jueves, 28 de abril de 2011

Fútbol y literatura

Foto tomada de El País.com


Espero que estas palabras salgan un poquito antes que los primeros comentarios escritos tras el encuentro que el Barça acaba de ganar al Real Madrid, en el Santiago Bernabéu y con el que deja la eliminatoria de la semifinal de la Champions League –y probablemente la temporada- finiquitada, a favor del cuadro catalán.
Hasta que Pepe ha confundido la pasión con una patada innecesaria –no tan alevosa quizá, pero sí excesiva- y ha descuajaringado el centro del equipo, era el partido más aburrido de todos los que han disputado en este mes tan plagado de los llamados clásicos. El partido del miedo, donde la única premisa era no encajar un gol. Estrategia arriesgada por parte de los madridistas y lógica en los barcelonistas. Pretender que la eliminatoria se resolviera en el feudo barcelonés era demasiado arriesgado desde la perspectiva blanca. Las visitas al Nou Camp suelen saldarse con resultados bastantes negativos, como se ha visto esta misma temporada.
La primera parte ha sido –acaso para equilibrar la calidad de la final de hace una semana- un flojísimo partido de fútbol donde –como ha dicho el comentarista de la televisión por donde lo he visto- se ponía más pasión en las protestas que en el fútbol.
El inicio de la segunda ha sido un paso al frente de los blancos; pero ese paso al frente, por la precipitación o por el atolondramiento de Pepe –la clave de los últimos partidos en el equipo merengue, tanto para lo bueno como para lo malo-, se ha tornado en un suicidio, en un costurón de un traje que venía cosido con alfileres. Y el Barcelona ha vuelto a jugar como sabe hacerlo. Claro que, confirmando la machacona teoría de Mourinho, con uno más que el rival.
Sin haberlas oído, me imagino las ruedas de prensa de ambos entrenadores. Me estoy empezando a imaginar también portadas, crónicas, titulares. Los ríos de tinta que van a terminar por incendiar el próximo enfrentamiento, el del martes que viene.
Por eso escribo esto, sin leer nada, para no contaminarme con nada. Salvo extrañísimas circunstancias, está todo el pescado vendido, como diría un castizo. La tarjeta de Pepe era roja, me temo. Ya sé que la mayoría de la prensa madrileña no lo reconocerá y dirán que una amarilla habría sido suficiente. Sé que no había mala intención en el jugador, sé que ha sido una cuestión de excesivo ímpetu, sé que ha llegado a penas unas décimas de segundo tardes a ese balón; pero no había ninguna necesidad de arriesgar tanto…
Lo peor de este asunto es que ya hay coartadas, una vez más, para justificar una derrota.
* * *
Por suerte para mí, hoy había algo mucho más importante, algo que me congratula mucho más y que me da alas para seguir soñando.
El fútbol, por mucho que me guste –y me gusta-, no supone más allá de una distracción de un par de horas algún día de la semana,  y algún comentario en el trabajo o en la cafetería. Casi lo que más me gusta del fútbol es poder narrarlo, poder inventarlo con palabras, mejor dicho, poder recrearlo con palabras.
Los comentarios y análisis tácticos que pueblan la prensa son bastante aburridos, pero las crónicas de los encuentros –algunas de ellas- son verdaderas piezas literarias que entretienen y divierten.
Y en este punto quiero unir estas palabras, o enlazarlas con el respeto que se merece ella, a la entrega del Premio Cervantes a Ana María Matute. Como ella dice en su discurso, “el que no inventa no vive”. En esta frase ha apoyado el texto más corto de lo habitual y lleno de esa humanidad, sencillez y cariño que pone a todo cuanto hace la escritora barcelonesa.
Quizá sea un discurso el suyo que pueda ser criticado por algunos eruditos en comparación con otros discursos, pero a mí me ha llenado de emoción leerlo despacio en la edición digital de El País. Quizá estas cosas se puedan decir así con ochenta y cinco años, cuando nada puede importar lo que los demás puedan decir. Por el contrario, yo le alabo con todas mis ganas y energías, y que en sus páginas se muestre amedrentada por tener que escribir un discurso, que confiese que cada día aún le habla a su muñeco Gorogó que le acompaña desde los cinco años y que –incluso- está en la habitación del hotel que ya a estas horas recogerá a la escritora, me ha parecido de una grandeza literaria y humana encomiables.
Es posible que la literatura cada vez esté más lejos incluso de los lectores, no ya del gran público. ¿No tendrá que ver esta masiva huida con la fiera costumbre de los poetas y escritores de escribir sobre cosas que pocos entienden porque no han vivido? ¿Por qué la emoción y la sencillez son síntomas de mala literatura?
A mi modo de ver, la mejor novela de Ana María Matute es, como ya he dicho en varias ocasiones, Olvidado rey Gudú. Una novela de más de mil páginas que en realidad es un cuento tradicional infantil elevado a la categoría de inmensa novela (en todas sus acepciones). El tema es bien sencillo, y es el mismo que tantas veces palpita en las líneas de los cuentos: sólo el amor puede salvarnos.
Esta misma semana nos ha dejado el grandísimo poeta chileno Enrique Rojas, que en su día fue galardonado con el mismo premio, y recuerdo vagamente que también me impresionó aquel discurso, por la sencillez desnuda del mismo que venía a señalar, como hoy ha hecho Ana María Matute que la literatura viene a salvarnos, viene a hacernos la vida un poco más llevadera, porque quien inventa no vive. Y con ella confirmo, que ha habido muchos que gracias a la Literatura han convertido en Dulcineas (o Dulcineos) a cerriles Aldonzas (o Aldonzos). Que muchos gracias a la literatura han descubierto gigantes, donde sólo había aspas de molinos. Que muchos, gracias a la literatura, han encontrado un mundo donde la bondad puede ser un valor que lleve incluso al éxito, en todo caso a la dicha. Sí, un valor tan puesto en solfa como la bondad, es uno de los componentes de la personalidad de un tal Alonso Quijano, más conocido por D. Quijote de la Mancha, el personaje más universal de la Literatura universal, tanto que muchos han llegado a pensar que realmente existió en carne y hueso.
Y ha resaltado la escritora muchas más cosas que yo no repetiré, porque imagino que muchos lo habrán leído, en todo el enlace al discurso está aquí. Pero voy a resaltar otra, quizá por lo que indica de modernidad en esta escritora que aparenta salud tan frágil. El canto que hace a los cuentos, al relato corto. No es la primera vez que escucho a esta mujer hablar sobre la poquísima importancia literaria que en España se le daba a este tipo de relato. Y resalto lo de su modernidad por cuanto, es ahora cuando gracias a muchas circunstancias –a la que los blog no son ajenos- esta extensión de los relatos (cuentos, relatos, relatos largos, novelas cortas…) ha aumentado, y de he hecho son muchas las editoriales que se especializan en este tema. Y además lo quiero señalar, porque tengo más de un amigo, en especial Francisco, que sostiene que en las longitudes escasas, donde el autor ha de condensar todo sus esfuerzos, es donde habita la verdadera literatura.

