sábado, 18 de abril de 2015

Lluvia de abril (Oniliria XXIII)


Me ha mojado la lluvia, lluviagua, esta tarde de abril, me han llovido poemas, lluviaverso, esta tarde noche de abril, y, como ocurre cada primavera, el ruiseñor es lluviacanto de seda y estrella sobre la tarde noche de abril.

Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto…

No pronuncio palabras estatua, no pronuncio palabras monumento funerario que aspira a la vida eterna —curioso tanto afán de la muerte por quedar para la vida eterna, como si el sol clavase sus lanzas o sus besos en la entraña de las madrugadas—, ni siquiera se trata, decía, de palabras como árboles centenarios o como cualquier placa que anuncia el nombre de una calle, no, todo es más sencillo, más efímero, pero, quizá más hondo, quizá más palpitante, hablo, decía —digo—, de la lluviagua de esta tarde noche de los idus de abril, y de la lluviaverso de esta tarde noche los idus de abril, y de la lluviacanto del ruiseñor de esta tarde noche de abril, hablo, pues, de la vida, o, al menos, hablo de su semilla, o, siendo aún más preciso, hablo del río o del canal o del cauce que contiene el alimento para que, quizá, las semillas estallen en flor y en vida, por efímera o frágil u oculta que sea, no hablo, pues, de palabras estatua o palabras monumento funerario o de palabras árbol centenario o de palabras placa donde anida el nombre de una calle, no pronuncio palabras que aspiren a eternidad o palabras destinadas a ser releídas por decenas de generaciones, hablo, decía —digo, repito—, de lluvia, de vida, de semilla, de río, de palabras que brotan y crecen y afloran e irrumpen y desaparecen y mueren o se transforman, hablo de lluviaverso, hablo de lluviagua, hablo de lluviacanto, hablo de lluvia lenta y sosegada, abundante y sonriente… lluviaesperma.

Acodado, asomado a la ventana de la noche, mientras el humo último del cigarrillo se escapa para hacerse latido de la noche, escucho lluviacanto del ruiseñor que empapa mis oídos y se me filtra, como la lluviagua por vetas precisas, hasta alcanzar el surco en mi cerebro, para que lo reciba como la tierra, supongo, recibe la lluviagua y espera tan quieta, y espera tan muda el brote lento y misterioso de la vida.

En la línea de cielo torreada que mis ojos escrutan tantas veces, brota fuego de antorcha sobre un tejado, sé que me engaña el aire —tan hialino como los ojos de un niño—, sé que es un reverbero, un hálito de la luz de una farola urbana; pero veo una antorcha que arde o crepita y canta fuego cruzando su faringe de cristal, y es como si mis ojos recibieran lluvia, la lluvia encadenada al color de aquellas caricias de piel cansada y arrugada, la lluvia que empuja los recuerdos de aquella lluviafuego que crepitaba en la lumbre baja de la cocina amplia y cálida, abrazo de zaguanes intensos y austeros, como surcos labrados y quietos y mudos dejando que la lluviagua empape las semillas para que luego broten y crezcan y afloren e irrumpan y desaparezcan y mueran o se transformen…

Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto, lluviafuego me empapan esta tarde noche de los idus de abril

lunes, 6 de abril de 2015

Avatares para encontrar un texto

Afirmé que publicaría con más frecuencia entradas en este blog que anda un poco anémico. Alguno podrá decir (y quizá no le falte razón) que hago trampa con esta entrada, pero me apetecía compartir con vosotros este fragmento de El Surco de los Días. Ya sé que es sacar de contexto a una criatura acostumbrada a una mirada muy secreta (más secreta aún que la de este blog), pero supongo que aguantará el tirón...:

FRAGMENTO DE MI DIARIO

Hoy es domingo de Pascua. Decir esto, además de una obviedad, es afirmar que, a pesar de todo —a pesar de mí—, sigo tras la estela de una fe o una esperanza, ajena a otras cuestiones relacionadas con organizaciones, liturgias o normativa canónica…

Tenía la intención ayer sábado por la mañana de dejar algo escrito sobre la procesión del viernes santo conocida como de los Pasos, que vi después de algunos años años.

Lo cierto es que no tenía planeado nada de lo que he hecho en estos días, salvo lo del jueves por la noche que estaba más o menos perfilado. Todo ha sucedido como si una borrasca potente, breve y repentina, hubiera, primero, roto el timón de mi embarcación y después la hubiera movido a su antojo por derrotas imprevistas. El caso es que el viernes tenía pensado dedicar más horas de la tarde a dejar algo escrito respecto del jueves, y a seguir la revisión de la vieja novela, o tantear la posibilidad de acarrear algún material de construcción para iniciar un proyecto que ha empezado a rondarme por la cabeza, aunque a primera vista parece algo insensato. Sin embargo, la tarde en casa de mis padres se complicó hasta hacerse horas difíciles, ásperas, dolorosas pues voy comprobando que el laberinto en que se mueve mi madre cada día es un poco más intrincado y viscoso, umbrío y solitario. Conclusión: bajé muy tarde de allí, con el ánimo para escribir agotado, como si el pequeño manantial se hubiera secado en poco más de cuatro horas. Así que decidí ver la Procesión.

