en directo, la música, a diferencia del medievo, se puede enlatar mediante procesos que a mi me siguen pareciendo absolutamente mágicos. Pero existen. El disco compacto, donde duermen a la espera de que las escuchemos las melodías que nos harán sonreír o emocionarnos, puede convertirse en objeto de diseño artístico.

En el caso que nos ocupa, mi otro hermano, Mariano, ha sido el encargado de realizar el diseño de este disco. Las fotografías que os dejo son una muestra fotográfica tomada de su blog. En él hay más, allí, o sea desde aquí podéis contemplar alguna otra imagen de lo magnífico de su trabajo y algunas de sus explicaciones. En todo caso son pálida muestra de la realidad, que no se ha limitado a la portada o al disco, sino que incluye un precioso librillo donde aparecen explicaciones, letras, de las canciones, dibujillos delicados y hermosísimos, fotografías...

La verdad es que llego con un poco de retraso. Uno que anda un poco despistado con plumas, cartas y otras actividades... Supongo, no obstante, que lo importante es llegar y disfrutar, como dice una de las canciones del disco, de mil modos versionada a lo largo de nuestra historia:

...hoy comamos y bebamos y cantemos
y holguemos que mañana ayunaremos...

Para contactar con el grupo o saber más de él podéis llegar desde aquí




miércoles, 5 de mayo de 2010

Tribulaciones de un escribidor entre seis plumas



No hace falta ser un lince para descubrir que en estos días acrece esta sección de Tribulaciones de un escribidor. Como anticipé en días pasados, y como ya han comprobado algunos de los más inquietos de ustedes, ha comenzado un nuevo proyecto, en el que este escribidor va a participar, o está participando. Se trata de una empresa en la que la ilusión llena de luz mi mirada y aumenta las palpitaciones de mis pulsos. Y por lo que sé de otros seis compañeros.
Ahora me van a permitir que me explique, pero para los más impacientes o quienes estén hartos de mis letras (cosa bastante razonable después de estos días) pueden acudir directamente a este lugar y descubrir por su cuenta de lo que les quiero hablar.
La tarea de escribir suele ser una tarea solitaria, ardua, donde el trabajo en equipo no se da, salvo, quizá, en guionistas de cine o televisión. Suele ser el escritor quien se enfrenta a sí mismo y a sus personajes en un trabajo más o menos arduo. El proyecto bautizado por Francisco Concepción como 7 plumas, surge también de su iniciativa en un diálogo entre comentaristas de un relato publicado por capítulos en La Esfera Cultural. El relato se titula Tras la sonrisa y su autor es Marcos Alonso que también es seguidor de este blog.
Como ha pasado más de una vez en este rincón al que ustedes acuden con tanta amabilidad, un relato por capítulos suscita ideas entre los contertulios, sensación de intriga, deseos de conocer el siguiente capítulo, se conjeturan probables desenlaces… Y ante la expectación salió la sugerencia de crear un relato por entregas y de autoría coral o colectiva o como se le quiera decir. Este escribidor que debe tener alma aventurera aunque no salga de su casa como quien dice, se apuntó casi de inmediato, y en muy poco tiempo nos sumamos siete personas con afanes por la escritura: Ana Joyanes, Inmaculada Vinuesa, Dácil Martín, Anabel Consejo, Marcos Alonso Hernández, Francisco Concepción y este escribidor. Aquí nos encontrarán.
A partir de ahí, y de modo muy divertido se establecieron las normas: no hay normas, salvo escribir una historia, hasta donde ésta nos lleve con un orden previamente establecido…
