miércoles, 30 de junio de 2010

¿Qué es más importante...?


- ¿Cuál es la mayor dicha de quien escribe?
- Escribir.
- Pero eso se da por supuesto.
- A veces no se consigue…
- Vale, vale, a veces no se consigue. Pero más que dicha, escribir es satisfacer la necesidad... Supongamos que se escribe. Repito ¿Cuál es la mayor dicha de quien escribe?
- Disponer de tiempo para escribir.
- Sí está muy bien. Tener tiempo. Qué suerte… Pero creo que hay mayores dichas.
- ¿Que te publiquen lo que escribes?
- Eso sería maravilloso. En el fondo es una de las grandes ilusiones… Pero hay más, más aún.
- ¿Que te compren los libros…?
- Miel sobre hojuelas…, pero no es la dicha mayor.
- ¿Vivir de la escritura?
- Eso sería casi un milagro. Y sería fantástico, pero también tiene sus riesgos, y sus esclavitudes y supongo que algunos peajes que pagar…
- ¿Ganar premios…?
- La verdad es que nunca vienen mal, a qué negarlo. Pero hay mayores dichas aún…
- Esto se parece a una de esas adivinanzas imposibles… ¿Que te lean…?
- Por ahí nos vamos acercando… Sí, casi esa es la mayor dicha de todas, saber que tienes lectores… Es más importante tener lectores… Si fueras editor quizá te interesaran los compradores, pero al escritor le interesan los lectores…
- ¿Todavía hay algo más importante…?
- Sí, no lo dudes. Que te quieran, a pesar de que escribes, que te quieran aunque escribas…

lunes, 28 de junio de 2010

Quiero tener el eco de tu mirada...


Quiero tener el eco de tu mirada, de tu voz, quiero el eco de tu presencia en mi mirada, en mi latido. En cada paso que dé sobre la piel de este planeta, quiero embrazar el eco de tu presencia. La dicha de tus ojos que iluminan el discurrir de la mañana.
Nunca te olvides: hoy somos felices.
Aunque la vida dañe con sus uñas de felino, aunque se tambalee la piedra clave del edificio alzado con prudencia, aunque un túnel oscuro nos envuelva, nuestros latidos marchan al compás, y el cimiento será inmóvil. Que el mundo entero sepa nuestra dicha, y el universo aplauda, grite, vitoree, que un sideral escalofrío cruce por sus vértebras, que las estrellas ovacionen nuestros besos.
Mírame, estoy dispuesto a ser molécula, ínfima parte de hálito que vuela desde tu boca al cosmos. Lo que soy entero es todo tuyo siempre. La calma de la noche, este silencio..., esta quietud me inunda con tus ecos y me devuelve tu figura. Que tu risa no me abandone nunca, que los sonidos que flotan y me rodean, me alcen a tu altura. Quiero que continúe mucho tiempo (la eternidad entera si es posible), este sonido que me inunda de paz.
Sueño que acaricio tus párpados, liquen cálido que reposa entre mis dedos. Sueño que tus hebras, pedazo de sol que alumbra mis dedos, enarbolan deseos de justicia. Sueño con el perfil de tu fragancia. Sueño que estás aquí, junto a mis dedos hambrientos, ávidos, de ti sedientos. Fuego podría ser. Podría ser huracán, o podría ser tormenta. Lo más probable es que la onda expansiva de esta pasión indómita erosione mi corazón, o en dos trozos lo parta, que acabarán cayendo a tus pies.
Tu sonrisa ha durado, sólo, décima de segundo, mas vale el mundo entero, el cosmos detenido entre tus labios. El horizonte púrpura danza el baile de la felicidad. En la cima de la montaña, el aire sueña que peina cumbres, que fabrica bucles de organdí para que adornen de hilos de plata el sueño: luz precisa.

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viernes, 25 de junio de 2010

La ventana y 5.




- Llamo por lo del anuncio del periódico-, balbucí como pude…
- ¿Qué anuncio?’
Noté que su tono era de la misma estructura que un escudo defensivo, como si no se lo creyera, como si hubiera algo que ocultar. En ese caso, ¿por qué lo habría de publicitar en un medio de comunicación? Pero no me rendí
- Ese que dice: Veo tu futuro y luego pone el número de teléfono que he marcado.
De inmediato algo se relajó en su voz. Como si la confirmación del motivo de mi llamada, hubiera sido la vuelta a la normalidad.
- Ah, sí, sí, aquí es… ¿Ha acudido usted a muchas consultas de videntes?
- La verdad es que no… Es la primera vez que consulto con una adivina…
- No, no se equivoque, vidente. Soy una vidente. ¿Tiene algún motivo especial para acudir a mí en este instante?
Sentí que sus palabras pretendían disuadirme. Algo realmente extraño, y eso aceleró aún más mis deseos de acudir a la casa que veían mis ojos.
- En realidad se trata de pura curiosidad
- Perdone, no le entiendo…
Me decidí a contarle que era su vecino, de enfrente, que durante la víspera me había llamado la atención la luz azul que se veía a través de la ventana, que había observado mucho movimiento en el piso, que no había dormido nada y todo lo demás…
Su respuesta me dejó perplejo…
- Mire, creo que no le conviene que continuemos con esta conversación. Ni siquiera le conviene pensar en el asunto. Le diría que se olvide de mí. No admito curiosos como clientes. Sólo personas que realmente me necesiten.
Me quedé en suspenso, pero antes de que colgara reaccioné con reflejos veloces…
- Mi dinero es tan legal como cualquier otro que usted recibe de forma supongo que no muy legal…
De nuevo su voz se dotó de las cualidades defensivas de un escudo, y tanteó con prudencia…
- ¿Me va a denunciar?
- No, mujer… Lo que digo es que si usted se anuncia prestando sus servicios, si yo le pago, a usted le darán lo mismo los motivos por los que yo pretenda acudir a su consulta…
- Pues no exactamente… Digamos que mi consulta no es habitual… Normalmente mis clientes llegan a mí en situaciones límite, después de haber pasado por muchas otras consultas… Y sólo les mueve una razón para acudir aquí: la desesperación. Si usted no está desesperado, no venga, no se quiera meter en más problemas.
Me estaba dejando perplejo. Era la primera vez en mi vida, o de las primeras, que alguien rechaza ganar dinero en el ejercicio de la actividad por la que se anuncia en un periódico. Así se lo dije.
Ella, a modo de respuesta, explicó que la razón de haber dispuesto la cita previa, no sólo era para concertar el día y la hora de la consulta, sino para determinar si el posible cliente reunía los requisitos mínimos necesarios. Y remachó sus palabras:
- Mire, vecino, la curiosidad es el peor de los requisitos. Para casos como el suyo, para principiantes en estas cuestiones esotéricas había otras posibilidades, otras colegas. Si usted lo desea le puedo facilitar la dirección de un par de colegas de auténtica solvencia… Nada de charlatanes, nada de ladrones de tiempo y dinero. Personas serias, y perfectamente adecuadas para satisfacer sus dudas.
Obviamente, mi deseo acreció de modo desmedido.
-¿Qué puede haber que provoque tanta desesperación a alguien que le obligue a acudir a una vidente y que usted no le rechace…?
- Respóndase a sí mismo… A esa pregunta no hace falta que le responda yo…
Si hubiera sido medianamente inteligente, con las propias respuestas que me estaba dando en esos mismos instantes hubiera sido suficiente para que, disculpándome por haberle robado parte de su tiempo, hubiera colgado el teléfono. Pero mi tozudez también es proverbial.
- No la creo, simplemente no la creo. No creo en nada de lo que usted hace, de lo que usted representa. Creo que engaña a los pobres incautos, a quienes sitúa ante una bola de cristal con una lucecita azul y les explica que les va a tocar la lotería, o que su hijo va a aprobar unas oposicinoes a notario, o que su marido les pone los cuernos con su hermana... Y, sí, tiene razón, mañana mismo voy a poner una denuncia contra usted, por impostura, por evadir dinero al fisco, y por alguna razón más que se me ocurrirá mientras duermo.
- En realidad no es una bola de cristal... En fin, usted lo ha querido. Si además de curioso es valiente y no se asusta fácilmente, venga a partir de las diez y media de la noche... Se sentará ante mi mesa, que en realidad es el espejo del final y emite una luz azul. Allí mismo verá el día y hora de su muerte, las causas que la provocarán y del destino que les espera a sus seres más queridos, aunque en su caso, esto último es muy sencillo, pues no los tiene…