domingo, 24 de abril de 2011

Paseamos





Paseamos muy dentro de la tarde
que como un limón, vuela sobre el río
oscuro y limpio, espejo donde tiemblan
la ojiva azul del aire
y el sueño de los árboles.
Mientras esta arboleda almidona nuestros pasos,
dedos acariciando su teclado,
y mientras mi mirada engulle huellas
de limón en tu pelo,
y mientras en mi oído
rebrilla la campana del convento
convocando a los salmos vespertinos,
de pronto pienso en Dios…
Pienso en sus manos, pienso en su silencio
y pienso en su sonrisa y en su llanto,
y en su silencio pienso…,
sí, pienso en su silencio tantas veces.

El limón de esta tarde sobrevuela nuestro aire,
arrojado por dedos precisos de un arquero,
y tengo muchas dudas.
Dudo de mis ideas,
pero no del tañido de campana.
Y dudo de mis pasos,
aunque no de esta luz en tu cabello.
Y dudo de mis versos,
pero no de los salmos de la tarde.
Y dudo del silencio
de Dios, aunque no dudo de su ser,
alojado en un pliegue de la luz,
que, como un limón vuela nuestra tarde,
o quizá esté en mis manos si acarician,
o quizá esté en alguno de mis versos,
cuando sangran queriendo ser abrazo,
cuando lloran queriendo ser su voz,
cuando sufren queriendo ser su pan,
cuando mueren queriendo ser sudario.


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sábado, 23 de abril de 2011

Día del libro

Imagen tomada de Internet

Si habitualmente pasa desapercibido, este año va a ser peor, pues coincide con plena etapa vacacional: Sábado Santo, Sábado de Gloria. En esta tierra siempre es festivo –como en Aragón, como en Cataluña-. Allí celebran San Jorge, Sant Jordi. Aquí celebramos el día de Villalar que en lo climatológico, según cuentan las crónicas, debió ser similar o peor que el de hoy por la lluvia y la oscuridad, propicio para que la artillería rebelde de los comuneros se topara con el barrizal como una de las causas de la derrota frente a las tropas imperiales que supuso el final de este movimiento que está siendo revisado por los historiadores al objeto de eliminar ciertas dosis legendarias que, al parecer, le han sido otorgadas a lo largo de la historia, empezando por el liberalismo romántico. Pero dejemos estos análisis para quienes están más preparados. Centrémonos en lo que ahora nos interesa.
El libro es uno de los grandes inventos de la humanidad y por ello seguirá entre nosotros. ¿Variará su soporte? Evidente. No ha dejado de variar. Es como el fuego, otro de los grandes hallazgos humanos, desde la chispa conseguida por frotamiento de dos piedras que conseguía prender en un material altamente fungible, hasta nuestras cocinas vitrocerámicas, el ser humano ha ido convocando –y lo seguirá haciendo- nuevos modos de provocarlo. Cualquiera que se haya pasado por el Museo con la historia del libro que se encuentra en la Villa de Urueña, Valladolid (España), sabe a lo que me refiero, y quien no lo haya hecho lo puede intuir. Ahora existe el debate sobre el libro electrónico o el de papel. Y yo me pregunto (más allá de las previsibles y tremendas batallas económicas que originará), ¿qué más da el soporte, si el concepto es el mismo?
A mi modo de ver (y el tiempo lo mismo acaba por quitarme la razón), el concepto de amigo que te acompaña allá donde tú quieras llevarlo, sin ser un estorbo, fácilmente manejable (hasta por un niño), que no exija mantenimiento, es la clave de su pervivencia. ¿Que podemos estar asistiendo al final del libro en papel frente al electrónico? No lo sé, tampoco me importa.
No es mi pelea.
La mía es que los poemas, los cuentos, las novelas, las reflexiones que otros escriban estén junto a mí cuando lo quiera. Eso me lo permite el formato actual del libro. Si me lo va a permitir el libro electrónico y se hace asequible y sencillo su manejo, entraremos ahí. Será inevitable. Como fue imparable sustituir las piedras o el barro como soporte de las anotaciones, frente a la ductilidad del papiro, a pesar de lo complejo de su elaboración y que a su vez éste desapareciera para este uso en contra del papel. Como fue inevitable hace tantos siglos entrar en un libro encuadernado del modo en que lo están los nuestros, frente a los papiros o los rollos. Como fue inevitable que la imprenta de tipos móviles desplazara a la técnica amanuense, como el Offset desplazó a aquella, como la impresión digital está haciendo con las planchas de Offset. Avanzan las tecnologías, avanza la técnica, pero el concepto básico no cambia. No puede cambiar.
Y más allá de todo esto, necesitamos que haya textos que ocupen esas páginas –sea cual sea su material-. Sin duda que la historia de la humanidad ha producido suficientes textos como para que sea imprescindible la continuación de la tarea de los escritores. Pero por alguna razón que probablemente está en la esencia del propio ser humano, cada época requiere sus propios escritores. Cada época necesita de las mujeres y los hombres que pongan por escrito las preocupaciones y los sueños que hilvanan el corazón humano; e incluso de mujeres y hombres que se conviertan en exploradores o anticipadores de un porvenir más o menos próximo.
A veces, algunas veces, parece que en esto del libro quien manda es la industria editorial, y a veces, algunas veces, parece que lo menos importante en todo el proceso es el escritor, mejor dicho, la obra escrita por el escritor. A veces, algunas veces, del binomio que forma la expresión ‘industria editorial’ prevalece únicamente el primer término. Uno entiende que sea necesaria una rentabilidad tras una inversión –hasta ahí llega mi torpeza-, pero a veces se desearía que los márgenes no fueran tan grandes y se apostara más por la literatura que por la mera escritura… Por eso inciativas como Talenturas o La Isla del Náufrago (por citar sólo dos que conozco) son tan necesarias, a pesar de los riesgos que corren sus promotores (Mariano Vega y José Antonio Abella, respectivamente).
En fin, que ustedes disfruten de un hermoso día del libro. Si pueden compren, los libreros y las editoriales se lo agradecerán, y si no, intercambien con amigos… En todo caso lean un libro... ¿Por ejemplo...? Aunque sea por internet el editor de y los autores de Oscurece en Edimburgo se lo agradeceremos. Les llegará en pocos días a su domicilio.

