miércoles, 23 de noviembre de 2011

La decisión

Necesitaba doblegar el miedo, como quien doma a un león hambriento. No era fácil evitar el pánico que le sacudía y le empujaba con suma violencia hacia la huida. Pero sabía que lo tenía que hacer o las consecuencias podrían ser mucho peores. Se trataba de decidir entre la hipotética felicidad o la posibilidad de repetir un fracaso que a punto estuvo de llevarle al abismo. Aunque no entendía por qué, sabía que si no decía que sí en pocos minutos, ella no volvería jamás a abrir aquella puerta y regresaría a la soledad donde no había opciones para la derrota, pero tampoco para la alegría. Los segundos, entretanto, ajenos a la situación desesperante, disparaban su munición de ansiedad como si hubieran enloquecido.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Ella

Fui joven leñador de versos árboles,
dibujé los perfiles de los pájaros,
y el desgarro esencial
que producía aquella
soledad de ginebra y utopía.
¡Cómo sentí que el mundo detestaba
la hondura que ocultaban mis palabras  
servidas sobre venas de protesta!
De joven padecí el dolor de respirar
la muerte por mis gónadas,
y hastío en mis pestañas,
y errores del ayer
(aquellos versos tumbas del pasado),
y también escupí a tanto hipócrita
que escribía muy lejos de la vida.
Entonces no leía
mis ojos eran llamas destructivas,
mis ojos no buscaban,
mis ojos eran lápidas.
Y cuando me quedé sin versos árboles.
Ella huyó de mis manos
que olvidaron el pulso de sus pechos,
y el perfume iodado de sus muslos
y ese sabor a sol,
y ese tacto de vida que palpita.
Y cuando volví exhausto a su cobijo,
comprendí mi tarea de eslabón,
o quicio en una gota de su océano
donde es ella: palabra que acontece
como grito de luz alumbrando la noche
de tanta soledad irreparable…
Ella, el mejor latido de mis pasos.
Ella, matriz y luz.
Ella, salmo y blasfemia.
Ella, disparo y sátira.
Ella, murmullo y fuego.
Ella, sueño y enigma.
Ella, caricia y burla.
Ella, mano y miseria.
Ella, penumbra y lágrima.
Ella, libre y eterna.
Ella, palabra humana aconteciendo…

viernes, 18 de noviembre de 2011

Urgencia. (Oniliria XII)


Mientras me roza un vértigo que ruge sobre mis pasos ciegos –a pesar de este sol y de esta luz y del otoño lento-, me devora una sombra y me engulle sin pausa, precisa como un gesto de serpiente: esos rostros postrados por el hambre, esos dedos sajados por el miedo, esos labios resecos por mentiras, ese latido muerto en soledad…
Cuando pienso en la tumba que me espera (la vida es un momento hacia la muerte), no arrojo mis pestañas al futuro, no negocio mis lágrimas con el pasado en bruma –a pesar de este sol y de esta luz y del otoño lento-, me asomo a este presente engangrenado donde hieden las pústulas del llanto, donde quiebran su voz los ángeles sin brisa, y el tiempo es alacrán que entierra cada beso en el fangal del odio.
Ya no tengo minutos que esperar. No quiero ser un túmulo cubierto por esta cobardía del milenio ni cobijar el pus de este presente junto a mi carne yerta y cenicienta: quisiera ser fragmento de la brisa, quisiera ser pedazo de algún beso, quisiera ser tan sólo una molécula de alguna cicatriz que cierre heridas.

martes, 15 de noviembre de 2011

Tensión

La tensión que abrumaba el gesto de quienes ocupábamos la estancia era consecuencia del silencio que convertía en plomo el aire. Un silencio que podría significar cualquier cosa… o cualquier nada. Esperábamos alguna palabra o algún sonido que saliera de su boca. En su defecto, algún gesto; pero no movió ni las pestañas. Con la angustia instalada en el pulso de las venas, añorábamos que B., con su oído de radar, nos transmitiese como siempre el denso contenido de alguna de sus palabras, inaudibles para el resto. Pero B no había acudido y aún no sabíamos la verdad. De él dependía nuestro futuro, al completo, cada paso, cada acción…
“Al menos un gesto”, suplicábamos, ya un poco alterados.
Pero aquella mañana la estatua parecía no haber despertado, parecía no tener vida.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Semilla de árbol fuerte