¿Cuál...?
Ahora sonreirán.
Se nos otorgó un número en función del orden en que nos fuimos añadiendo a la iniciativa y se determinó que la narración echaba a caminar según alguna Musa le diera a entender a la persona del grupo cuyo número asignado coincidiera con la unidad del boleto premiado en el sorteo de la ONCE celebrado el pasado día 26 de abril. En caso de que la terminación fuese ocho, nueve o cero, se aplicaría a la decena y así sucesivamente. Las bolitas de la suerte depararon este número 25.196. En teoría el relato comenzaba el pasado domingo 2 de mayo, pero la impaciencia de Inmaculada Vinuesa, exactamente la misma que la del resto, le hizo publicar su entrada con anticipación. Dácil Martín ha hecho lo propio ayer martes 4 y este escribidor que, en teoría tendría que aguardar al próximo domingo 9 para aportar sus primeras letras al relato de este proyecto, no sabe si podrá aguantar con el texto escrito en un cajón.
Me temo que no.
Hasta ahora sabemos que la historia comienza en Edimburgo, y el primer personaje con el que nos hemos topado se llama Sophie, tiene veinticinco años, es muy solitaria, tiene un defecto en el pie que le hace caminar de modo especial, trabaja como ejecutiva y se pasa las tardes en una vieja taberna donde bebe una pinta de ale y escribe algo en un cuaderno… Para dos entradas breves, muy breves, se lo garantizo, es mucho, no me lo negarán y aún me dejo alguna cosa, aunque casi mejor que ustedes lo lean allí.
No sabemos más…
Bueno, no les mentiré, este escribidor ya conoce algún otro detalle, pero casi nada, lo demás lo descubriremos en una mezcla apasionante de lectura y escritura y reflexión. Porque otra cuestión que me parece interesantísima de esta idea es que se trata de un proyecto abierto, de un proyecto interactivo, de una especie de Gran Hermano Literario, como dice la nota de prensa que se ha puesto en circulación en estos días. Esperemos que los medios se hagan eco de ella. Los lectores (y en seis séptimas partes soy lector) no solo comentan, sino que sus comentarios pueden ser tenidos en cuenta por por alguno de nosotros en algún momento determinado. Es decir, y me perdonarán ustedes la pedantería, se trata de un continuo proceso de retroalimentación, una verdadera novela en marcha, a la que los lectores pueden aportar y además pueden seguir el proceso de elaboración a través de los comentarios de cada entrada que forman parte del propio entramado de la novela, como esa parte de los iceberg que no se ven, pero ahí están.
Más aún, se va a permitir en esta estructura tan abierta, dinámica y participativa que propicia el formato blog que los autores podamos escribir nuestras sensaciones durante todo el proceso, lo que se ha denominado experiencia paralela.
Más arriba hablaba de brújulas y mapas. Pues bien, aquí vamos a escribir casi a ciegas, como los exploradores, como los espeleólogos.
Sabemos que la nave ha comenzado su singladura, sin embargo no sabemos a dónde llegaremos (si es que llegamos), pero les garantizo que la ilusión es abundante. Y desde aquí permitirán que tenga la osadía de invitarles a que nos hagan alguna visita, pasarán, como mínimo, un rato entretenido. Si ustedes son amigos de la lectura y les atrae la idea, les planteo la posibilidad de formar parte activa y presente del proceso de creación de una narración, como ya han hecho algunos de ustedes a quienes desde aquí agradezco pública y efusivamente ese detalle.