viernes, 22 de abril de 2011

Viernes Santo

¡No puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar! 
Antonio Machado
Truena el tambor preciso de la noche
como un resorte inútil del recuerdo,
el sonido que ampute la inconsciencia,
ésa que no abandona los cruceros
donde se narcotiza el corazón
con frases como cáscaras de miedo,
con salmos como viento emponzoñado,
en el planeta, Gólgota de huesos.
Aunque existan colores y volúmenes,
aunque haya perspectivas y haya alturas,
que nutren de belleza las pupilas
vestidas de ornamentos, somos ciegos,
arrastramos cegueras como arrastran
incendios los volcanes sin saberlo.
La humanidad es cuerpo ensangrentado
sobre una cruz alzada en la injusticia
que empuñan los poderes como un lirio
que oculta un alacrán infatigable.
Sólo la madrugada es consciente de la sangre,
porque en la madrugada la verdad
se alza muda ante el gallo de la aurora
mientras crepita el no que llora pánico.
Necesitamos ojos… nuevos ojos,
como unos microscopios que desnuden
la mentira y su sombra de gangrena
mientras desuellan piel de sed y de hambre
con la inmisericordia del flagelo.
Necesitamos verbos como besos
para desenclavar con sus tenazas
de labio poderoso,
la carne enmudecida y masacrada.
Hacen falta palabras como un hacha
que derrumben la cruz
tornándola ave en vuelo.

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martes, 19 de abril de 2011

Oscurece en Edimburgo, ya en Segovia

“No pierdas tiempo pensando que podría ser. Inténtalo, casi siempre es posible y en último caso lograrás algo inesperado, que igual te satisface más.” (Francisco Concepción Álvarez).
Esta es la frase con la que se cierra Oscurece en Edimburgo, mejor dicho, no la novela, sino el volumen donde está publicada la primera edición de la novela. Siempre hay alguna sorpresa cuando uno tiene un libro entre las manos, y quizá no debiera haber desvelado ésta, pero no lo he podido evitar, porque resume con precisión todo lo que ha ocurrido con esta novela que nació como nacen los sueños. Fue una semilla que llegó a enraizar, que creció y que se convirtió en fuerte árbol… Tanto que ha saltado de las pantallas de los ordenadores a la materialidad de un libro de 341 páginas de papel levemente ahuesado, encuadernado en rústica.
Esta mañana, al fin, ha llegado hasta mí. Venía bien embalada, tanto que me ha costado un triunfo poder desnudar el disfraz en el que me la ha enviado nuestro editor. Y no me extrañan tantas precauciones, porque si en la aduana o en el aeropuerto o en cualquiera de las oficinas de correos en que ha estado hubieran visto la belleza de esta criatura, alguno la habría secuestrado…
En cuanto la he liberado, el perfume inconfundible de los libros recién salidos de la imprenta ha inundado la oficina. Es un olor que me gusta. Me resulta familiar, querido, el de una dura tarea que se ha concluido con éxito.
Ya lo escribí el otro día cuando me llegó la primera fotografía de la criatura en las manos de nuestro editor-coautor-amigo –menudo papelón-. Pero esta mañana, lo primero que he tenido que hacer, después de desvestirlo, ha sido sentarme. Una emoción intensa me llenaba. La sensación era la misma que sentí con los otros cinco libros, pero multiplicada por mucho. No es mi primer libro publicado. Es el sexto, y creo que por no ser mío en exclusiva, es por lo que esta emoción ha aumentado tanto.
Cuando el autor recibe su criatura, como recién nacida, sin embargo ya sabe que no es suya, que acaba de empezar a salir por la puerta, camino del corazón de los lectores (o esa es nuestra pretensión), pero durante las primeras semanas o meses, todavía no lo alejamos de nuestra mirada. Es como cuando nuestros hijos de carne y hueso, van a jugar al parque por vez primera con sus amiguitos y amiguitas. Ya son autónomos para eso, sí, ya se organizan entre ellos, pero los padres estamos por allí cerca, con un ojo avizor, no vaya a suceder cualquier desgracia. En este caso siento que me cuando me han llegado estos ejemplares para la promoción en esta parte de España, no se trata de la promoción de mi libro, sino que soy el representante de otras seis magníficas personas y estupendos escritores. Y por ello tengo que cuidar todo al máximo. Con los otros libros, si algo fallaba, el perjudicado sólo sería yo, tampoco es tan grave el problema. Ahora no, ahora no soy yo sólo quien juega esta baza, conmigo están siempre Ana, Anabel, Dácil, Francisco, Inma y Marcos. Y a ellos no les puedo fallar y no lo haré.
Subo los ojos al párrafo precedente y me doy cuenta que se me puede malinterpretar… No se trata de un deber oneroso o de una carga que me arrumbe. Al contrario, es un trampolín, un impulso, un empujón para romper cualquier timidez, para vencer cualquier vergüenza, para llamar a todas las puertas con ilusión, con una sonrisa, con insistencia, sin desmayo. No estoy solo en este empeño, hasta donde mis fuerzas y mis recursos puedan, haré posible porque esta novela que ya tengo en mi poder físicamente, tenga una andadura larga y firme.
Llegará un momento en que sólo serán los lectores y los críticos quienes la sitúen en el lugar que le corresponde. A ese veredicto se somete un escritor voluntariamente cada vez que publica. Es el riesgo que tiene esta tarea –como cualquier otra que dependa de la aceptación de los demás-, y por tanto de antemano tenemos que tener asumido el posible fracaso, las críticas negativas, etcétera… Incluso hemos de tener asumido el fracaso absoluto.
Cuando un escritor publica es porque alguien (empezando por él mismo, claro) confía en la obra. Pero nunca se puede tener la seguridad absoluta. Y cuando llega este instante en el que el libro aún huele a tinta fresca, el vértigo se hace un hueco en la mirada. El buitre de la pregunta carroñera llega sin haberla convocado, como si ya hubiera vislumbrado un cadáver en el camino. Pero esa pregunta, en este caso, hay que desterrarla antes que en otros.
Oscurece en Edimburgo tiene el respaldo de muchos lectores que han sido testigos en vivo y en directo de la formación de esta criatura. Esta novedad absoluta en el mundillo de la literatura –aunque no suponga ningún valor añadido a la calidad del texto (¿o sí?)-, es un aval para saber que no habrá fracaso. Habrá más o menos difusión, habrá más o menos lectores, pero fracaso, lo que se dice fracaso, no.
Una vez calmadas, más o menos, estas sensaciones, he salido de la oficina, con un ejemplar de la novela en la mano. Orgulloso, sonriente, ilusionado, feliz.
Y la he mostrado a quienes ya la esperaban. Felicitaciones, besos, sonrisas, intentos de compra inmediata…
He intentado que me fotografiaran allí mismo, en ese momento, pero hoy no era posible. Así que a mi pesar he tenido que esperar a llegar a casa y aquí hemos retratado a la criatura, junto a la pantalla donde una séptima parte de ella se fue gestando, en manos de uno de los siete progenitores, sentado en la silla donde ahora está sentado mientras teclea y escucha una pieza del primer libro del clave bien temperado de Johan Sebastian Bach.
La novela ha saltado de las pantallas al papel