Esto último me dejó helado, pues era imposible que ella supiera nada de mí.
Y a las diez y media de la noche me presenté en su casa.

Lo que nunca debí haber hecho.
Fin

lunes, 21 de junio de 2010

Aquellos días en Ankara




Camino de la fábrica, aquel español recorría las calles nevadas de Ankara. Una nieve de color ceniza. A lo lejos, muy a lo lejos, a decenas de miles de kilómetros, aquellos ojos negros eran el asidero firme donde se aposentaba el latido cotidiano del corazón, y donde moraban las cuatro pupilas de los hijos que crecían mirando de frente. En los dos ojos negros residían todos los ojos, aunque hubiera tantos miles de kilómetros de distancia.
Por ellos, para ellos, las noches pasaban como un ejército de soledades y vacíos.
Por ellos, para ellos, los días eran un trajín enloquecedor.
Por ellos, para ellos, la distancia, la soledad, los afanes y la ilusión de un horizonte abierto, repleto de sonrisas y caricias.
'En cualquier parte del universo está la calle en que me gustaría vivir, siempre que tú estés conmigo…'
Quizá no lo dijo en voz alta, quizá sí. Quizá lo pensó, o no. Pero eso es lo que significa el latido de su corazón, cada día, cada minuto de sus días.
También hoy, especialmente hoy, en que algunas letras, además, quieren ser abrazos cálidos a pesar de la distancia.

viernes, 18 de junio de 2010

José Saramago ha muerto


Me reclaman celebraciones de vida. Y salgo corriendo a disfrutar de la calidez de los míos.

Sin embargo, no podía irme sin antes hacer mención del dolor de ausencia que nos invade desde hace unas pocas horas.

Es un flash urgente, pero no quiero dejar que se me pase más tiempo, y que mi voz se una al reguero que en estos momentos recorre la red, sobre todo esa parte de la red que se afana en la literatura.

Acaba de morir entre nosotros, José Saramago, uno de los últimos grandes fabuladores de la literatura universal. Uno de los grandes pensadores. Un hombre lleno de humanidad, ironía y sensibilidad en sus textos. Una persona cuya ética desbordaba incluso su ideología, que nunca ocultó.

Descubrí tarde a este hombre, pero pronto su obra cazó mi corazón y mi atención.

Como siempre ocurre en estos casos, hay novelas que me gustaron menos, o comprendí peor, que otras, que quizá comprendí mejor o me gustaron más.

Hoy voy a destacar dos: El evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera.

Cuando escribí Aquel sábado lluvioso, uno de los libros que usé fue precisamente éste. Y en él -aunque mi desacuerdo con el Nóbel es radical en su planteamiento- descubrí como nunca había descubierto la tremenda humanidad de Jesús de Nazaret, descubrí que su carne y mi carne era la misma, en realidad.

Ensayo sobre la ceguera, paradójicamente es uno de los libros más clarividentes que se hayan escrito nunca sobre la verdadera condición humana, aunque esta condición nos aboque al camino de la náusea sobre esta especie errabunda y un poco salvaje.

Una muy buena amiga mía, y amiga de este rincón, acaba de escribirme un corto mail, una frase apenas, "¿qué vamos a hacer ahora? Me he quedado huérfana de madre y padre".

Esta ha sido mi respuesta:

Los libros nunca mueren. Él no estaba en su anciano cuerpo enfermo, sino en sus vigorosas letras que nos alumbran, aunque algunas nos duelan y otras nos hagan pensar. O precisamente por eso mismo.

El pasado 15 junio se publicaba en su blog "Otros cuadernos de Saramago" el siguiente pensamiento:

"Las miserias del mundo están ahí, y sólo hay dos modos de reaccionar ante ellas: o entender que uno no tiene la culpa y por tanto encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo —y esto es cierto—, o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera.

La Jornada, México, 3 de diciembre de 1998".

Él escogió un camino y lo siguió. Hoy ha concluido su ruta.

Añado hoy 19 de junio, parte de la intervención que uno de los contertulios de este espacio nos ha dejado en uno de sus comentarios. Me parece que debido a su humanidad, este testimonio puede ser perfectamente ilustrativo del modo de ser del hombre que nos ha dejado:

Fragmento del comentario escrito por Francisco Gómez:

Quisiera comentar que tuve la inmensa suerte de conocerlo, tratarlo y tener charlas con él, en las que os aseguro y doy mi palabra de honor, que era tal como la impresión que desprendían sus comentarios tan comprometidos y sus libros. Era humilde, trabajador, creyente en el hombre y la libertad, amigo de los más desfavorecidos y preocupado por la marcha de las causas más nobles. Contaré una pequeña anécdota para que veáis el respeto y cariño que le tenia a sus lectores. Estaba firmando libros y como siempre que lo hacia les decía unas palabras y les dedicaba un tiempo con esa cadencia y tranquilidad que le emanaba desde lo más hondo de su gran corazón y al cabo de casi una hora y con la hora de la comida vencida le dije “Maestro, está cansado”. Le digo a la representante de la editorial que haga parar la entrada de personas y él con una sonrisa me dijo “Paco, ellos han tenido la gentileza de comprar mi libro y seguramente venciendo su timidez se acercan para decirme unas palabras que siempre son cariñosas y de animo, que menos que les diga unas palabras y les firme los libros”. Descanse en paz y sus libros que tan gentilmente me firmó serán para mi hijo cuando yo marche, será una buena herencia, sin ninguna duda.