Tras tanto cambio de planes, pensé que enlazaría ésta de la capital con la de Chañe. Sin embargo, de pronto, mientras ayer por la mañana regresaba de casa de mis padres (sí, el despertador sonó a su hora), se me ocurrió otra cosa. Recordé como aldabonazo estridente y repentino que escribí en Gorrión de Invierno, esa novela con un par de lustros a sus espaldas, esa novela inédita e impublicable cómo su protagonista, Oliver Berdugo Guisasola, sastre de Euritmia, vivió la de 1999, la última de su vida, pues para entonces ya sabía el tiempo que el tumor cerebral le permitiría vivir.

Entré en casa con el estado febril de quien tiene, por fin, algo que hacer. Si quería seguir con la revisión de Aquel Sábado Lluvioso, o quería empezar con lo nuevo, debía encontrar cuanto antes esas páginas. Recordaba vagamente su contenido, y suponía que podían servirme para el diario y quizá para Pavesas y Cenizas. En teoría sabía en qué parte del relato las situé, en el primer tercio de sus más de cuatrocientos folios. Repasé a grandes trancos. Algún párrafo me llamaba la atención. Sin darme cuenta, ralentizaba el ritmo de lectura. Sabía lo que buscaba y por qué lo buscaba, pero Oliver, Aurora, la yaya Luz, Íñigo, etcétera, iban atrapándome poco a poco. Cuando crucé la mitad, estaba casi seguro de haberme pasado esas páginas, pero seguí adelante.

No lo encontré.

Con la sensación de derrota, dudando incluso si no habría suprimido esta escena por alguna razón, tuve que salir a cumplir con cuestiones de intendencia. No se trataba del capazo para regresar a casa con carbón, lo que me impedía ser sublime sin interrupción, como le ocurría al joven personaje de Umbral, eran otras mercancías poco imprescindibles, pero debía salir.

Casi a la hora de la comida, volví al texto (Soy muy tozudo, la verdad). Y como sucedería en una película detestable, justo sobre la bocina de las dos de la tarde, en el punto donde la imaginaba, allí estaba la escena, más larga incluso de lo que la recordaba. La copié a otro documento, para, por la tarde, hacer lo que estoy haciendo ahora…

A diferencia del viernes, la tarde sabatina fue plácida y sosegada. Así que pude retornar temprano, dispuesto a la tarea, aunque previamente debía cumplir con un deseo de mi padre.

Por fin me puse a la tarea, antes de las siete de la tarde. Pensaba solucionar en un par de párrafos o tres lo relativo a La Carrera, y unirlo a este fragmento…

Después del tercer párrafo, llegaron el cuarto, el quinto, otro y otro… Y sentí —aunque a nadie le interese— que debía relatar con más detalle el vía crucis nocturno. Iba por un camino, y en la última parte, como si me hubiera encontrado con una flor, hallé el tono adecuado, así que retorné al principio…