En el rincón donde escribo habitualmente.
Orgulloso de haber colaborado con mis amigos
para llegar hasta aquí... de momento


Por cierto, podría suceder que alguien esté interesado en la compra de la novela. Yendo a esta dirección se puede adquirir mediante el fácil sistema de paypal u otro tipo de tarjetas, las más habituales como Visa, Maestro, Aurora y Master Card.

domingo, 17 de abril de 2011

Beso de ortiga










Como beso de ortiga la luz quema
la tarde en aguijón interminable
repleto del veneno de la ausencia
que el latir de la muerte le inocula
olvidando el dolor de nuestros labios
vivos y solos, rotos y sangrantes.


Con mis pasos arrastro estas cadenas
que anuncian el dolor y la fatiga,
preparando el destino al que me llama
al horizonte rojo del ocaso,
como sangre o rubí de fuego en llanto.

Ya sólo la esperanza de la noche,
(desnudo de mis pasos y mi piel),
sirve para besar la luz que quema
como aguijón de ortiga en esta tarde.

Cuando el estruendo del dolor despierte
mi conciencia cubriéndola de pánico,
mientras la noche sopla sobre el mundo,
quizá desvele cómo
atrapa el cenit de la madrugada
la esencia de las cosas:
ese halo de misterio desprendido
sobre el vuelo esencial de los respiros…

Y descubriré entonces
que su vientre de estrellas almacena
la esencia enmudecida, mas no muerta,
de otras vidas acaso ya olvidadas
cuya misión secreta es alumbrarnos
como tenues antorchas del sendero
cuya luz sea el beso que restañe
la herida de los labios aun sangrantes.

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viernes, 15 de abril de 2011

Que la noche. (Oniliria VIII)

(Imagen tomada de Internet:
“Éstrellas calientes de Joaquín Rodríguez Martín, Nabuco)).




Que la noche sea el sudario donde mueran los sufrimientos, cristales rotos clavándose en la piel de los corazones para hacerlos sangrar, como si al casco de un velero se le abrieran incontables vías de agua. Que la noche sea el taller de reparación de las heridas que la jornada perpetra en nuestro ánimo hasta hundirlo para provocar su muerte por asfixia. Que la noche sea el quirófano donde el tumor maligno de la envidia o del orgullo o de la arrogancia o del desprecio sea extirpado allá donde se aloje. Que la noche sea un infinito colibrí de colores succionando nuestras entrañas de su miseria. Que la noche sea soñar con su canto de armonía llegando hasta los meandros de nuestros cerebros para que sus cunetas se salven de abrojos y matorrales de veneno. Que la noche sea el sudario donde se produzca nuestra resurrección cotidiana.

jueves, 14 de abril de 2011

Exposición: La Calle Real


Cartel anunciador de la Exposición


En Segovia hay una calle que es su arteria principal y que, sin embargo, no figura en ningún nomenclátor oficial. Por mucho que cualquier visitante busque en planos, placas colgadas en las fachadas, callejeros o guías, no encontrará en ninguno de ellos el nombre de Calle Real. No obstante, todos los que vivimos en esta ciudad durante más de un día, empleamos ese nombre con toda naturalidad. Oficialmente, para Correos, en los documentos citados, en las tarjetas de visita, en las guías de teléfono, qué sé yo, se podrá leer Calle Cervantes, Calle Juan Bravo, Plaza del Corpus Crhisti y Calle Isabel la Católica, que son los tramos en que se divide la conocida como Calle Real.
(Para leer el resto del artículo pinchad aquí)

martes, 12 de abril de 2011

Ana Joyanes Romo: "Sangre y fuego"