Ahora, gracias a maririu, nos llega la referencia al blog El Replicador de sueños que lleva Juan Carlos donde se ha insertado este hermosísimo vídeo de animación, que quizá sea uno de los mejores homenajes que hoy se puedan hacer a este gran hombre. Aquí lo dejo, aunque quizá alguno lo haya visto ya en otros lugares.


Descanse en paz.

La Ventana. 4





Por tanto necesitaba la oficina: alejarme del lugar de los acontecimientos, reflexionar con perspectiva, incluso, huir de la tentación. No sé si hubiera resistido el paso de la mañana, sin bajar a la calle, llamar al timbre del portero automático y subir al tercer piso. De hecho, cuando salí hacia la oficina, estuve a punto de cruzar a la acera de enfrente, acercarme al portal, investigar con disimulo, probar, quizá, si la puerta estaba abierta y averiguar alguna cosa, por ejemplo echando un vistazo a los buzones.
Pero me contuve.
O me contuvo algo parecido al temor, una sensación vaga de que detrás de todo esto había algo irremediable, algo que conducía a una vía sin retorno.
Por otra parte agradecí esa impresión que hacía tanto tiempo no inundaba mi organismo. Me sentía inusitadamente vivo. Aquella inapetencia o desgana o indiferencia, ese efecto insalvable de laxitud absoluta en el ánimo, como si me hubiera atrapado la más feroz calma chicha en el centro de mis entrañas, se había evaporado. Aunque fuese como espectador, todo lo que viví la jornada anterior sirvió para que mi venero se comportara como de río de alta montaña, en el que la velocidad y la intensidad y la pasión y lo abrupto del paisaje ocupaban el centro de mi ánimo.
Lo cierto es que en la oficina tampoco hice cosa diferente a pensar en aquella luz, en aquella silueta oscura, y en aquellos rostros que, si tenían algo en común después de abandonar el piso, era su ausencia de indiferencia. Como si todos ellos hubieran encontrado algo decisivo en cualquier sentido. Por suerte no tuve muchas visitas ni llamadas ni siquiera el jefe decidió que mi cabeza se ocupase con elementos diferentes a mis propios pensamientos.
Por hacer algo concreto, algo que se convirtiera en sendero por el que huyera la inquietud, anoté en un papel mis conclusiones: mujer vidente recibe de doce de la mañana a diez de la noche en el tercer piso de la casa número veinticinco de la calle Ángel de Saavedra. Cita previa.
Parecía un telegrama... o un anuncio de prensa.
Y eso me dio una idea. Más que una idea parecía que me había tendido una trampa a mí mismo.
Podría consultar en la sección de anuncios por palabras del Diario y allí comprobar si por casualidad… Si es que había anuncio, quizá no hubiera tantos datos. No estoy muy seguro, tampoco me he molestado en comprobarlo, si este tipo de actividades es muy legal. Quízá el mayor problema sea la opacidad fiscal de tal actividad. Supongo que el dinero de cada sesión pasará a formar parte de un bolso sin previa expedición de la oportuna factura. No me imagino a nadie que siendo vidente, leedor de manos, echador de cartas o actividades semejantes, se dedique a emitir facturas que reflejen su actividad, u otra cualquiera. Pero aunque no hubiera muchos datos, también sospechaba que no habría muchas personas que se anunciaran en un periódico, con tal actividad…
No, me equivocaba, había más de las que me pensaba. Pero en la mayoría de los casos la numeración que debía marcar invitaba a pensar en otro tipo de magia: la que hacen algunos operadores de telefonía con las cuentas corrientes de los que fían su vida a una tirada de cartas…
Sólo había dos que pareciesen números de teléfono normal y que se decían videntes. Acaricié la posibilidad de llamar desde allí mismo, pero me contuve… la primera vez.
También la segunda.
A la tercera fue imposible.
Me contestó una voz masculina. Colgué de inmediato. Sabía que si cruzaba una sola palabra con mi interlocutor acabaría cayendo en sus garras. Por simple intuición, descarté ese número y apunté el segundo. Llamaría a la vuelta a casa. Después de cenar. Hasta esa hora me dedicaría a observar nuevamente todo lo que sucedía en el piso de enfrente.
La actividad, como el día anterior, fue incesante entre las cinco de la tarde y las nueve. Desde las nueve hasta las once sólo hubo dos visitas, una a las nueve y media y otra a las diez y media. Como a las nueve y cinco no había acudido nadie, supuse que podría probar. No sabía si habría acertado con el teléfono que llevaba apuntado, pero lo hice. En cuanto a mis oídos llegó el sonido del zumbido del teléfono cuyos números acababa de marcar, vi como la mujer de enfrente se levantaba del asiento que ocupaba y desaparecía de mi vista. Sonó un par de veces el tono de llamada y el cuarto tono fue sustituido por una voz femenina de fuerte acento alemán.
Como pude (más bien mal) controlé mis nervios. Pensé que me sentía como si estuviera a punto de cometer un delito. La conversación fue breve…
(Continuará).