lunes, 3 de mayo de 2010

Tribulaciones de un escribidor ante un relato*



Como les tenía medio prometido, si es que ustedes me lo permiten, este escribidor quiere relatarles algunos de los aspectos de la despensa y del trajín en la cocina durante el proceso de escritura de La carta.
Como ya insinué en alguna respuesta a alguno de sus amables y enriquecedores comentarios que sostienen y alimentan este espacio, la mera arquitectura formal del texto nace tras la conclusión de la lectura El amor en los tiempos del cólera.
Repito, reitero, subrayo, enfatizo...: sólo su apariencia formal.
Me explicaré.
Me deslumbró la fluidez absolutamente líquida (y esta redundancia se hace imprescindible) del texto de García Márquez. Entraba en la historia hechizado por ese vaivén tranquilo del oleaje sereno del océano sobre las arenas de la playa en un día apacible de estío y sol. Cada párrafo (y esa es la estructura fundamental de la novela del colombiano, a mi modo de ver) es una ola que llegaba a mi entendimiento y dejaba su humedad sobre él, como si yo anduviera por el litoral. Y cada ola entraba, salía, volvía a entrar, cuando otra había salido... No había posible confusión en el texto del Nóbel entre el pasado y el presente, por más que la única separación entre uno y otro fuera un punto y aparte. Y menos posibilidad de error con los personajes, con los tres fundamentales de la historia.
Se le figuró a este escribidor toda la historia, como un solo mar, como una unidad indivisible que sólo al llegar a la orilla parecía individualizarse o fragmentarse en una ola y otra y otra y otra y...
Hechizado, repito, por semejante mecer, decidí escribir un relato que no iba a ser muy largo (hablo de la primera intención), en el que intentaría construir una historia sencilla procurando un vaivén que se asemejara, aunque fuera de lejos, procurando, digo, que ese vaivén de tiempos (pasado y presente) tuviera una única estructura separadora o aclaratoria para el lector: el párrafo, esa minúscula señal llamada punto.
Se me presentó en la imaginación (y ahí está la primera frase de la narración que lo atestigua) una carta, casi olvidada sobre una mesa de metacrilato en el salón de la casa de un hombre cuya vida personal era un profundo silencio originado por un pasado, por un instante de un pasado, para ser precisos, traumático, y que, sin embargo en su vida profesional había alcanzado cierto renombre, al menos en los ámbitos de la administración de Justicia.
Tenía que haber un momento brutal en la infancia de esa persona que le había convertido en ese ser anodino y plano en lo particular. Como todo escritor que se topa con una historia y con un personaje, a este escribidor no le quedaba más remedio que zambullirse en la memoria de Luis Prieto Enciso, y una vez en su interior se encontró con la pelota, con el atropello, con la muerte del padre, con el dolor irremediable y eterno de la madre...
Con estos mimbres en exclusiva, quiero decir, desconociendo todo lo demás, publiqué la primera parte que tuvo una acogida muy calurosa por su parte. Hice un primer cálculo (por suerte mudo): además de la carta, quizá me hicieran falta unos tres o cuatro capítulos más para completar la historia. En total, pues, cinco o seis capítulos incluyendo la misiva.
A la semana siguiente escribí y publiqué la segunda entrega, y me di cuenta de inmediato de dos cosas: había errado en los cálculos, pues era imposible con el ritmo impuesto a las letras del relato, narrar los hitos más importantes de la vida de nuestro ayudante del fiscal, en tan corto espacio, porque, y esto es lo segundo que descubrí, la carta tenía que ser la explicación de toda su vida: quiero decir, de las decisiones que habría ido tomando a lo largo de la vida de Luis, de los acontecimientos más o menos trascendentes que le hubieran sucedido.
Sólo al publicar el tercer capítulo dudé. Mejor dicho, me sentí perdido: si no conocía el contenido de la carta, era imposible que pudiera adentrarme en los pensamientos de Luis Prieto durante las pocas horas 'reales' que ocupan el tiempo narrativo.
El comentario de uno de ustedes (AVATAR, nuevamente gracias), fue como un empujón que me hacía falta. Este relato había que escribirlo seguido, y primero tenía que escribir su colofón, la carta.
Y eso es lo que hice.
Aproveché un fin de semana (que es la única posibilidad más o menos real -en verdad poco real- que tengo de escribir con algo más de tiempo a mi disposición) en que mi casa se convirtió en un lugar de retiro, pues mis hijas y Marián se fueron, y escribí. Escribí como hacía mucho tiempo no escribía.
Aproveché un descuido de Luis, la tomé de la mesa, la leí... y la copié. Y era terrible, como han comprobado ustedes el viernes pasado. No era de extrañar, por tanto, que Luis durante aquella tarde de viernes en que recibe la carta de Eladio y la lee, estuviera sumido en una especie de terremoto emocional, ni que su vida hubiera sido tan anodina.
Acababa de leer algo que convertía su vida en un guiñapo, en una historia de guiñol. Tanto sufrimiento. Tanto dolor, cuando era posible que su padre fuera infiel a su madre, sin que ésta lo sospechara. ¿Se merecía la muerte del padre el duelo de una vida? ¿Se merecía que él mismo hubiera transitado por aquel complejo de culpa que le había marcado durante toda su vida? ¿Y, a la postre, qué había sido de su vida, la real, la que importa..., no sólo la profesional, por muy brillante que haya sido?