Título: Sangre y fuego
Autor: Ana Joyanes Romo
Editorial: Idea
1ª edición Santa Cruz de Tenerife, España, año 2011
535 páginas
Me cuesta desde niño adentrarme en libros o películas cuyos protagonistas sean monstruos. Cualquier monstruo me desazona, me asusta, me aboca al vértigo del dolor, el sufrimiento, el miedo, la crueldad… Aunque he de reconocer que estas criaturas forman parte de los sustratos culturales de todos los pueblos. A poco que uno haya leído algo sobre tradiciones literarias orales, descubrirá seres fantásticos y monstruosos en cualquier civilización humana: mediterránea, centroeuropea, africana, egipcia, azteca, maya, india… Lo más probable es que esas criaturas representen el miedo que el hombre ha sentido, y siente, a la muerte y a todo lo que nos lleve a ella, de ahí su pervivencia en esta época de tantos avances científicos, médicos, técnicos y tecnológicos. Los monstruos pueden ser la explicación de muertes y sucesos que no se entienden de modo racional; también pueden ser maquinaciones de los poderosos que funcionen como frenos a determinados deseos y, por qué no, pueden ser fabulaciones acrecentadas sobre determinados individuos que tenían alguna característica o defecto que causaba el pánico, la destrucción y el horror allá por donde pasaban… Lo que está claro es que todos estamos seguros de que no existen vampiros, brujas, zombies, devoradores de almas, malos espíritus, ánimas en pena, almas del purgatorio, médiums… ¿O no está tan claro…?
Esto es lo primero que quería especificar, para que se entienda en sus justos términos todo lo que a continuación diré sobre este libro de Ana Joyanes Romo, que, como debe saberse, es amiga mía –este dato ni me apetece ni quiero ocultarlo-, seguidora de este espacio, lectora de algunos de mis libros y compañera de autoría –junto con otros cinco amigos escritores- en la experiencia colectiva que ha dado como primer fruto la novela Oscurece en Edimburgo.
Quien haya leído la obra de Ana Joyanes Romo tendrá plena conciencia de que su literatura es movimiento, incluso cuando narra momentos de quietud. En la escritora jienense predomina el verbo en todos sus modos, formas y tiempos, para dotar a sus historias de una acción que nunca se detiene. Este dinamismo termina por atrapar la atención del lector que no suele encontrar en sus textos las descripciones de quien contempla un paisaje estático y aquietado. Su modo de trasladarnos –incluso esos horizontes en apariencia inmóviles- tiene que ver con los cineastas que toman la cámara al hombro y, cuando el objeto de su contemplación permanece quieto, son ellos quienes se mueven acercándose o alejándose, rodeándolo o adentrándose en él. Así se podía comprobar ya en Lágrimas mágicas, o en su relato largo publicado en seis entregas en La Esfera Cultural En la cueva de hielo, quizá la extensión de ambos, no permitía saborear del mismo modo esta característica de su prosa.
Otra de las peculiaridades de la forma de narrar de esta tinerfeña de adopción, es su atracción por el mundo de lo fantástico, aunque, a mi modo de ver, yo diría que más que gusto por lo fantástico, sería gusto por introducir lo fantástico en el ámbito de nuestra realidad humana, simplemente tridimensional. En su literatura, el mundo humano no es el único posible, mejor dicho, lo humano está acechado y se comparte –a pesar de que, según su universo literario, normalmente no seamos conscientes de ello- con criaturas que hemos dado en llamar imaginarias: trolls, gnomos, duendes, hadas, ninfas, magos, unicornios… eran los seres que aparecían en los relatos citados. En Sangre y fuego son los monstruos, sobre todo los vampiros, quienes protagonizan (o co-protagonizan) esta historia que transcurre desde el año 175 d. C. en un castro romano situado en un inhóspito lugar de centro Europa y concluye en Barcelona un anochecer cualquiera de octubre de 2009. Aunque en realidad el epicentro de toda la historia acontece a principios del siglo XVI en Sevilla y tiene su réplica (o su premonición, según se mire) en Alejandría, durante la primera parte del siglo quinto de nuestra era. Y ya estoy aludiendo a uno de los logros formales de esta historia: su arquitectura.
La construcción de esta novela se nos revela ambiciosa y, en cierto sentido, compleja, y sin embargo no repercute en la comprensión del lector. Los constantes saltos espacio-temporales (sólo he citado cuatro, hay más, que sin duda han de sorprender al lector), no son meros alardes, todos ellos tienen su razón de ser y sirven para alcanzar la comprensión de la novela. En este sentido no quería dejarme en el tintero la recreación que Ana consigue de parte de la vida de Sevilla durante los primeros tres lustros del siglo XVI y, sobre todo, cómo se ha documentado para hablarnos y mostrarnos sin tapujos la brutalidad hipócrita del poder de la Inquisición. Una documentación que, con gran clase literaria, no se transcribe al texto como quien elabora un resumen histórico, sino que es el sustrato necesario para narrar lo que está sucediendo.
Además de por lo dicho, una novela se graba en los lectores por la fuerza de sus personajes. Mucho más que la peripecia que se nos cuenta –y no desvelaré casi nada de ella-, o cómo se nos cuenta –ya he señalado sus aspectos más evidentes, aunque podría detenerme en otros: la fuerza de los diálogos, su sensibilidad para utilizar todos los sentidos y así zambullir al lector en los ambientes hasta parecer que uno está allí mismo contemplando cuanto ella escribe, el manejo certero del monólogo interior esparcido en sus dosis justas a lo largo de la novela-. Digo que una novela perdura en la conciencia del lector, por sus personajes, por la verosimilitud y fuerza que logre en ellos, como Ana ha conseguido con los suyos, incluso los que podrían catalogarse como figurantes, si de una película u obra de teatro hablásemos. Y esto, me parece, se logra de muy diversos modos, pero sobre todo poniendo mucho cariño en cada uno de ellos, y dotando de personalidad propia a todos, aunque aparezcan poco, aunque aparezcan menos. Cuanto más creíbles, cercanos y plausibles nos parezca un secundario, más fuerza se otorga a los principales.