miércoles, 16 de junio de 2010

Tribulaciones de un escribidor entrevistado



Verán ustedes, como alguno conocen, ayer me hicieron una entrevista telefónica los amigos, compañeros de La Esfera Cultural y 7 plumas. Se trata de que pasemos con nuestra voz y nuestras vidas (literarias, que la vida privada es muy cara y no hay presupuesto que la pague…) quienes nos hemos embarcado en la aventura de escribir una novela en grupo, etcétera, etcétera.
Decidieron que era mejor el orden alfabético, y decidieron aplicar tal cuestión al nombre de pila, y no al apellido, como parecía exigir la tradición. No convenció mi intento por rebautizarme como 'Zamando', ni cosas así. En fin que me ha tocado romper el fuego…
Al final dejaré el enlace con la entrevista, para quien no la haya escuchado, si lo desea, me escuche durante treinta y seis minutos (no digan que no les aviso) con Francisco Concepción, que es quien me hizo las preguntas…
Pero lo primero de todo (y que no salió en la entrevista porque el sistema de grabación no lo permite, parece ser, que yo de esto no entiendo nada) hay que dar las gracias a Inma Vinuesa. Inma Vinuesa tiene el coraje y la osadía de la ilusión y se ha tomado este trabajo como una auténtica profesional. No es la primera entrevista que me hacen, pero quizá sea de las más completas. Y no sólo lo digo por el tiempo de duración (segundo aviso para navegantes), sino por todo lo que abarca. Inma Vinuesa fue quién se documentó, quien preparó la entrevista y que por motivos familiares tuvo que pedir que Francisco fuera quien finalmente la hiciera.
Hablar con Francisco Concepción fue otro lujo. Nos conocíamos poco, de hecho no nos conocemos físicamente, pero después de ayer, por otras cuestiones que no vienen al caso, mi admiración por él se ha elevado a zonas superlativas. Ya estaba predispuesto yo a esta circunstancia, por cuanto notaba que quienes mejor le conocen, sus convecinos tinerfeños, profesan por él esa admiración. La mente de Francisco es una fábrica de generar ideas y compartir responsabilidades, trabajar como uno más y desaparecer cuando llega el momento del aplauso. No es la primera vez que lo he visto en este corto espacio de tiempo.
Ahora mismo les apunto el enlace, antes voy a subsanar un par de despistes que tuve y que me han traído a mal traer unas horas.
El primero de todos, y el más grave, es que cuando se me preguntó por los blog donde se podrían leer mis letras no cité Alenarte Revista. Puro despiste, sí; pero bastante imperdonable, puesto que la generosidad de Alena Collar hace posible que participe de un proyecto consolidado y que trescientos mil lectores respaldan. Aquí dejo subsanado e impreso mi despiste.
El segundo tiene que ver con alguno de los comentaristas de este blog.
Se habló, hacia el final de la entrevista, pues ésta siguió un orden cronológico, de la importancia que ha tenido para mi poesía (y me sabrán perdonar la petulancia), esta aventura cibernética. Dije y sostengo que muchos comentaristas me han ayudado muchísimo a la hora de profundizar, reflexionar y mejorar mi poesía. Esto suele pasar, y no aprendo, y me sigue pasando. Cité a muchos, pero me dejé en el olvido a algunos… En el olvido y en las prisas, que también hubo algo de esto. A María Sangüesa, María A, y Maririu quiero citarlas ahora dentro del grupo que me han ayudado también en el tema de la poesía, con sus comentarios y sus ánimos.
Este escribidor, aunque esté un poco cansado, y un poco disperso, y un poco descentrado, quiere agradecerles a ustedes la atención que me prestan cada día. A quienes llevan tomando cafés entre nosotros casi desde el principio, a quienes estuvieron temporadas y se fueron, a quienes consumen en silencio, a quienes se dirigen a este escribidor en privado, a quienes comentan en público, a quienes llevan menos tiempo, a todos muchas gracias, porque todos me ayudan a aprender, que es lo que procuro hacer.
Internet tiene cosas peligrosas, difíciles, pero también tiene cosas maravillosas, y en la mezcla de sabores, entre ácidos, amargos, dulces, salados y picantes está la vida, y también aquí hay vida, mucha vida, muchos corazones.
En fin que ya sí, que aquí les dejo un par de enlaces donde han tenido a bien subir esa entrevista...
Si además me quieren escuchar, ya he abusado de ustedes en exceso.

http://7plumas.blogspot.com/2010/04/amando-carabias.html

http://programalaesfera.blogspot.com/

lunes, 14 de junio de 2010

El Penalti. (Mundial de Alemania 2006).