Se dice, lo dice Javier Marías (a quien este escribidor se lo escuchó en persona), que hay dos tipos de escritores: los que escriben con mapa y los que escribimos con brújula. (Creo que ahora estamos descubriendo o inventando a otro tipo, los que vamos a la aventura y casi a ciegas, pero de eso hablaré mañana o pasado mañana).
Quien escribe con mapa no sólo sabe a dónde va, sino por dónde ha de ir, porque ha seleccionado previamente la ruta, el medio de transporte, los lugares donde se hospedará. En fin todo. Como debe ser. La mayoría de los escritores lo hacen de este modo y quizá convenga que así sea. Quienes lo hacemos con brújula, sólo sabemos hacia dónde vamos, a veces ni siquiera conocemos el punto exacto del destino, sino que sabemos, más o menos, la zona en la que concluirá el periplo.
Supongo que ninguno de los dos métodos es mejor que el otro. Probablemente tenga más que ver con el modo de ser y el grado de impaciencia de cada escritor. Yo diría que quienes escribimos sólo con la brújula como orientación nos divertimos más, pero quizá somos menos eficaces y necesitamos más tiempo, que ahora se reduce bastante con el invento de estas máquinas infernales que permiten avanzar y retroceder sobre el texto sin que éste acabe semejando un campo de batalla de indios con flechas en todas las direcciones, y pequeños asteriscos o números que señalan a un lugar remoto del fajo de folios sobre el que escribimos.
En el caso de La Carta, digo, he escrito con brújula, pero conocía muy bien el punto preciso del destino, con lo que todo se ha facilitado enormemente... Se podría decir que La Carta se ha escrito con brújula y con plano de situación. Sólo era dejarse llevar por la placidez del ritmo establecido, y contemplar con tal cadencia el recorrido vital de nuestro héroe, ese camino que le había llevado a ser como una especie de iceberg desconocido para todos, excepto para nosotros... Sólo se sabía de su vida que, después de un brillante expediente académico, había llegado muy arriba en su profesión. Sin embargo, todo el mundo que ha oído hablar de él en Euritmia, sabe que es una persona muy tímida, (hasta lo enfermizo), solitaria y aburrida. Un hombre que a pesar de sus años, no es que siga soltero, sino que se le desconoce cualquier aventura amorosa. En el mejor de los casos, quizá algún euritmitense de su barrio de la infancia, aún recuerde vagamente aquel accidente que llegó a merecer un suelto en el Diario de Euritmia.
Sólo albergué otra duda durante el proceso de escritura. Cuando terminé de redactar la carta que Eladio le dirige a Luis, pensé la posibilidad de intercalarla en el cuerpo de la narración, intercalando los párrafos sobre el desarrollo de los recuerdos del protagonista, quizá como notas a pie de página...
Pero no me convenció ninguna opción. Ya no era posible por una mera cuestión formal, de estructura narrativa, de ritmo o melodía, si lo prefieren. Pienso que se habría roto el ritmo, que para mí, en este caso, era tan importante, ese son interno que creo está en este relato y que fue escrito, a pesar de que su publicación no ha sido de ese modo, para leerse de seguido, sin interrupciones, pues en verdad sólo tiene dos capítulos: todo la historia y la carta, propiamente dicha.
_________________________________________
* Aunque sea casi dos años después, este artículo se lo quiero dedicar a Félix Arranz, de Segovia, condiscípulo y amigo de este escribidor, que falleció bien joven a causa de un tumor. Siempre que me veía, me decía que uno de los libros que más le habían gustado de toda su vida era El amor en los tiempos del cólera. Hasta que no lo he leído no he comprendido sus razones. Im memoriam.