A mi modo de ver, en esta novela hay cinco personajes fundamentales, pero no los únicos. Como aquí no se realiza un estudio pormenorizado de la obra, sino una reseña (eso sí, más amplia de lo habitual y quizá de lo deseable, porque para eso soy el editor de esta página y es lo que más me apetece en estos momentos), sólo citaré a los cinco, dejando de lado a personajes tan entrañables o tan detestables como Teodoro, don Fernando, Agnés, un soldado español… Los protagonistas humanos más importantes son tres mujeres: Hipatia (la filósofa que vivió y murió en Alejandría a caballo de los siglos IV y V de nuestra era) Blanca (la protagonista femenina absoluta del relato) y su criada Goyita, toda una joya de personaje secundario. Los protagonistas masculinos, Marco Tuccio Mancino y Appio Claudio Rutilo, son dos monstruos a los que uno acaba por admirar y, en cierto sentido, compadecer. O sea que uno acaba tomándolos cierto cariño. No creo que esta distribución sea casual, y mucho menos al comprobar que entre las mujeres citadas figura la sabia alejandrina Hipatia. (Conviene aclarar de inmediato, como se hizo en la presentación y como yo ya sabía de antes, que la Hipatia de Sangre y fuego ya estaba escrita antes de que Alejandro Amenábar filmara su película. De hecho, la aparición del film se convirtió en una terrible duda en el ánimo de la autora a la hora de decidirse a publicar la historia, por suerte esta duda se resolvió a favor de los lectores. Que Hipatia aparezca tanto en la novela como en la obra cinematográfica, es una prueba de que se están consiguiendo redescubrir personas reales que la oficialidad se encargó de intentar eliminar. En el caso que nos ocupa por dos poderosísimas razones; primero por tratarse de una mujer que sobresale en un mundo en el que la mujer sólo tiene que servir para dar placer a los varones, para procrear y educar a la prole; y, segundo, porque, además, difunde ideas que hablan de libertad, tolerancia, racionalidad, respeto, diálogo, en un lugar en que el integrismo religioso del cristianismo oficialista, a partir del maldito decreto de Constantino, se dedicó a laminar la libertad, la ciencia y el pensamiento libre, nada menos que en Alejandría). De todos modos, los protagonistas masculinos, a pesar de su condición de monstruos, son humanos atormentados, apabullados por el dolor y, en el fondo, por su propia fragilidad, pues lo que nosotros aborrecemos de ellos, lo que les otorga el poder sobre los débiles seres humanos, es precisamente lo que a ellos les impide alcanzar lo que tanto ansían. Pero para que un personaje cuaje en el ánimo del lector hasta convertirlo en alguien cercano y de algún modo querido, hay que situarlo en una peripecia determinada y dejar que nos conduzca a lo largo de ella.
Como la mayoría de las grandes novelas, es difícil escoger el tema central de Sangre y fuego, porque son varios los que funcionan como si fueran los cimientos o pilares sobre los que se sustenta. Yo destacaría cuatro: el amor, el destino, la lucha por la libertad y la intolerancia. Y sobre estos, el último. La intolerancia humana, el modo en que el poderoso cercena de raíz y con impune crueldad cualquier intento de romper con lo que desde su posición de superioridad se llama verdad. A sabiendas de que esa verdad no es más que una excusa para mantener el estatus quo, o consolidarlo. Al lector se le plantea el dilema moral de evaluar sobre dos crueldades. La una absolutamente inevitable y la otra como pérfida obra de destrucción donde la voluntad de destruir priva respecto de cualquier otra consideración.
No desvelo nada si transcribo el modo en que se inicia la novela, como una cita:
No soy vicioso. Como no es viciosa el águila que acecha a su presa desde las alturas o el lobo que despedaza una oveja separada del rebaño. No soy vicioso: solo tengo hambre.
Y en otro instante se hace explícito el sentimiento que me crecía mientras lo leía con ansiedad: "¿Puede un león dejar de matar?", se pregunta el propio Marco Tuccio. ¿No está en su propia esencia de león alimentarse de otros animales?, me pregunto a mí mismo. Tendemos a pensar –yo el primero- que los vampiros y otros monstruos al uso y al desuso son especímenes crueles y caprichosos a los que hay que exterminar. Obviamente hay que exterminarlos, en tanto en cuanto son nuestros enemigos, pero pensar que son crueles o que son siempre crueles, cuando está en su esencia alimentarse de sangre humana, es introducir una estimación moral, donde sólo hay fuerza instintiva, donde sólo hay destino, donde la voluntad tiene poco que hacer. Así, estos seres a priori repugnantes, cumplen con su existencia, como cuando nosotros al alimentarnos no entramos en consideraciones morales sobre el dolor que habremos generado a otro ser vivo. Sin embargo, en un momento determinado se chocan con el entramado humano de crueldad sin sentido, violencia gratuita, intolerancia asfixiante. Tanto Marco como Appio en diferentes momentos de su existencia inevitablemente imperecedera, se mezclan en exceso con la estirpe humana. Tampoco lo pueden evitar, pues somos su alimento, ambos nacieron al mundo como seres humanos, en concreto militares romanos, y por tanto conocen bien nuestros sentimientos que en parte aún albergan. Esta convivencia con los humanos deviene en el choque con la intolerancia que causa el integrismo religioso. Es en este punto en el que el lector se ve abocado a tomar una postura, o, al menos, reflexionar sobre el asunto.
Nos asustan (me asustan) nos repugnan (me repugnan), los monstruos y el abismo que representan, esos miedos ancestrales que se esculpen en nuestra conciencia de humanos. Pero a mi modo de ver, es más repugnante y dañino el sentido profundo de exterminio que siempre ha tenido y sigue teniendo nuestra especie. Una determinación animal y atávica que tiende a la destrucción de lo que no se comprenda, de lo que sea diferente a nuestros pensamientos y creencias y de lo que amenace la supremacía de unos grupos o creencias, sobre todo cuando se trata de erradicar yugos que oprimen la libertad del individuo en cualquier ámbito: intelectual, espiritual y corporal.
No puedo ni debo decir mucho más, porque decir cualquier cosa, sería decir demasiado sobre la peripecia concreta de la novela, y cualquier lector podría acusarme de haberle destripado la obra. La novela está aún caliente. Su presentación se produjo en Tenerife el pasado día 30 de marzo, por tanto es probable que haya sido leída por muy pocos lectores, y en su consecuencia, desde aquí sólo puedo esperar que mis palabras sirvan para despertar la curiosidad del lector. Un lector que se encontrará con una historia en que se mezclan todos los sentimientos y pulsiones humanas, una historia en que la vigorosa, ágil y decidida pluma de Ana Joyanes Romo no tiembla al describir un asesinato, una muerte, un encuentro erótico, una escena de ternura, una escena de nigromancia, una puesta de sol, un amanecer, un sentimiento de angustia, la desolación profunda de las almas, un momento de destrucción, unos angustiosos instantes de tortura, una narración donde no hay descanso, donde lo que se cuenta tiene poco o nada de accesorio. Una historia, en fin, en que el lector revive la potencia de esas historias que desde siempre atrapan e hipnotizan porque en ellas se transplanta lo fundamental de la existencia: muerte, odio, venganza, dolor, miedo, ambición, traición, pasión, magia, ternura, y amor…, sobre todo amor, un amor desmedido y desgarrado, un amor que la portada avanza.