Ricardo detiene su primer penalti, a Gerrad.
Foto El Mundo digital

Sábado, 1 de julio de 2006.
La mirada oscura del arquero taladra las pupilas del delantero, ese hombre, ese inglés fornido que acaba de saltar a la cancha hace apenas diez minutos, sólo para eso, para ese instante en teoría decisivo: meterle un gol de penalti a la selección portuguesa que les lleve a la semifinal de los Mundiales. La mirada oscura del arquero luso es una mirada como de carbón que hierve, pero, tiene la paradójica virtud de transmitir calma y seguridad interna. Quien ose colocar sus pupilas enfrentadas a las suyas acabará por caer rendido a sus pies, casi muerto de miedo. Si fuera admisible la paradoja, se podría afirmar que lo que siente el delantero, es que aquella mirada lo puede matar a uno con su frío ardiente…
El delantero inglés ha cometido uno de los peores errores de su vida, uno de esos fallos que nunca confesará a nadie, pero que le atormentará toda su vida…
Pudiera ser, quizá, que en alguna noche londinense de niebla y frío, de humedad que se cuele hasta los huesos, algo ebrio de cerveza negra, una noche ya muy alejada en el tiempo de aquel tórrido primero de julio de 2006, cuando, hacia las siete de la tarde, ocurrió lo inevitable, le cuente a algún contertulio indiferente o, una vez más, a su conciencia saturada de la misma historia, todo lo que le ocurrió, o al menos cómo lo recuerda él…
‘El cabrón del seleccionador me sacó en la segunda parte de la prórroga, cuando no se podía hacer nada. Yo llevaba corriendo por la banda casi toda la prórroga y maldecía su estirpe. Mis compañeros necesitaban alguien de refresco y no terminaba de decidirse el sueco ése. Le miraba a lo lejos y él a lo suyo, que nunca se sabía muy bien qué era. Jugábamos con uno menos, y los portugueses, como perros furiosos, no hacían más que mordernos en los tobillos. Cuando salté al campo rugían los hinchas; aún parecía posible, incluso era posible que nos ahorráramos los malditos penaltis, porque a pesar de ser diez, de vez en cuando hicimos que temblaran. Pero no pudo ser, todo fue inútil…’
Su mirada turbia de cerveza negra se perderá por la lejanía del recuerdo. Detendrá el relato en ese momento, rebuscando las palabras que puedan hacer entender, aunque sea de modo torpe, los minutos aquellos que transcurrieron desde que el argentino de apellido vasco pitó el final de la prórroga hasta que le llegó la hora de chutar aquel penalti. Le será muy difícil que le comprendan, porque ni él mismo se comprende. Llevaba en el terreno de juego poco más de diez minutos y se sentía fatigado, casi asfixiado, como si llevara corriendo los ciento veinte minutos del maldito partido. Le habían sacado para eso; no es que el seleccionador se lo dijera así de claro, pero era tan evidente, que no se sorprendió cuando descubrió que su nombre estaba en la lista de los cinco elegidos para chutar.
‘Al principio, quiero decir, cuando empezamos a tirar a puerta, no estaba nervioso; pero me sentía cansado. Nuestro primer disparo lo atajó el portero portugués y se nos cayó el mundo encima y comenzamos a ver fantasmas revoloteando por encima de nuestras cabeza, los fantasmas de siempre, esos viejos fantasmas que nos persiguen y nos torturan, porque un par de años atrás, también esos bastardos nos eliminaron por penaltis en la Eurocopa. Y lo peor es que ellos habían marcado su primer chut. Gracias al cielo, el siguiente lo mandaron al poste y el nuestro fue adentro, aunque su portero lo llegó a tocar, como siempre, siempre tocaba el balón. Joder, ese portero parecía que había nacido para parar penaltis’.
Volverá a callar, envuelto en una nube melancólica que torna las imágenes de su cerebro en endebles recuerdos muy decolorados, casi de color sepia. Tragará saliva que le sabrá amarga, con el amargor de la cerveza negra que combina tan bien con el recuerdo agraz que le atormenta. No contará que el camino hacia el punto de penalti fue el peor paseo de su vida: unos cuarenta metros eternos, que estaban sembrados de minas invisibles y envueltos por la tenue brisa (invisible para la humanidad) que agitaban los fantasmas con sus estridentes risotadas, inaudibles para el mundo. Mientras se acercaba hacia el área, veía que el portero luso, vestido de gris, como si llevara una antigua armadura de antiguo caballero medieval, se agigantaba o es que la portería se hacía más chica, o ambas cosas al tiempo. Intuyó que la única posibilidad para meter dentro la bola era no mirar, ni tan siquiera de soslayo, la mirada del portugués vestido con una armadura gris.
‘Sí, sabía que si lo miraba me acabaría por quemar. Me decía durante todo el tiempo: No lo mires, no lo mires, no lo mires. Llegué donde el árbitro. Me dio el balón, lo coloqué en el punto de penalti y me di la vuelta. No retrocedí mirando a puerta, me volví, sabía que no podía mirarle. Sentía que su mirada sería como la de esas serpientes de la India que dicen que hipnotizan’.
Volverá a callar. Quizá callará durante más tiempo, varios minutos, lo que no importará en absoluto ni a su interlocutor, que no está prestando excesiva atención a la noticia, o a su conciencia, un poco aburrida con la historia tantas veces repetida.
Todavía, tantos años después, no comprende cómo le sucedió, qué ocurrió en su cabeza para cometer esa torpeza. Lo cierto es que ningún compañero se lo echó en cara, tampoco el entrenador sueco. De los hinchas no le importaba la opinión, de ellos sólo quería los ánimos, y esos los habían tenido para rebosar de orgullo durante el partido. Pero él no se ha dejado de atormentar con la escena.
‘En cuanto llegué al borde del área, como un resorte, di media vuelta, me volví hacia la portería, corrí hacia el balón y chuté hacia donde había decidido, el lado izquierdo del portero, fuerte, ajustado al palo, un poco más alto que a media altura, pero sin arriesgarme a que pudiera dar en el larguero.
Gol.
Iba a celebrarlo, pero, mierda, me di cuenta en esa milésima de segundo de que el arquero no se había movido, como si se hubiera convertido en una estatua y me miraba imperturbable con un rastro de sonrisa como de diablo; y justo entonces comprendí mi torpeza: el árbitro no había tocado el silbato, así que mi disparo no había servido de nada, es como si no lo hubiera lanzado… No había existido’.
Cuando le devolvieron la bola, ya sabía que todo sería inútil. Ya sabía, incluso, que aquel error sería definitivo para su selección. Además, desde el momento en que la pelota traspasó a deshora la línea de meta, el portero no había dejado de mirarlo, y, definitivamente descubrió aterrorizado que no había hueco en los once metros de la portería. En efecto, Ricardo, el portero portugués parecía un armario de tres cuerpos y la portería una de esas de mini fútbol, de las que se usan en los entrenamientos para afinar la puntería. Hasta un niño le pararía el penalti sin esfuerzo, incluso sin moverse.
‘Mientras sentía su mirada impasible pensé por dónde tirárselo. Y sabía que eligiera lo que eligiera me iba a equivocar. Si chutaba a su izquierda, como la primera vez, lo adivinaría, si lo ajustaba a los palos se me iría o lo mandaría al poste, como ya habían hecho ellos en una ocasión. Si lo mandaba a su derecha él pensaría que yo estaba pensando mandarlo allí. Así que cuando el argentino silbó, no lo pensé y fue a su derecha. Desde que salió de mi bota supe que lo detendría. Se lanzó hacia ese lado impulsado por una catapulta que escondía milagrosamente en las plantas de los pies, extendió su brazo derecho que me pareció una gigantesca pala de hierro que trató el balón como si fuera una pequeña bolita de pimpón. Y el mundo se me vino abajo. Dejé de escuchar todo lo demás. Desde entonces casi no escucho nada, para ser sinceros’.
Pero el delantero, acaso demasiado abrumado por su torpeza, no contará que no fue el último penalti de su selección que todavía hubo otro, que también detuvo el portero, y que los lusos marcaron otros dos, así que no hubo opción a un quinto lanzamiento, cuatro fueron suficientes para certificar la eliminación, que no la derrota, lo cual, bien mirado, duele más, mucho más, porque tal cuestión tiene un tufo de injusticia, un hedor a fatalismo que desmaya las conciencias.
Tampoco contará que antes, durante la prórroga, los hinchas ingleses habían sido el verdadero jugador número doce, mejor dicho el número once, pues jugaban los ingleses con uno menos, entonando, como si aquel estadio alemán fuera una inmensa catedral, el himno inglés al menos tres o cuatro veces. ¿Cómo aguantaron los portugueses tal acometida de la masa? Tampoco dirá que antes de eso, nada más comenzar la segunda parte, su delantero centro, aquel pequeño toro al que le hervía la sangre en la cabeza demasiado pronto, había aplastado de un pisotón inexplicable los testículos del central portugués en una jugada absurda en el centro del campo y que el árbitro lo tuvo que expulsar, ¿qué otra cosa podría haber hecho el árbitro? Al principio, desde el banquillo, no lo habían visto y pensaron que el colegiado había enloquecido, al fin y al cabo era argentino, y ya es sabido que entre argentinos e ingleses existen varios contenciosos históricos, no sólo futbolísticos para decirlo todo; pero en cuanto vieron la repetición en aquellas pantallas gigantescas, que como ojos divinos lo descubrían y lo mostraban todo, tuvieron que callarse; nadie en su sano juicio podría reprender al extremo izquierdo portugués, aquel joven inauditamente descarado que era compañero de equipo del delantero centro inglés, porque se fuera como una bala hacia el árbitro pidiéndole a gritos que sacase la tarjeta roja. A pesar de la tormenta que organizaron los periodistas con tal asunto, tenía razón el rubio chaval portugués… Ni contará tampoco que tras esa expulsión, fueron más leones que nunca y que estuvieron a punto de darles un disgusto a los portugueses, que habían jugado mejor que ellos, sí, pero que tampoco habían sido tan superiores. Ni dirá que los portugueses, en esa segunda parte y en la prórroga, les encerraron en su área, pero, en realidad, no llegaron a temer por el resultado, era como si los lusos no pudieran marcar ningún gol aquel día, ni aunque todos los ingleses, en vez de moverse al unísono, como un ballet, de izquierda a derecha del área para evitar que apareciese un hueco en la defensa, se sentaran en el césped tal que estuvieran celebrando un picnic sobre el manto verde del estadio. Ni contará tampoco que, un poco antes de la expulsión, sintió que todo se iba por la borda, cuando el icono de la selección, su capitán hasta aquel día, David Beckham, hubo de ser sustituido por lesión en el tobillo derecho, aunque, paradójicamente, la selección a partir de ahí, jugó más vertical, más rápida, más profunda, gracias al joven extremo derecho que penetraba por aquel costado del campo como si tuviera un motor especial para correr y correr. Tampoco contará que, en apariencia, esa desventaja psicológica se equilibró cuando el sustituido fue la imagen de la selección portuguesa, cuando los lusos cambiaron a su capitán, a Figo. Ni dirá tampoco que en la primera parte jugaron mal, rematadamente mal. Como lo hicieron los portugueses, dicho sea de paso, como lo llevaban haciendo todo el Mundial, con más aspecto de arrastrarse por los campos que de jugar al fútbol, incapaces de nada, de casi nada.
No contará tampoco que, a pesar de todo, no olvidará aquella tarde del uno de julio de 2006, cuando, antes de comenzar el partido, abrazado a sus compañeros en el banquillo, cantaba el ‘God save the Queen’, aupándose hacia la gloria montado sobre las voces de los millares de ingleses que cantaban lo mismo y al unísono, con toda la ilusión prendida en las retinas que taladraban el cielo de Alemania.

