Afanes.
Respirar o eyectar afanes de sangre: río desbocado, afanes de
lágrimas como bisturís mellados, afanes de sarcófago como precipicio sin límite.
Afanes.
Tanta herida que emerge, cicatriza y resurge, una y
otra vez... Tanta herida que emerge, cicatriza y resurge: el ritmo inagotable de
las horas, los días y sus noches.
Afanes.
Gritos como susurros envasados, alaridos disfrazados
de murmullos, risas maquilladas tras un escalofrío, carcajadas revestidas de
gestos perezosos.
Afanes.
Gustoso, pues no duele, pues no
provoca cansancio en los músculos del alma. Pasaría sin ver la vida, sin
contemplar en cada latido: esa batalla desaforada por la supervivencia, en que
las fauces del poderoso desgarran la carne desprotegida del débil.
Afanes.
Ya sé que mi mirada se asemeja a la del
murciélago enceguecido y nocturno; sin embargo, la existencia me la desgaja a cada paso, me la
abre en canal, me la descuartiza y arremete su despojo con la fiereza
hambrienta del buitre sobre la carroña inerme, inerte, exangüe.
Afanes.
¿Cómo callar entonces? Aunque sé que mi lamento es
menos que el susurro de una flor sin nombre y escondida, menos que el rumor de
un río seco, cómo aquietar su sonido.
Afanes.
Llegaría a la asfixia; la herida se me pudriría dentro,
gangrena repulsiva. Quisiera evitar la llaga, quisiera demorarme en atardeceres
como auroras o en alboradas como ocasos, en caricias como peces de cristal, en
pétalos como lluvia de besos.
Afanes.
Me dice quien me quiere noche y día, que
no desespere, que no aproxime mi delirio al abismo. Me dice pues tanto me quiere, que el horizonte esplende y que conseguiremos allegar
indemnes al útero de esa luz.
Afanes.
¿Dónde están nuestros pies, dónde
nuestras manos? ¿Quién cargará con nuestros deseos por arribar a la entraña de la luz, si nos hemos quedado sin piernas, si los brazos apenas sirven para
sujetar una jeringuilla siempre cargada con su narcótico adecuado?
Afanes.
Acepto, pues la intuye mi ceguera, que la luz
esplende en el horizonte: como eco de campanas, como otoñada
melancólica; pero, ¿cómo acariciarla, si somos carne inerme, inerte y
exangüe? ¿Cómo acariciarla si son ya nuestros buitres quienes desgarran con la parsimonia de hábito
adquirido día a día, noche a noche, la carroña que se extiende anodina: esos pies sin prisa, esos brazos sin fuerza salvo para acunar el
peso de una jeringuilla con su cotidiana dosis de narcótico?
Afanes.
Heridas que emergen, cicatrizan y resurgen, una y
otra vez, heridas que emergen, cicatrizan y resurgen, el ritmo inagotable de
las horas, los días y sus noches.
Afanes.