domingo, 10 de abril de 2011

Presente encadenado




Admito que este día es anodino:
ni un cuento que llevarse a los estómagos,
ni fruta que narrar a los jilgueros,
ni siquiera unos versos que afeitar
con esta maquinilla de escribir,
ni barbas que zurcir sobre un papel...
Y sin embargo,
hoy es tan importante como aquellas
jornadas escondidas en los libros
de historia y en memoria de estudiantes,
pues todos viajaremos alrededor del sol
con la luna esperando en el bolsillo,
sin coste adicional en el billete
(por cierto de ida y vuelta),
salvo un leve desgaste en la mirada
y alguna nueva arruga en los latidos.
Hoy almidonaremos los zapatos
con los blancos arpegios del deseo,
quizá nuestras palabras se columpien
en el parque que el viento desmelena.
Quizá también suceda que algún beso
fertilice mis ojos al oír
la lluvia del rocío de sus labios.
Y lo más importante que hoy sucede:
hoy es la sembradura del mañana
que se revestirá con la luz del hoy,
porque cuando mañana se llame hoy,
aunque vista el disfraz de lo anodino,
será el más importante de los días.

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sábado, 9 de abril de 2011

Una imagen vale más

Me ha llegado desde Cataluña, desde Tortosa, un vídeo, mejor dicho, el enlace a un vídeo especial. Especial por lo cotidiano y doloroso de la situación que nos plantea. Si no he entendido mal el deseo de quien lo remite, se trata de un reconocimiento genérico. No hay nombres, como dice Joan, porque todos estamos representados, porque los valores que se ponen en juego los tenemos todos y ninguno de ellos cuesta dinero.
Además de esto, sirva este vídeo como homenaje a todas las personas que han pasado o están pasando por esta situación que es muchísimo más extendida de lo que pudiera parecer.
Muchas gracias por haberme enviado este testimonio, Joan. Y como suele afirmarse, aunque tantas veces uno no esté de acuerdo, esta vez sí, una imagen vale más que mil palabras.


Como se habrá visto, este hombre era un amante del balompié. Llegó a ser entrenador de fútbol profesional. Durante este periodo solía escribir lo mismo a sus jugadores en un texto manuscrito titulado Enséñeme. Debajo está la foto. Esto es lo que dice, por si alguien no lo puede ampliar:

"Enséñeme a ser obediente a las reglas del juego.
Enséñeme a no proferir ni referir elogio inmerecido.
Enséñeme a ganar si me fuera posible
Pero si yo no pudiera, enséñeme sobre todo a perder"

jueves, 7 de abril de 2011

Pedazo de justicia


Imagen tomada de Internet




Hay miradas que son un pedazo de justicia, o quizá de misericordia, pues son capaces de poner su corazón en la miseria humana. No hay tantas, lo normal es que el dolor aturda las retinas y queden golpeadas, noqueadas, o, peor aún, que pasemos por encima del sufrimiento ajeno como pasamos por encima de una cáscara de plátano para no resbalarnos y caer. Por alguna razón que no entiendo muy bien, se piensa que el sufrimiento es contagioso.
Y también sucede, algunas veces sucede, que las miradas, además, son el resultado del impulso que mueve el corazón y que no son el único gesto que acompaña a esas personas. Estos casos son todavía mucho más escasos. Porque las miradas, para ser efectivas y no un catálogo de buenas intenciones, necesitan de manos, de esas manos que se afanan y concretan sentimientos, manos capaces de hurgar en la herida, manos que no se conforman con entregar una limosna alejada, manos que acarician la mirada de un niño en Senegal, o se manifiestan contra tantas injusticias, o asisten a presentaciones de libros o empuñan un libro de poemas, o danzan alumbradas por la luz del mediodía.
Hay muy pocas personas de esta índole…, por desgracia para el latido del planeta y el sufrimiento de los desheredados. Pero algunas existen. Y gozar de su presencia cotidiana, aunque tantos miles de kilómetros nos separen, es una de esas bendiciones que esta vida me ha otorgado. Porque ella es capaz de entregarnos el mundo entero en una mirada, haciéndonos partícipe del dolor que lo enerva y, al mismo tiempo, abriendo un horizonte para la esperanza. Y en ese instante en que proclama su radical fe en el ser humano, algunas veces se ríe, y el universo revolotea entero en su risa. Y uno cree que hasta la peor de las situaciones tiene solución.