‘Joder’, dirá, mientras deja el vaso de cerveza negra sobre la mesa, ‘Mierda, durante aquel par de minutos creí que los venceríamos, esos locos que se habían gastado tanta pasta, no se merecieron aquello. No, joder, no se lo merecieron. Y fui yo quien miró al portero, fui yo quien destrocé tantos sueños, mierda’.
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Este texto forma parte de mi libro, inédito, Azul de ocaso, basado en el Mundial de Alemania 2006 y que también integra mi diario de aquel año: La palabra de cada día 2006. El jardín de la memoria.
Ya que ha comenzado el Mundial de Sudáfrica 2010 he querido hacer una incursión en el ámbito futbolero. Espero que los no aficionados me lo perdonéis.
Gracias a uno de los comentarios de Gaspard en la entrada anterior, he recordado este instante.
El protagonista, real, del penalti fallado es Carragher.

viernes, 11 de junio de 2010

La Ventana. 3




Miré al reloj, eran más de las doce de la mañana. Desde esa hora, hasta las tres de la tarde, cuando me retiré del punto de espionaje, hubo otras tres visitas. Todas ellas mujeres de diferentes edades, aunque, sin duda, la más joven fue la primera que vi. Sólo de una más pude vislumbrar el rostro cuando salió de la casa y atravesó el portal; en él no se reflejaba ningún tipo de emoción. De los otros dos, lastimosamente, no podía decir nada. Todavía era pronto para extraer conclusiones, pero llegué a una: a aquella casa sólo acudían mujeres, que estaban media hora contemplando algo que desprendía una luz celeste y tras, media hora, más o menos, volvían a salir. No quise avanzar más en mis deducciones, aunque una idea se bosquejaba en mi cerebro.
Decidí continuar aquella tarde inspeccionando lo más discretamente posible el edificio.
Hacia las cuatro y media buena parte de mi teoría se derrumbó, pues un caballero impecablemente trajeado oprimió un botón del portero automático después de haber descendido de un coche de los clasificados como gama alta. Yo diría que gama muy alta o lujosa, lo que ocurre es que no sé si existe tal apelativo en la ordenación de modelos automovilísticos. Salvo que la visita fue masculina, en vez de femenina, todo lo demás fue idéntico a los demás casos. Cuando el hombre descendió del piso de la luz azul, tuve la suerte de poder contemplar con más relajación su cara, pues al introducirse en el vehículo, no arrancó de inmediato, sino que se arrellanó en el asiento del conductor y se fumó calmosamente un pitillo. No sabría definir la expresión que se dibujaba en su faz. Quizá enfado, acaso preocupación, pudiera ser que nerviosismo, o impotencia; también se podría decir que una mezcla de todas o algunas de tales emociones.
A lo largo de la tarde, las visitas se produjeron con periodicidad constante y precisa (dos personas por hora). El ritmo empezó a decrecer a partir de las ocho. Poco antes de las once de la noche, no volvió a salir o a entrar ninguna persona más. Ya no me hacía falta estar permanentemente asomado a la ventana, lo cual me permitía un espionaje más eficaz. Con permanecer apostado ante ella cinco minutos antes de la hora en punto, o de la media, era suficiente. En ese intervalo de cinco minutos, podía ver salir del edificio a la visita que lo había ocupado, y podía observar la siguiente.
Por tanto del primer día de observación saqué dos conclusiones: las visitas tenían una duración de algo menos de media hora, y era necesario concertar previamente una cita, pues de no ser así podía considerarse como milagroso la precisión rítmica de los visitantes. Lógicamente hube de desechar la idea de que allí sólo iban mujeres, pues al contrario que había sucedido por la mañana, aparecieron más hombres que féminas.

A la mañana siguiente no falté al trabajo. Hubiera sido muy sospechoso. Hubiera tenido que acudir al médico para justificar de modo convincente mi ausencia, y el caso es que hubiera tenido más motivos que la víspera, ya que la noche fue de las que comúnmente se llaman toledanas. Mi imaginación dio vueltas y más vueltas al mismo acontecimiento que se había repetido unas quince o dieciséis veces a lo largo del día.
Pero lo que más me llamaba la atención, lo que más alteró mi sueño durante aquella madrugada, fue el recuerdo de las distintas expresiones de las caras de las visitas una vez que salían del piso de enfrente. Estaba casi convencido que mi vecina oficiaba como vidente y que la luz azul que veía desde el salón de mi casa se correspondía a una bola de cristal, donde ella podría ver el futuro del cliente de turno.
Nunca me han atraído este tipo de cuestiones, y jamás he mostrado interés alguno por los fenómenos en apariencia paranormales. Siempre he sostenido que se trata de un engaño, en el que se juega y se abusa de la credibilidad de las personas que sí creen en cosas tales como ver el futuro mirando una bola de cristal, echando las cartas, leyendo las rayas de las manos, o tantas y tantas maneras que el género humano ha determinado como guías del destino por así decir. Pero haber sido testigo de la diferencia de expresión en rostros tan dispares, de los que sí se podría construir, aunque fuera en bruto, su posible pasado, me hizo reflexionar en que aquella mujer, que se había convertido en mi vecina, quizá engañase de un modo más portentoso que sus colegas.
Había visto terror, dolor, alegría, preocupación, sorpresa, incredulidad, lágrimas desesperadas y otras emocionadas, incluso enfado, como el del último cliente que, después de cerrar la puerta del portal con un golpe que hizo temblar hasta los cristales de mi anodina ventana, la emprendió a patadas con la fachada del edificio, hasta que decidió que tal gesto, además de provocarle alguna posible lesión en el pie, no solucionaría ningún problema, salvo al dueño de la zapatería donde tuviera que ir a comprar un nuevo par de zapatos.
Me levanté de la cama al menos cuatro o cinco veces, cada vez con una excusa diferente: iba al baño, tenía sed, incluso me despertó una sensación de hambre que normalmente no me acucia en la madrugada…
Absurdo engañarme...
Cada vez que me levanté, me acerqué a la ventana del salón. No era necesario que encendiera la luces de mi casa, con la claridad de la iluminación urbana era suficiente…
Cada vez que me acerqué, descubrí la ventana con el resplandor azul.
Y sentía que me llamaba

(Continuará).

miércoles, 9 de junio de 2010

La Crisis Económica y los Recortes en Cultura


(El titiritero francés Gilber Pavaly en plena actuación. Foto tomada del Programa oficial Titirimundi 2010).