Me gustaría alzar cantos de otoño,
al tiempo que los mirlos impacientes
rompen el muro inútil de la noche
iniciando armonías con tu risa,
amasando sus notas en las tuyas.
Junto al sueño de versos y misterios,
en mitad de una imagen o de un ritmo,
sobre el vuelo de ideas imposibles,
un día la amistad abrió su trazo
sembrando su semilla de árbol fuerte.
Las lluvias de palabras lo regaron
la luz de las sonrisas lo alumbró,
ocasos de consejos lo enraizaron,
rocíos de tristezas y esperanzas
elevaron la altura de su tronco y
nutrieron el espacio con sus ramas,
subyugaron distancias y mentiras.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El Monasterio de San Antonio el Real

Vista exterior de la entrada al Monasterio.
Imagen tomada de la red

Segovia, es reconocida en todo el mundo de modo especialísimo por su Acueducto, obra de ingeniaría realizada por los romanos, si hacemos caso a los historiadores y no a las diversas tradiciones y leyendas populares o literarias. Además de él (indiscutible emblema de la Ciudad), otra serie de monumentos traspasan nuestros linderos (pienso en el Alcázar o en la Catedral), e, incluso, otras personas añadirían a esta tríada el conjunto de sus iglesias románicas, así como la conservación –más o menos aceptable- de su casco antiguo con la retícula de palacios y construcciones civiles que dotan a Segovia de un aspecto entre medieval y renacentista. No son pocas razones para perderse un par de días de por sus calles, contemplar su belleza y aproximarse a la historia que propició todo este cúmulo de edificios civiles y religiosos.
Pero aún así –y por si fuera poco- hay edificaciones o complejos arquitectónicos que se quedan fuera de la habitual contemplación de los visitantes, lo que es una verdadera lástima. Podría afirmarse, incluso, que muchos nativos desconocen su valía, e incluso su hermosura. No me refiero ahora a alguno de esos caserones, palacios o iglesias que los ojos de cualquier turista rozan al pasear por nuestro recinto amurallado y zonas más próximas, sino a una serie de construcciones que se diseminan por las afueras de Segovia, y que podríamos catalogar o unir en el grupo de las bellas desconocidas.
Hoy, con su permiso, les invito a que me acompañen a San Antonio el Real…
(Para leer el resto del artículo -AQUÍ-