lunes, 4 de abril de 2011

He aterrizado el último en tu casa. A José Luis Zúñiga (In memóriam)


Acabo de saber que se nos ha ido José Luiz Zúñiga. Un gran poeta, un gran cantautor, pero sobre todo un gran hombre y gran amigo, que también era, para mi honor, seguidor de este blog. Este poema lo escribí el otro día, porque nuestra amiga Paloma Corrales había comenzado una iniciativa que no sé en qué parará. Como me dice Leo (quien me ha dado primero la noticia), ha muerto como quería dormido, a pierna suelta. Aquí le podéis ver recitando su último poema, escuece y anima, ambas cosas.



Este es mi humilde homenaje a su recuerdo. Al menos nos quedarán sus versos.




El cielo azul anuncia primaveras
José Luis Zúñiga




He aterrizado el último en tu casa,
como una golondrina que ha llegado
tarde a la primavera;
pero he encontrado el nido en su lugar,
dispuesto, limpio y lleno de sonrisas,
desnudo de prejuicios,
con las luces del ático olorosas
y amapolas prendidas en su quicio.

Y no herirán las balas mi plumaje
cansado de otras guerras tan inútiles,
pues es seguro el nido de esta casa
para cuajar tortillas de ilusiones
mientras suena la música de Bach,
porque es acogedor este nidal
donde brillan sonrisas,
donde la carne late apasionada
envuelta en barro limpio de existencia,
y en lágrimas de bares nocturnales.

Oyendo una guitarra melancólica,
que llora el abandono de una tierra,
intuyo tus cantares trocándose en abrazos
como agua perfumada en besos,
como raíces en el viento.

Y aunque yo sea el último invitado,
en esta casa siento que tu voz,
profunda como el mar,
no es ajena a mi vuelo,
y en su eco encuentro el borde de mi viaje,
para subir al monte de las brisas
las palabras que besen a los tristes,
las palabras que quemen en la hoguera
a los inquisidores de sonrisas,
las palabras que eleven a los hombres
hasta alcanzar estrellas y justicia.

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José Luis Zúñiga en un momento de la presentación de su libro.
Foto tomada del blog A quemarropa de Nares Montero

sábado, 2 de abril de 2011

Soledad

(Este relato fue publicado por vez primera el martes 19 de febrero de 1980 en “La página literaria” de El Adelantado de Segovia)


(Imagen tomada de Internet:
“Él y la Soledad” de Joaquín Rodríguez Martín, Nabuco)).


Estaba allí, completamente solo. Solo, como lo había estado en el resto de su vida. La habitación, pequeña como los suspiros de su agonía. Nadie le había tratado de comprender en su existencia, era esa clase de personas por las que nadie se preocupa. De vez en cuando, haciendo un esfuerzo, le preguntaban, ‘¿cómo te encuentras?’. Pero la conversación acababa pronto, ahogada en disculpas, prisas, urgentes quehaceres.
Sí, siempre había estado solo…
Siempre no.
Una vez, alguien, su único amor, que luego lo abandonó por el dinero de otro, compartió su vida. Fueron varios meses inolvidables, meses que a él le hubiera gustado que duraran toda la vida; sí, toda la vida. Se quisieron como se debieron desear esos amantes que ocuparon las páginas de los libros. Su vida pareció sonreír, como si hubiera cambiado el rostro, pero la sonrisa fue breve como la brisa y amarga como la pena.
Sólo fueron unos meses.
Mereció la pena.
La agonía lo iba convirtiendo en una piltrafa de ser humano. Su carne amarilla parecía de pergamino viejo y a punto de desintegrarse con la fuerza de un suspiro. Lo que tenía vida en él eran esos ojos atenuados en su resplandor, pero sensibles al dolor del cuerpo que se apaga mientras la muerte se acerca en silencio, pero a todas horas, y con la misma llamada de dolor y angustia. La muerte en la que tantas veces había pensado y con la que tantas veces había conversado de tú a tú, se vengaba de la falta de temor de su víctima haciéndole sufrir agotadoramente: el dolor de la propia enfermedad que le hacía estar lúcido, lo que aumentaba su flagelación y, por otra parte, el dolor de sufrir en soledad los designios de su propia vida. Vivir sin nade es muy triste, ¿pero morir?
¿Cuántas veces había llorado?
Muchas.
Más de lo que creéis vosotros que no le habéis conocido. Cada noche, varios llantos. Cada llanto, una fuerza para seguir viviendo en su estado de soledad sempiterna que le había acompañado, como nos acompaña la sombra.
Era un perpetuo solitario.
No se quejaba.
De sus labios jamás salió una palabra de protesta: nunca fue a pedir que le admitieran en ningún lugar. Jamás quiso parecer un mendicante de granos de amistad, aunque necesitaba un campo repleto. Nadie se lo propuso, todos pensaban que era feliz así. En el fondo quizá lo fuera, pero un poco de amor y de amistad no hubiera venido mal a su corazón ahíto de la nada.
Llegó la hora de morir.
Un trance más.
Otro trance de la vida que tenía que pasar en soledad; ya estaba acostumbrado. Vio aparecer a la muerte por una esquina de la habitación, pequeña como un suspiro. La saludó afablemente, como de costumbre, y la invitó a charlar sobre cualquier cosa: hacía tanto tiempo que sólo veía a la cocinera, que nunca supo quien le había enviado, porque él no la pagaba y ella no pedía nada. La muerte sonrió cadavéricamente y de un susurro apagó la vida de su amigo.
Al día siguiente lo encontró la cocinera, obviamente.
Nadie había oído un grito.
Lo enterraron en una fosa común.