Más allá de las once de la noche concluí de escribirlo…

Esta mañana he dudado si ya tendría sentido lo que sigue, o abandonar la idea para mejor ocasión, si es que llega. Pero, al final, acaso por justificar las horas de ayer, decido dejar el fragmento en estas páginas del diario, al fin y al cabo, su título para este año A la Velocidad del Corazón, o sea pura intuición, menuda embarcación cuyo timón se ha roto y navega según los dictados de los vientos o las calmas…
Te has levantado, Oliver, en medio de la madrugada del Sábado Santo. Te sorprende el silencio aturdido de la honda noche…
Pero no es así, Oliver, reconócelo, no es la madrugada la que está aturdida, sino tú. En tu cabeza, retumban todavía los ecos roncos de los tambores y las estridencias metálicas de las cornetas. Las procesiones de este año han venido hasta ti con la intención de ser medicina agradable para tu ánimo. ¡Cómo te ha costado entenderlo!
Al lado estaba Aurora, con sus ojos de atardecer de oro puestos, como cada año, en las imágenes que se deslizaban ante vosotros, sobre el adoquinado entre grisáceo y azulado, frío a esas primeras horas de oscuridad. Tenías miedo, reconócelo. No te niegues a ti mismo la evidencia del pavor cósmico que, de pronto, te ha enganchado el alma; sí, todo el miedo del universo se ha concentrado en tu encarnadura. El pánico te ha devastado a medida que se escenificaba ante tu mirada la representación que cada año se desarrolla sobre el escenario inmenso, o quizá convenga decir, sobre el templo inmenso, en que se convierte tu ciudad amada. No, tampoco es exacto.
Antes de que se mostraran a tu mirada turquí las escenas que se repiten cada primera luna llena de primavera, ya las habías repasado en el recuerdo, como si tuvieras una moviola alojada en esa neurona que dices que tiene forma de escenario; te habías anticipado, y antes de que llegara la primera, ya sentías, casi lo palpabas, cómo la glándula suprarrenal expelía cantidades incontables de adrenalina por todo tu venero, de modo que tu organismo estuviera preparado para lo que se le venía encima.
Era tu muerte, Oliver, lo que te imaginabas que veías, porque la muerte inminente te espera a ti también. Saber que se trata del recordatorio de lo que ocurrió en la esquina sudeste del Imperio Romano, en Jerusalén, hace ahora casi dos mil años, no mitiga tu angustia, porque eres consciente de que esa representación no es sólo histórica, no es únicamente la memoria de un hecho que le ocurrió a alguien, sino que es el símbolo de lo que le espera a cada uno. Sabías, en fin, que te enfrentabas a lo que te sucederá y reconoce que no te ha gustado, reconoce que te has rebelado.
En esos minutos en que la angustia se ha hecho una con tus palpitaciones cardíacas, por fin, has sido sincero contigo mismo, ya era hora, Oliver, ya era hora. No eres el Mesías, ni tu vida tiene sentido de redención para nadie, absolutamente para nadie, acaso ni para ti mismo. No sabes si has venido para cumplir la voluntad del Padre o para qué, tú solamente sabes que quieres vivir, quieres seguir respirando. A pesar de que tu cerebro, curtido en los millones de páginas leídas a lo largo de tu existencia, duda de que la vida concluya para siempre cuando esa famosa dama oscura a la que los griegos llamaron Tánatos te bese para ‘deshalitarte’, a pesar de que quieres intuir que a la otra orilla de esta ribera no se tiene por qué estar mal, a pesar de todos los pesares, has sentido el pánico, el vértigo, el vacío, el horror…
Te hubiera gustado gritar que tú no quieres tal cosa. Te hubiera gustado arrojar al aire diáfano de la noche, cuchillada de plata asustada, tu salmodia que fue su salmodia, ¡Que pase de mí este cáliz! ¿Quién te podría entender, Oliver? Nadie conoce lo que te espera, salvo tu sobrina y acaso Rubén. Para todos los que te rodean, empezando por Aurora que estaba como cada año, extasiada en la contemplación de esas tallas, era un Viernes Santo más, una procesión como la que saldrá, si el tiempo no lo impide, la próxima primavera, ésa que no verás a su lado. Entonces, además del pánico por lo que se te avecina en unos meses, tu calvario particular del que probablemente no serás muy consciente (al modo que hoy eres consciente de cualquier cosa), te has sentido infinitamente peor, porque tú has querido, mira que eres cabezota, Oliver, cargar en soledad con esta enfermedad.
Reconoce, Oliver, que sudabas a pesar de la helada brisa de este abril
(¿Cuándo querrá llegar la primavera de una vez a Euritmia, mi última primavera?).
Las calles vibran con el temblor ronco de los tambores y el sonido estridente y metálico de las cornetas. (Ya lo has escrito, Oliver. De acuerdo, no lo quites. Te repites, es lo mismo). Todo continúa como cada año. Es inevitable. El silencio asombrado y, todavía sorprendido por tal acontecimiento que cambió el rumbo de la Historia (y esto es así con independencia del credo de cada cual), envuelve la ciudad. Euritmia adquiere veladuras de dramatismo y belleza.
No ha sido malo ese pensamiento. Por él has llegado a la conclusión de que en estas jornadas, es casi imperdonable no echarse a la calle, convertida en el atrio de un gran templo en el que se escenifica, de nuevo, todo aquello, aunque sabías que te arriesgabas, y de qué forma, a algo parecido a lo que te ha sucedido. En el fondo, barruntabas que hubiera sido mejor una gigantesca jaqueca desproporcionada, desaforada, que te hubiera impedido la salida a las calles…