Si no estuvieran famélicas las vacas de estas calendas, cuando mis letras les sonrían en las pantallas de su receptor, leerían un artículo sobre Titirimundi con la idea de que ustedes vinieran a Segovia a disfrutar de algunas de las actuaciones del Festival Internacional de Títeres. Sin embargo, este año los recortes presupuestarios que las instituciones y otros patrocinadores se han realizado, han reducido el número de jornadas del festival.
Aún así, y por si alguien lee estas líneas en los primeros días de su publicación, tenga en cuenta que las representaciones van desde el siete de mayo hasta el día trece. Pero hay más problemas pecuniarios en el ámbito de la cultura.
José Emilio Pacheco en su discurso con motivo de la recepción del Premio Cervantes el pasado veintitrés de abril, afirmó que los escritores forman parte de una orden mendicante. Y que esta situación de pobreza se puede ver agudizada por la aparición de internet. Ilustró tal afirmación asegurando que, a pesar del notabilísimo éxito que ya en vida tuvo el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, el autor no pudo evitar vivir en la penuria. Al hilo de esto explicó que desde la época del emperador Augusto, en que se establecieron los emolumentos que debían recibir las personas que intervenían en la elaboración de un libro, el único eslabón de la cadena que no tenía fijado estipendio alguno era el primero, o sea el autor.
Basten estos dos ejemplos como ilustración del asunto: la crisis también acucia al entorno artístico.
Dependiendo del ángulo que se escoja, uno dirá que el mundo de la cultura casi siempre ha estado en crisis, o siempre se ha quejado de estar en crisis. En particular la jeremiada del gremio de escritores suele ser unánime y continua, y lo malo es que no existe motivo para contradecir tanto llanto, tan crujir de huesos, tanto rechinar de dientes…
Hablaba no hace mucho con un amigo (que entre otras múltiples actividades se dedica a editar libros) que no conocía a ningún escritor español que viviera de los ingresos que generan sus obras. De lo cual deduje dos cosas, la primera y más evidente, que no conoce a los que ustedes y yo pensamos (cuidado, no alarguen mucho su elenco, más allá de media docena es una notable exageración por su parte, e incluso quizá nos dejemos arrastrar por las apariencias si ponemos seis nombres en la lista) y segunda, los escritores (incluso algún escribidor que me conozco) debemos tener tendencia hacia cierto tipo de masoquismo, puesto que a pesar de las evidencias tan contundentes y contumaces, continuamos erre que erre en la tarea, no ya de escribir, que es algo inevitable, como respirar, sino empeñados en que se nos publique y se nos lea y vivamos de todo ello.
Ahora que la crisis acecha hasta a los supermercados, la quejas del gremio cultural son tenidas por los gestores de los erarios públicos como sollozos de parlanchines, que no se dan cuenta de lo funesta que es la situación, y que no son solidarios con el resto de la población, pues el dinero público no está para dilapidarlo en lujos y francachelas de cuatro caprichosos que no tienen mejor cosa que hacer en esta vida.
La cultura en general y la literatura en particular son sinónimo de superfluo, de lujo. Por algún motivo que uno no termina de comprender del todo, o lo comprende muy bien pero se ahorra ciertos comentarios al respecto, la cultura, si no es rentable en términos monetarios (nótese que no empleo el término económico, sino monetario), es anatematizada, y sin ningún rubor se apela a semejante circunstancia, del mismo modo que, si los medimos en los mismos términos, se justifican otros gastos o inversiones en asuntos tan deficitarios como el cultural. Pero en otros ámbitos (que no citaré para que cada uno ponga el ejemplo que estime oportuno y porque probablemente los sectores que reciben esta ayuda también la necesiten), rápidamente el político, encargado por todos de la gestión del dinero común, extrae de su maletín de curas el termómetro de urgencia y usa baremos de toda laya económica (esta vez sí) que en muchos casos incluyen el futuro como un activo más en esa valoración.
En un artículo aparecido en El País el pasado veinticuatro de abril, Vicente Verdú aplicaba el símil futbolístico a esta situación de crisis en la que nos debatimos, como peces a punto de morir asfixiados por falta de agua, o por estar el agua emponzoñada y sin suficiente oxígeno, que no se sabe muy bien a qué se debe esta crisis. Venía a decir que no porque se aplique el juego directo, la idea vertical, se ataja mejor la crisis. Quizá sea necesario buscar o inventar, encontrar, en fin, una vía distinta a la evidente, porque a pesar de lo que digan las matemáticas, algunas veces la línea recta no es el camino más corto, no porque no sea el más corto, sino porque así es imposible llegar.
Recortar en cultura, como se ha hecho con Titirimundi, y mucho más grave es el recorte si buena parte de la propuesta de este festival tiene como primer destinatario al público infantil, es demostrar ceguera e incapacidad, es pensar en lo aparente, que no siempre es lo real, es ausencia de una verdadera estrategia económica, que se sustituye por meras decisiones monetaristas. La consigna es reducir gasto público. El primer recorte se practica en el ámbito cultural y artístico.
Siempre habrá alguien que diga que estas palabras obedecen a una visión parcial e interesada. Y tendrá razón, no lo negaré. Efectivamente se trata de una visión parcial e interesada. Parcial porque es la mía e interesada porque me interesa que las generaciones actuales, empezando por mí mismo, y las que nos preceden y las que nos sigan, sean generaciones de mujeres y hombres formados en valores, en sentimientos, en imaginación, en trabajo, en constancia, en belleza, en miradas abiertas a otras sensibilidades además de la propia, en respeto a otras culturas y a otros valores. Y Titirimundi, ya que he enfocado estas letras con este festival aupado al escenario que es Segovia, representa eso y mucho más. Y mucho más porque la mayoría de sus montajes tienen como primer destinatario la mirada aún limpia de los niños que va a absorber cada uno de los detalles y lo va a incorporar a sus propios valores, casi subconscientes.
Quizá haya que decir alto y claro que lo urgente es enemigo de lo necesario.
Quizá sea necesario que alguien distribuya el balón con paciencia, buscando el espacio libre, ese hueco que nadie ha encontrado hasta la fecha, porque en ese lugar imposible aún, pero real, aparecerá el delantero que alojará el balón dentro de la portería. En el Real Madrid hay un solo jugador que sea capaz de tal hazaña. En el Fútbol Club Barcelona, dos. Entre nuestros políticos todavía no hay ninguno, al menos que se sepa, quizá estén en las categorías inferiores y hayan sido espectadores de Titirimundi.
Pueden encontrar más datos en la página oficial del Festival.

lunes, 7 de junio de 2010

Esquicio*




De nuevo mi ánimo se levanta con la fortaleza de los juncos sobre la ribera. De nuevo quiero alzar mi voz con la misma contundencia del rumor de las fuentes. De nuevo mi deseo es iluminar con la potencia con que las pupilas de los gatos tachonan la madrugada. De nuevo alzo la energía de mi brazo invencible como una caricia. De nuevo mi oído busca el misterio del universo en el leve paso de una brisa. Es todo cuanto soy: la fortaleza de un junco, el rumor de una fuente, el temblor de una pupila, la potencia de una caricia, el leve paso de la brisa...