Detalle de uno de sus artesonados. Imagen tomada de la red

lunes, 7 de noviembre de 2011

La Quiosquera

A veces amanece por las tardes...
Desde hacía dos años, anhelaba que sucediese este milagro. Al principio, mis sueños no tenían contornos precisos; eran difuminados e inconcretos, como masa lejana cubierta por niebla. Pero se relacionaban con ella, con su aproximación, si de distancias hablamos. Hasta que el afán se convirtió en obsesión, al que respondí del único modo en que sé combatir a mis fantasmas…
Desde que llegué al barrio, me llamó la atención su presencia silenciosa y poco dada a las sonrisas, ni siquiera las mínimas debidas a la cortesía. A primera vista, su rostro oval, que me pareció tan triste y tan hermoso (la belleza de un fresno de otoño, lánguido, casi plateado), parecía estar cubierto por un parapeto inexpugnable; pero intuí que la barricada construida por sus ojos de textura vegetal no tenía por objeto evitar posibles invasores exteriores, sino impedir que sus pensamientos o sus sentimientos, como pájaros indefensos, volasen desde su interior hacia el mundo. Aunque las consecuencias eran las mismas, el matiz era importante para entender que el miedo no le acechaba desde fuera, sino desde dentro.
Cuando pasaron las primeras semanas, y me hice habitual en el barrio, y empecé a ser El Nuevo –categoría perdida a favor de una familia polaca meses más tarde- y trabé las primeras relaciones más allá de los inevitables saludos y despedidas, husmeé como un detective, sobre la mujer que regentaba el quiosco de la esquina. No saqué conclusiones útiles. Casi nadie podía decirme nada. Todo lo que supe, lo conocí en poco menos de una semana, nada más comenzar mis pesquisas. Después no adiviné nada, salvo lo que mi intuición y observación cotidiana me fueron desvelando, con el margen de duda, error y misterio que conlleva semejante método de investigación. Mis datos ocupaban una breve nota a pie de página: África, insaciable lectora de libros, no vivía en esta parte de la ciudad y, cuando llegué al barrio, llevaba cuatro años al frente del pequeño tenderete, tras la jubilación de su anterior propietario.
Ni siquiera al trabar una relación más fluida con mi vecino del sexto (precisamente por coincidir en el quiosco), descubrí nada. Ni a él ni al resto de personas con las que en alguna ocasión comentaba la cuestión, siempre como de puntillas, les llamó la atención su presencia. Simplemente era La Quiosquera. El muro interpuesto entre ella y el mundo –o esa zona del mundo que ocupaba mañana y tarde, con receso al mediodía-, había funcionado espléndidamente. Nadie había sentido curiosidad en preguntar o indagar. Como comprobé pronto, la mayoría de la clientela asidua no sabía su nombre. Para ellos era La Quiosquera, y su tarea se confundía con su persona, hasta hacerse mayúscula en la mente. Conmigo hubiese sucedido igual de no haber mediado una revelación trascendente.
Tengo una manía que no sé vencer –quizá porque no quiera hacerlo-, y que un día me traerá algún disgusto: soy un incurable mirón de libros. Al pasar frente a una librería, siempre me detengo; si hace un tiempo atroz, mi pasatiempo favorito es deambular entre los estantes de la biblioteca pública; cuando veo a alguien con un libro en la mano, intento descubrir qué lee. Repito, sospecho que me causará problemas, pues no todo el mundo entiende este afán y más de uno(a) confunden la dirección de mi mirada o interpretan que semejante gesto es intromisión intolerable en su intimidad.
Con África, el asunto se tornó obsesión, pues dejaba el libro con su tapa sobre el estrechísimo mostrador del puesto, con lo que el título quedaba oculto, lo que, por otra parte, era un gesto perfectamente natural. Creo que aún así, intentaba descifrarlo fijándome en las letras de la contratapa que, además, estaban bocabajo para mis ojos. Supongo que ella se percataría del detalle, pues al mirón siempre se le descubre.
Aunque nunca me había dado oportunidad de saber qué libros leía, pronto descubrí que se trataba de poemarios. Alguna vez distinguí la foto del autor, en otras ocasiones su nombre se formó con suficiente precisión en mi mente –a pesar de leerlo al revés-, la poca grosura de la mayoría de sus libros, la conocidísima edición de la editorial con mayor tirada de libros de poemas… En fin, que leyera poesía fue la verdadera razón de esta obsesión por entablar amistad (o lo que fuera) con África.
Aún así el muro frondoso que había sembrado entre su mirada y el mundo era de tal densidad –por más que fuera invisible- que se hacía imposible trabar una conversación más allá de lo estrictamente comercial. Más de una vez he subido a casa revistas, periódicos, libros, e incluso otras bagatelas, que han ido a la basura del mismo modo que llegaron, pues sólo los compraba por estar unos minutos más a su lado, por ver si en alguna ocasión éramos capaces de decir tres o cuatro palabras, aunque fuese sobre el tiempo, por ver si descubría el color del plumaje de alguno de esos indefensos pájaros…Inútil…
Hasta aquella tarde, cuando descubrí mi poemario en sus manos y mi corazón se desbocó, como el de un adolescente primerizo en estas lides. Por suerte la edición no llevaba mi fotografía, con lo que es imposible que supiera que su autor era el mismo que cada día le compraba el periódico, a veces el tabaco o caramelos mentolados. Si hubiera sido así, quizá no hubiera llevado nunca el libro hasta el quiosco. Aquella tarde, al fin, encontré el modo de abrirme paso a través de su espesura y descubrirle el secreto de la mayoría de mis poemas… “¿Quieres que te lo dedique?”, musité. Y el muro vegetal se convirtió en paseo de alameda, el sol decidió que eran las del alba y volaron hacia mis latidos los pájaros de su mirada, menos indefensos desde entonces.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

2 de noviembre

Cuando se ha abierto el día,
como un mantel bordado en plomo y lágrima,
he pensado en romper este retrato
que me sube al andamio del reloj…
No hay tiempo que perder
en maquillar la herrumbre de mi entraña…
Quemaré mi disfraz,
me montaré en el vértigo del péndulo,
procuraré ser rostro y no retrato,
afirmación directa, sin astillas
que vomiten la sangre de otros dedos…
Cuando se ha abierto el día,
como un mantel bordado en luz de llanto,
he pensado en mi río hacia la mar
donde seré pavesas, no esta lava.
No hay tiempo que perder
arrastrando más peso y más cansancio…
Me olvidaré de Sísifo y su piedra,
sólo buscaré el pan que me alimente,
arroparé mi escarcha con tus labios,
y me refugiaré en algunos versos,
hasta saberme un vuelo de cenizas.