¿Cuántas veces has dicho que tu padre no era amigo de las manifestaciones y los boatos relacionados con la cuestión religiosa? Sí, es cierto que ese pensamiento te lo transmitió y que te sucede como a él. Pero tu excepción siempre ha sido para las procesiones de Semana Santa. Ya sabes, aquello famoso de la conjunción de historia, belleza algo tremendista, armonía desgarrada, fe sencilla, todo enmarcado por las calles de la urbe, producen un efecto que alivia a las almas y las abona para comprender el sentido último de nuestra existencia. ¿Dónde está, Oliver, el alivio de tu alma?¿Dónde la comprensión del último sentido de tu existencia?
Es cierto que las imágenes que se deslizan sobre el adoquinado grisáceo son, además, un muestrario interesante de algunas de las distintas épocas de la escultura religiosa: románico, gótico, barroco, neoclasicismo, primera parte de esta centuria que concluye. También es verdad que son un resumen de algunas de las distintas sensibilidades geográficas que en España han tratado este tema, y hay tallas de las escuelas castellana, andaluza y catalana o levantina. Además, no es menos cierto, que se aúnan en un todo milagrosamente homogéneo obras anónimas (transidas de la ingenuidad estremecedora de la fe popular), trabajos salidos de talleres de artesanos dedicados en exclusiva a la creación de escultura religiosa y creaciones prodigiosas de algunos escultores barrocos y contemporáneos.
Por fin, has conseguido sujetar el caballo del miedo. No está mal un poco de lógica, no hay nada como repasar conocimientos históricos y artísticos, para que todo vuelva a su lugar. Ya no sientes pánico, has cambiado el sentido de tus latidos, pues contemplar el paso de estas imágenes en la situación en la que te encuentras ha supuesto una honda emoción para tu espíritu, como un terremoto que te ha removido de arriba abajo, ha sido como contemplar tu muerte en el espejo, pero con un grado más de aceptación.
Todo lo que te rodeaba, otra vez, adquiría sus justas proporciones, esa dimensión humana en la que te sientes cómodo, en la que te mueves con cierta soltura…
…Y por la esquina de la calle la has visto. Era ella, era la madre, ¿tu madre?, que venía sola, apoyada apenas sobre el madero desnudo, en cuyo travesaño pendía el lienzo blanco del que se sirvieron para descenderle. Más que nunca te ha parecido a punto del desmayo, casi inane (como tú mismo hace unos minutos apenas) con las manos inertes e inermes a los costados, con su cabeza inclinada hacia la derecha, con los ojos entrecerrados, con millones de lágrimas invisibles surcándole el exangüe rostro céreo, que parecía más albeado al contraste de la noche y de su vestido índigo.
¿A quién le extraña tal demolición del espíritu, si el último estertor del hijo la precede? Un estertor de enteco torso alzado, de mirada confiada, sin embargo, también izada a la inmensidad del cosmos, y de labios entreabiertos que murmuran, En tus manos encomiendo mi espíritu, o murmuran, Todo está cumplido. Un estertor que quedó levitando en el universo, como postrer caricia de la tarde, y un artista lo convirtió en imagen del sufrimiento asumido, un dolor estilizado que rehúye la sangre, porque, al fin y al cabo, lo que más duele siempre es el alma. Sí, más que nunca, has descubierto que esa talla de la madre es la viva imagen de la soledad dolorosa.
Y has llorado, Oliver, por ella, todas la lágrimas del mundo. No has podido evitarlo. Ha sido un río salobre pero tranquilo, sin convulsiones delatantes. Se ha roto toda la tensión acumulada y te has desahogado, en su sentido más literal o etimológico. Pero ¿cómo es posible que ni Aurora se haya dado cuenta? Quizá sea un pequeño regalo que alguien te ha otorgado. Pero tú sabes que has llorado, que toda la amalgama de sentimientos que te han atravesado en esa hora se ha desbordado por tus lagrimales. Aunque tampoco tu barba se ha humedecido, cosa bien extraña, por cierto…
Y cuando el cadáver del hijo, apoyada la cabeza sobre una almohada que simulaba un anacrónico e imposible bordado, ha pasado ante tus ojos, como el resumen de los despojos (hermosos y muy musculosos despojos, convendría matizar) en que la muerte reduce a la humanidad completa, te has visto en ese cuerpo perfecto, donde cada músculo tallado en madera parece carne apenas fría, y te has visto más tranquilo, con el sentimiento inexplicable de que aquella muerte de hace casi dos mil años, también recogió la tuya y la de tu madre y la de tu padre y la de tus abuelos y la de aquel primer hijo que no fue, la de todos, Oliver, y como no lo puedes explicar, pues no lo explicas, pero la confianza ha vuelto, como aquellas golondrinas del poeta, también por primavera; pero intuyes que su vocación será de permanencia.
El problema, Oliver, es que tanto excitante disperso por tu sangre te ha sacado de la cama, y mañana, o sea hoy, puede ser un día garrafal; pero tampoco es mala idea que aproveches y avances.
Avanza, Oliver, avanza…
Volvamos a ese tiempo que, según Proust, está perdido. ¡Ay, vieja niñez, cómo te añoro…!
Y quizá como regalo pascual, después de tanto tiempo lamentándome porque nada se me ocurría, entre manos se me vienen tres tareas, a las que debo escuchar, sin que me inunden.