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Esquicio: 1. m. Apunte de dibujo.


viernes, 4 de junio de 2010

La ventana. 2




Después de varios minutos de contemplación, como si mi voluntad hubiera sido atrapada por la luz, vislumbré una sombra que se movía tras ella. Mejor dicho, intuí un cuerpo ensombrecido que se situaba tras ella. La silueta, sin duda, pertenecía a una mujer, pero sería inútil buscar algún elemento más que la definiera; sólo era una silueta femenina oscurecida tras la luminosidad azulina de la estancia. No había nada de especial o misterioso o extraño en que una mujer habitara aquella vivienda. Aquel contorno inició una serie oscilaciones sinuosas con los brazos y el cuello, muy parecidas a los movimientos de ciertas danzas orientales. El perfil brumoso de la supuesta danzarina adquirió la ondulación propia de los cuerpos más flexibles, parecía una sombra más etérea, como si sólo fuera eso: una oscurecida proyección con vida propia. De pronto, y sin comprender por qué, desapareció de mi campo visual sin haber podido adivinar yo el modo en que lo hizo.
Abajo, en el portal de aquella vivienda, la número veinticinco de la calle Ángel de Saavedra, alguien, otra mujer, esta vez perfectamente visible, morena, de unos cuarenta años, no muy alta y bien vestida, llamaba al portero automático de la casa. Intuí que subiría al piso al que pertenecía la ventana que me tenía atrapado en la observación. No sé por qué llegué a tal conclusión. Obviamente, no había razones objetivas suficientes que me condujeran a tal solución. Sí podía excluir la posibilidad de que la dama fuese vecina del inmueble, puesto que de haberlo sido lo más probable es que no hubiera llamado al portero; pero de ahí a suponer que su destino era precisamente el lugar del que manaba aquel claror, era avanzar demasiado. Pero, como suele decirse, el pensamiento es libre y la mayoría de las veces nos lleva por vericuetos que a nosotros mismos nos parecen extraídos de lugares desconocidos.
En fin, que le abrieron la puerta, y que tras unos pocos instantes, creo que no más de un minuto, el perfil de la mujer volvió a aparecer ante mi vista, tal y como supuse al verla timbrar el portero. La otra silueta femenil, la que había visto ejecutar aquellos sinuosos movimientos, recogió el abrigo y volvió a desaparecer de mi vista. Se sentaron, o ese imaginé, pues, de pronto, sólo vi la mitad de dos troncos, y dos cabezas enfrentadas y ligeramente inclinadas. Hacia donde dirigían el torso era la zona de la que parecía manar la luminosidad azulada.
Durante casi media hora, no sucedió nada, quiero decir, no pude saber qué sucedía allí dentro, salvo esporádicos movimientos de las cabezas que se levantaban, como si se mirasen a la cara, probablemente para decirse algo, y luego volvían a inclinar la cabeza. Tras ese tiempo, la visitante se levantó. Se levantó la nueva inquilina del piso, le acercó el abrigo, y, medio minuto más tarde, volví a ver a la mujer morena de unos cuarenta años y bien vestida cuando reapareció en la acera de la calle, después de cruzar el portal. No sé por qué alzó el rostro y se enfrentó con mis ojos. Observé que me quiso sonreír, pero lo único que consiguió fue que su rostro lagrimeado adquiriese una mueca especial, un gesto extraño que no se sabía si era burlón o trágico.
Aquellas lágrimas, aún más que todo lo anterior, aguijonearon mi curiosidad como si hubieran sido estribos clavándose en mis ijares. Decidí que aquél sería mi observatorio en las próximas horas. Debía averiguar todo lo que fuera capaz acerca de aquella vivienda de la que nacía el resplandor opalescente. Para hacer más cómodo, y algo más discreto, mi espionaje, me fui a por una silla y a por un libro, simulando que estaba leyendo o pensaba leer ante la ventana.
Durante más de una hora, no sucedió nada. La luz permanecía resplandeciente junto a la ventana. Y por lo que deduje, en la habitación no había nadie. Ni siquiera la sombra femenina que había despertado mi curiosidad. Empecé a temerme que aquella era una de mis muchas fantasías irrelevantes, que no conducían a ninguna parte, sino a distraer el paso del tiempo que se me hacía largo y tortuoso. Vivía los segundos como un verdadero suplicio, como una agonía que no tenía final.
A modo de respuesta, el resplandor azul continuaba titilando.
Cuando ya desesperaba de que allí fuera a ocurrir alguna cosa más, volví a ver a otra mujer, en este caso bastante mayor que llamaba al portero.
Sentí el torrente de adrenalina fluyendo por mi venero a inusitada velocidad, al menos para mí. En un par de minutos aquella mujer estaba en un asiento dándome la espalda. Frente a mí se situaba la otra mujer, que había reaparecido acompañando a la anciana. Sucedió más o menos lo mismo que durante la anterior visita. En esta ocasión el tiempo que estuvieron con la mirada supuestamente dirigida hacia la fuente de la que nacía la luz azul, fue algo menos.
Cuando la viejecilla salió del portal, no miró a mi ventana, pero aún así vislumbré que la cara mostraba un satisfactorio gesto sonriente, como si la luz del mediodía bailara en sus pupilas.

Continuará...

miércoles, 2 de junio de 2010

Blancanieves al anochecer.

Imagen tomada de la página Banco de imágenes gratuitas



Atardecía sobre el bosque vestido de niebla. Ya había acabado de ordenar todo el espacio. Era como si jugara con alguna de sus casitas de muñecas.
Era feliz.
Allí vivían seres que parecían niños por el tamaño de sus ropitas, pero trabajaban como debían trabajar los adultos. Alguna cosa le había contado su padre antes de morir, pero ella no le había prestado mucha atención.
Casi seguro que aquellos seres diminutos se alegrarían de su presencia. Todo estaba limpio: hasta las ventanas. Había encendido el fuego que daba el calor de hogar. Se atrevió a preparar la cena con lo que había encontrado por la despensa.
Le gustaba la paz que se respiraba alrededor, a pesar de la niebla.
Pero no sabía si llegarían, o no, aquella noche, u otra. Por los detalles, como retales desperdigados en la casa, suponía que dormían allí y que cada mañana volvían a salir a un trabajo que parecía desarrollarse en un lugar polvoriento, a juzgar por el lamentable estado de la ropa.
Agazapados tras un árbol, siete individuos de aspecto sucio y siniestro, discutían entre susurros el modo de sorprender a quien había invadido su espacio vital, sin más, sin avisar, usurpando su casa, su territorio, su vida.
El miedo se reflejaba en catorce ojos iracundos.

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