Imagen tomada de Internet.
Algunas veces los lectores se plantean, y de hecho me han planteado, de dónde sacan las ideas los escritores, o los artistas en general. Quien no está familiarizado con el mundo de la creación se sorprende por la originalidad de los puntos de vista o de los temas, e incluso por la capacidad para la creación de fábulas.
Existe la opinión popular, que viene desde el principio de los tiempos, según la cual, eran los dioses, en concreto las musas, quienes estaban detrás o al fondo o en la base del trabajo del artista. En algunas ocasiones esta creencia que se alimenta por los propios interesados.
En el fondo, pienso que esto es una cuestión tramposa.
Vistas las cosas desde mi experiencia, diría que se trata de una treta urdida por los autores para ocultar los verdaderos mecanismos por los que se acerca a la creación artística. Más aún, diría que semejante ardid no tiene por objeto velar un tesoro repleto de piedras preciosas cuyo valor es incalculable, sino engalanar con cierto halo de misterio una realidad más bien dura y aburrida.
Es verdad en que hay instantes del proceso creativo en que el artista se siente poseído por una fuerza y una pasión que parecen muy fuera de sí mismo, alejado de su propia persona, como si no supiera de dónde le nacen las palabras que fluyen desde su interior para desembocar en el papel. Es verdad que en algunas ocasiones el creador se ve transido por algo o alguien muy fuerte, muy poderoso, que atraviesa su corazón. En alguna situación especialmente excepcional el artista es contemplado por el ser humano que comparte con él filiación y DNI, como en un desdoblamiento, y se extraña de que ése que ocupa su mismo cuerpo sea capaz de estar haciendo lo que hace en ese preciso instante. No sabe de dónde surgieron las palabras, de qué circunvolución de su cerebro se escapó el argumento, o esa imagen que brilla con luz propia en medio de un verso terso y transparente.
Federico García Lorca lo expresó de un modo muy certero, cuando afirmaba que su deseo es que la inspiración le visitase mientras trabajaba.
¡Cuántas hermosas palabras se han perdido por no tener un bolígrafo o un papel a mano!
Sin embargo, a mi modesto entender, La verdadera respuesta a la pregunta con la que comenzaba esta nueva reflexión ha de articularse en torno a la palabra trabajo. Sólo y exclusivamente en el laboreo hacendoso reside la posibilidad del hallazgo de las piedras preciosas que nutren el tesoro hasta entonces escondido. Cuando llego a esta idea, recuerdo esas viejas películas del oeste, en las que algunos hombres lo habían dejado todo y habían caminado siguiendo el rumbo del sol en busca de esos ríos que almacenaban incalculables pepitas de oro que les podrían hacer millonarios. Pero qué pocas veces esa pepita aparecía con sólo mirar en el lecho del río. Había que doblar el espinazo y cribar la arena día tras día, desde la alborada hasta el ocaso, para encontrar, de vez en cuando, alguna piedrecilla por la que recibían algunos miserables dólares.
Algo así ocurre con casi todos los quehaceres.
Cada tarea requiere de su propio utillaje y quien la ejerce, antes de nada, ha de conocer el manejo de sus herramientas. Y como en cada oficio, en el de escribir es necesario saber cuál son los útiles fundamentales que ocupan la maleta que lleva consigo el artista en general y el escritor en particular.
A mi modo de ver, la mirada es el utensilio básico de la ocupación del escritor.
Digo mirada y en ella incluyo todos los tipos de miradas del ser humano, es decir, las miradas que nacen de cada uno de los diversos sentidos humanos: la mirada de los ojos, la de los oídos, la de la pituitaria, la de la lengua, la de la piel, la de la razón, la de la intuición y la del corazón…
Creo que me explico cuando digo que los oídos o la piel o el corazón miran…
La primera función del escritor es la de escudriñar al mundo que le rodea, incluso el mundo que le rodea en su interior, con todo aquello que tenga a mano: telescopios, prismáticos, lupas, gafas o microscopios. Y no vale cualquier mirada, como no vale cualquier caricia sobre la piel que se ama.
Ante mis amigos suelo afirmar, si me preguntan, que cuando mejor escribo es cuando paseo a mi aire, a mi ritmo, a la velocidad con la que me lleven los pies, cuando vacío la mente de cualquier idea, de cualquier verso. En esos instantes pongo el piloto automático y toda mi persona procura ser mirada, mirada como esponja que todo lo absorbe que con todo procura quedarse.
¿Para qué?
Esa es otra cuestión.
Desde ese punto de vista, el escritor suele padecer de una suerte de síndrome de Diógenes en su corazón. Todo lo archiva, todo le parece poco, guarda cualquier color, cualquier situación, cualquier diálogo, cualquier vuelo de pájaro, cualquier modo de caminar, cualquier tendencia de la moda… El escritor se siente escaso de recursos y necesita tener salidas, siempre una salida para una situación de escasez. Por tanto mira para almacenar, para retener en los estanques de la memoria todo lo que ha mirado…
Quizá sea esa la verdadera inspiración: una mirada ávida sobre el mundo y quienes lo habitamos… Un recuerdo que en el pasado se depositó en el anaquel correspondiente de la memoria, de pronto emerge un día o unos años más tarde, y entonces quien escribe, ante el papel, puede exclamar con Dante:
¡Oh musas, oh altos genios, ayudadme!
¡Oh memoria que apunta lo que vi,
ahora se verá tu auténtica nobleza!